La decantación de todas las cosas
A propósito de la reciente aparición de la Poesía completa de Roberto Echazú, la autora repasa las claves de la poética del vate tarijeño.
Mónica
Velásquez Guzmán
Debemos
a la colección de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia la reedición de la Poesía completa del poeta tarijeño
Roberto Echazú. La misma incluye 14 breves libros, algunos “poemas póstumos”,
dos entrevistas y cuatro textos críticos, además del estudio introductorio a
cargo de Vilma Tapia, también poeta. No existe en el corpus mayor novedad,
salvo algún poema de los calificados como póstumos; el aporte viene dado más
bien por un retrato del artista posible gracias a las entrevistas y por las
lecturas e interpretaciones. Lo único lamentable es la exclusión del único
texto crítico de Echazú, dedicado a Octavio Campero y que proyecta harto de su
propia poética (hoy casi imposible de conseguir).
Reedición
y lectura nos dan a pensar y a recordar a un valioso poeta. Se reiteran los
rasgos más evidentes de su escritura: la brevedad que delata una intensidad
tanto vital como verbal; su dedicación temática a la tierra, al olvido, a los
motivos familiares: dedicados al padre y a los hijos (grandes ejemplos del
tratamiento de la paternidad, junto con Eduardo Mitre, por ejemplo); su
indagación por la condición humana; el silencio en sus versos y entre las
fechas de publicación de sus libros; una mirada capaz de instaurar belleza,
pureza y hasta cierta inocencia en lo mirado; una poética que, por
celebratoria, no exilió de sí ni al dolor ni a la desolación, debidos sobre
todo a un mundo o entorno desesperanzador. El centro de tal poética, tal vez,
resida justo entre el instante de plenitud y el distenderse de su
imposibilidad, su fugacidad o su “todavía no”. Se añaden filiaciones
provocadoras con otros poetas bolivianos y extranjeros, se marcan sus
recurrencias.
¿Un poeta temporal y contemplativo?
El
hecho de que un poeta sea breve no necesariamente responde a un asunto de
temporalidades. En este caso, la palabra del poeta tarijeño parece demorarse en
el instante en que contempla algo. Frecuentemente se trata de un gesto, un
movimiento, un rasgo donde se sugiere a todo un personaje, etc. La descripción,
pero también la simbología de la escena, hacen que la naturaleza aparezca más
como señal que como escenario o esencia; es decir, no es un canto a lo natural
manifestado sino la puesta en escena de un oído atento a lo que dicha señal
puede sugerir al sentido, tanto perceptual como de significación. Así, el
registro de esos tenues signos apunta a retener algo del instante que pasa como
una iluminación, un susurro apenas memorable, una nada que pasa. En esta poesía
se equilibran la certeza de una fe que mira con bondad asistiendo a lo humano y
la fiereza de un tiempo limitadamente histórico y humano que más bien distiende
esa posibilidad, esa luz, dispersándola como latencia de ser más que como verdadera
plenitud.
Si
de brevedad se trata, la filiación con Ávila Jiménez, sugerida en el estudio y
en la crítica, y con Fernando Rosso, añado yo, es evidente. Poetas que trabajan
con la sutileza de los signos, con el parpadeo que los registra y con la
secuencia del verso y de la mano que, inútilmente, intenta retener el paso del
tiempo, o el paso del poema mismo.
¿Y las formas?
Llama
la atención fijarse en rasgos formales de esta escritura más allá de la
evidente brevedad. Por ejemplo, los versos siempre interrumpidos, casi una o un
par de palabras en cada línea. ¿Qué respiración así se corta? No parece
obedecer este rasgo ni a un fenómeno respiratorio y por tanto rítmico, ni a una
visión del verso. Tal vez, a una fluidez de río o de brisa que obligue a
demorarnos en poemas que apenas pasan y cuyo rápido vuelo nos exige un esfuerzo
de atención, de morosidad, detenidos en cada palabra. Paralelamente, un
vocabulario que apunta a la llaneza y un estilo que roza lo narrativo (no en su
desarrollo sino en su atención a personajes y a escenas), completan la apuesta
de una escritura que, creo, apunta a la poesía como nominación.
Si
de poetas cuya perspectiva impregna lo poético (intenso) de prosa (lo
extendido) se trata, entonces parece más que elocuente su cercanía con
Urzagasti. Solo que, en este caso, el toque o la estocada verbal es más precisa
y más detallista, diríase, un estilete verbal. La no abundancia, el no
desarrollo y la negada abstracción parecen remitir a otras apuestas: una
exaltada vitalidad, un apenas insinuado dolor.
Salida
Si,
como dice Tapia en su introducción, aquí el paisaje toma consistencia de mundo
como morada otorgada para ser y para estar, el lenguaje al nominar es la
apropiación temporal que se hace de un imposible permanecer existiendo. En ese
sentido, esta obra acá reunida nos permite como lectores retomar algunas viejas
preguntas: ¿qué relaciones establece el lenguaje con lo que nomina?, ¿pueden
las palabras retener el tiempo?, ¿pueden retener la luz?, ¿dar sentido a los
signos que naturaleza, historia, sociedad y dioses nos envían? Una breve
afirmación puede llegar desde la obra, un extenso reconocimiento y amorosa
lectura, desde esta re-edición.
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