lunes, 10 de abril de 2017

Sombras nada más

María Esther y el azar



Una evocación de la escritora argentina María Esther Vásquez.


Gabriel Chávez Casazola

A finales del año pasado la edición española de una novela de Elena Garro, Reencuentro de personajes, provocó una gran controversia en el mundo literario. El gatillador, recordemos, no fue la edición del libro como tal, sino la faja que la editorial Drácena había decidido ponerle para promocionar su venta. 
“Mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez y admirada por Borges”, rezaba la faja en cuestión, intentando definir a la escritora mexicana no por su obra sino por su relación con tan celebérrimos literatos varones. “Quiero ver una faja que diga, por ejemplo: Bioy Casares, esposo de Silvina Ocampo, amante de Elena Garro, amigo de Vlady Kociancich”, tuiteó entonces, certera, la argentina Valeria Correa Fiz, poniendo en evidencia no solo esa ¿fallida? operación de marketing editorial sino, sobre todo, la mentalidad -hija y nieta de los de siglos- que la subyacía.
¿Fallida?, acabo de escribir entre signos de interrogación. Y es que muchas y muchos colegas escritores (aquí el uso de ‘as’ y ‘os’ es, por supuesto, deliberado) no notaron, en su indignación, que la faja de marras (retirada más tarde) logró el que, creo, era su objetivo desde el principio: provocar polémica y hacer que todos hablaran -y muchos adquirieran- la mentada edición de la novela.
En cualquier caso -azar nada azaroso como suele ocurrir en la literatura y una más de sus paradojas- la mayor beneficiada de este desaguisado fue, por fortuna, la propia obra de Garro (a quien, la verdad sea dicha, la controversia persiguió a menudo, sobre todo por sus posiciones políticas, como su activa justificación de la masacre de Tlatelolco). Desde que se produjera la polvareda tuitera en diciembre de 2016, no han cesado de publicarse artículos y realizarse mesas de diálogo sobre su escritura, poniéndola en relieve como lo que fue (y es): una de las escritoras mexicanas más relevantes del siglo XX, cuyos mejores cuentos, además, serán publicados por Alfaguara en mayo, terminando así de sacarla de la penumbra.
Todo lo dicho en este preámbulo -pues no otra cosa era- me vino a la mente tras conocer el fallecimiento de María Esther Vázquez, ocurrido el 25 de marzo en Buenos Aires. ¿Me equivoco si escribo que la mayor parte de quienes conocen y recuerdan su nombre lo hacen en relación a Jorge Luis Borges, sin necesidad de que medie entre ellos una faja promocional? Evidentemente Vázquez fue cercana amiga de Borges, escribió en colaboración con él Literaturas germánicas medievales en 1966, le inspiró algunos hermosos (y terribles) poemas como 1964  -“Ya no seré feliz, tal vez no importa hay tantas otras cosas en el mundo”- y escribió más tarde un libro capital para comprender al autor: Borges: esplendor y derrota (1995). 
Siendo reduccionistas, podríamos etiquetar a Vázquez como “musa de Borges” y, según ella misma se llamaba, su “escriba” en una etapa de su vida. Pero por supuesto María Esther fue mucho más que eso: una extraordinaria cuentista -cito un artículo de La Nación: “creía que el cuento era, con la poesía, el primer género que apareció en el mundo y el último que se perdería” -, periodista cultural, parte activa de Sur y presidente de la Fundación Victoria Ocampo, de quien escribió también una reveladora biografía.
¿Cuántos de nosotros, lectores de Borges o lectores a secas, tenemos en nuestra biblioteca algún libro de Vázquez, cuya obra se extiende desde Los nombres de la muerte (1964) hasta Crónicas del olvido (2004)? Tal vez sea tiempo de ir por ellos.
Otro azar nada azaroso de la literatura, justamente la noche antes de la muerte de María Esther la estuvimos recordando -sin porqué aparente- varios queridos amigos, y me vino a la memoria una anécdota sin duda borgesiana, mas por completo real, ocurrida en 2005. 
María Esther y Roberto Alifano, amanuense de Borges, habían sido invitados a Santa Cruz por el Centro Patiño y yo logré “jalarlos” hasta Sucre, al Festival de la Cultura de aquel año. Ambos sostuvieron un rico diálogo (obviamente sobre el maestro ciego) en el Archivo y Biblioteca Nacionales, cenamos juntos y, tras una larga sobremesa, nos despedimos y fuimos a dormir.  Ambos volaban al día siguiente a Santa Cruz, donde tenían un acto similar, y un día después retornaban a Buenos Aires.
Una equivocación hizo que el joven escritor encargado de trasladarlos al aeropuerto los llevara más tarde de la hora señalada y terminaron perdiendo el vuelo, por entonces el único que conectaba a Sucre con el afuera. Nervios, tensión, incertidumbre, fue -y es poco decir- lo que vivimos un par de horas, intentando encontrar una manera de sacarlos de la ciudad, que cumplieran su compromiso cruceño y no perdieran su retorno a Argentina. La solución del viaje por tierra fue descartada por los médicos de ambos. Estábamos mirando al cielo, literalmente, esperando la llegada inspirada de una solución o un avión imposible, cuando esto último, aunque no pueda creerse, sucedió.
El sonido de un motor rasgó el silencio del aeropuerto vacío y una avioneta militar se posó en tierra. Traía el cuerpo -lo supimos después- de una joven fallecida en un episodio trágico que bien podría ser motivo de cuento.   
La negociación con el piloto comenzó, no fue sencilla porque debía volver a La Paz pero, finalmente, comprendida la situación y acordados sus honorarios, accedió a trasladar a los dos escritores argentinos a Santa Cruz. Yo volé al centro de Sucre para hacer un retiro de mi cuenta -en este país, para pagar los imprevistos los gestores culturales debemos echar mano del propio bolsillo- y cuando retorné, en el centro de la pista, me esperaba una visión memorable.     
A la pequeña avioneta militar, acondicionada de urgencia para trasladar un ataúd, no le quedaban más asientos que el del piloto; los demás habían sido retirados y María Esther Vázquez y Roberto Alifano estaban acomodados en la parte trasera de la aeronave, fajados a unos almohadones -sacados de Dios sabe dónde- para protegerlos en caso de percance.
Ambos ponían su mejor esfuerzo para estar sonrientes e incluso accedieron a una fotografía, que el joven escritor de aquél entonces que los había acompañado al aeropuerto, hoy todo un señor fiscal del Ministerio Público, prometió enviarme cuando lo encontré casualmente, después de 12 años, en el aeropuerto paceño este pasado jueves, por un segundo azar nada azaroso relacionado con la muerte de María Esther.     

Ella, cuando las hélices se encendieron y comenzaron a girar, hizo adiós con la mano y con gesto inescrutable pronunció la siguiente sentencia, tan borgesiana: -“Qué muerte tan providencial”. Y el avión partió, dejándome aliviado en medio de la pista, pensando en esa mujer a la que en este momento sigo pensando ahora que ha muerto y estoy pensando también que la muerte es una falacia -Macedonio se lo dijo a Jorge Luis en una de las esquinas del Once- y que ambos, Jorge Luis y María Esther, se han reencontrado y reanudado sus pláticas sobre literaturas germánicas medievales y son de algún modo secreto, felices. 

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