María Esther y el azar
Una evocación de la escritora argentina María Esther Vásquez.
Gabriel
Chávez Casazola
A
finales del año pasado la edición española de una novela de Elena Garro, Reencuentro de personajes, provocó una
gran controversia en el mundo literario. El gatillador, recordemos, no fue la
edición del libro como tal, sino la faja que la editorial Drácena había
decidido ponerle para promocionar su venta.
“Mujer
de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez y
admirada por Borges”, rezaba la faja en cuestión, intentando definir a la
escritora mexicana no por su obra sino por su relación con tan celebérrimos
literatos varones. “Quiero ver una faja que diga, por ejemplo: Bioy Casares,
esposo de Silvina Ocampo, amante de Elena Garro, amigo de Vlady Kociancich”,
tuiteó entonces, certera, la argentina Valeria Correa Fiz, poniendo en
evidencia no solo esa ¿fallida? operación de marketing editorial sino, sobre
todo, la mentalidad -hija y nieta de los de siglos- que la subyacía.
¿Fallida?,
acabo de escribir entre signos de interrogación. Y es que muchas y muchos
colegas escritores (aquí el uso de ‘as’ y ‘os’ es, por supuesto, deliberado) no
notaron, en su indignación, que la faja de marras (retirada más tarde) logró el
que, creo, era su objetivo desde el principio: provocar polémica y hacer que
todos hablaran -y muchos adquirieran- la mentada edición de la novela.
En
cualquier caso -azar nada azaroso como suele ocurrir en la literatura y una más
de sus paradojas- la mayor beneficiada de este desaguisado fue, por fortuna, la
propia obra de Garro (a quien, la verdad sea dicha, la controversia persiguió a
menudo, sobre todo por sus posiciones políticas, como su activa justificación
de la masacre de Tlatelolco). Desde que se produjera la polvareda tuitera en
diciembre de 2016, no han cesado de publicarse artículos y realizarse mesas de
diálogo sobre su escritura, poniéndola en relieve como lo que fue (y es): una de
las escritoras mexicanas más relevantes del siglo XX, cuyos mejores cuentos,
además, serán publicados por Alfaguara en mayo, terminando así de sacarla de la
penumbra.
Todo
lo dicho en este preámbulo -pues no otra cosa era- me vino a la mente tras
conocer el fallecimiento de María Esther Vázquez, ocurrido el 25 de marzo en
Buenos Aires. ¿Me equivoco si escribo que la mayor parte de quienes conocen y
recuerdan su nombre lo hacen en relación a Jorge Luis Borges, sin necesidad de
que medie entre ellos una faja promocional? Evidentemente Vázquez fue cercana
amiga de Borges, escribió en colaboración con él Literaturas germánicas medievales en 1966, le inspiró algunos hermosos
(y terribles) poemas como 1964 -“Ya no seré feliz, tal vez no importa hay
tantas otras cosas en el mundo”- y escribió más tarde un libro capital para
comprender al autor: Borges: esplendor y
derrota (1995).
Siendo
reduccionistas, podríamos etiquetar a Vázquez como “musa de Borges” y, según
ella misma se llamaba, su “escriba” en una etapa de su vida. Pero por supuesto
María Esther fue mucho más que eso: una extraordinaria cuentista -cito un
artículo de La Nación: “creía que el cuento era, con la poesía, el primer
género que apareció en el mundo y el último que se perdería” -, periodista
cultural, parte activa de Sur y presidente de la Fundación Victoria Ocampo, de
quien escribió también una reveladora biografía.
¿Cuántos
de nosotros, lectores de Borges o lectores a secas, tenemos en nuestra
biblioteca algún libro de Vázquez, cuya obra se extiende desde Los nombres de la muerte (1964) hasta Crónicas del olvido (2004)? Tal vez sea
tiempo de ir por ellos.
Otro
azar nada azaroso de la literatura, justamente la noche antes de la muerte de
María Esther la estuvimos recordando -sin porqué aparente- varios queridos amigos,
y me vino a la memoria una anécdota sin duda borgesiana, mas por completo real,
ocurrida en 2005.
María
Esther y Roberto Alifano, amanuense de Borges, habían sido invitados a Santa
Cruz por el Centro Patiño y yo logré “jalarlos” hasta Sucre, al Festival de la
Cultura de aquel año. Ambos sostuvieron un rico diálogo (obviamente sobre el
maestro ciego) en el Archivo y Biblioteca Nacionales, cenamos juntos y, tras
una larga sobremesa, nos despedimos y fuimos a dormir. Ambos volaban al día siguiente a Santa Cruz,
donde tenían un acto similar, y un día después retornaban a Buenos Aires.
Una
equivocación hizo que el joven escritor encargado de trasladarlos al aeropuerto
los llevara más tarde de la hora señalada y terminaron perdiendo el vuelo, por
entonces el único que conectaba a Sucre con el afuera. Nervios, tensión,
incertidumbre, fue -y es poco decir- lo que vivimos un par de horas, intentando
encontrar una manera de sacarlos de la ciudad, que cumplieran su compromiso
cruceño y no perdieran su retorno a Argentina. La solución del viaje por tierra
fue descartada por los médicos de ambos. Estábamos mirando al cielo,
literalmente, esperando la llegada inspirada de una solución o un avión
imposible, cuando esto último, aunque no pueda creerse, sucedió.
El
sonido de un motor rasgó el silencio del aeropuerto vacío y una avioneta
militar se posó en tierra. Traía el cuerpo -lo supimos después- de una joven
fallecida en un episodio trágico que bien podría ser motivo de cuento.
La
negociación con el piloto comenzó, no fue sencilla porque debía volver a La Paz
pero, finalmente, comprendida la situación y acordados sus honorarios, accedió
a trasladar a los dos escritores argentinos a Santa Cruz. Yo volé al centro de
Sucre para hacer un retiro de mi cuenta -en este país, para pagar los
imprevistos los gestores culturales debemos echar mano del propio bolsillo- y
cuando retorné, en el centro de la pista, me esperaba una visión
memorable.
A
la pequeña avioneta militar, acondicionada de urgencia para trasladar un ataúd,
no le quedaban más asientos que el del piloto; los demás habían sido retirados
y María Esther Vázquez y Roberto Alifano estaban acomodados en la parte trasera
de la aeronave, fajados a unos almohadones -sacados de Dios sabe dónde- para
protegerlos en caso de percance.
Ambos
ponían su mejor esfuerzo para estar sonrientes e incluso accedieron a una
fotografía, que el joven escritor de aquél entonces que los había acompañado al
aeropuerto, hoy todo un señor fiscal del Ministerio Público, prometió enviarme
cuando lo encontré casualmente, después de 12 años, en el aeropuerto paceño
este pasado jueves, por un segundo azar nada azaroso relacionado con la muerte
de María Esther.
Ella,
cuando las hélices se encendieron y comenzaron a girar, hizo adiós con la mano
y con gesto inescrutable pronunció la siguiente sentencia, tan borgesiana: -“Qué
muerte tan providencial”. Y el avión partió, dejándome aliviado en medio de la
pista, pensando en esa mujer a la que en este momento sigo pensando ahora que
ha muerto y estoy pensando también que la muerte es una falacia -Macedonio se
lo dijo a Jorge Luis en una de las esquinas del Once- y que ambos, Jorge Luis y
María Esther, se han reencontrado y reanudado sus pláticas sobre literaturas
germánicas medievales y son de algún modo secreto, felices.
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