Cuando recordar conviene
Un repaso a los trasfondos de Borracho estaba pero me acuerdo, libro central de la creación de Víctor Hugo Viscarra.
Daniela
Renjel Encinas
Borracho estaba, pero me acuerdo es el cuarto
libro de Víctor Hugo Viscarra, lo que de inicio revela una práctica en estos
terrenos y una conciencia de estar escribiendo para ser leído. Es decir, no
estamos frente a un libro que se limite a dar cuenta de un registro, una
denuncia o una demanda, sino frente a fragmentos que recrean vidas ignoradas e
indiferentes para la gran mayoría de los habitantes paceños. De esta manera,
Viscarra se dirige a ese lector ajeno al submundo que tiene tiempo, deseo e
interés en asomar la nariz en un texto para mínimamente informarse de esas
otras vidas y muertes, a decir de Saenz, que habitan en la ciudad, pero que no
es ni de lejos uno de esos personajes. De esta forma, drogadictos, ladrones,
cleferos, alcohólicos, homosexuales y prostitutas, entre varias y variadas
posibilidades, son los amigos de Viscarra que transitan por esta ciudad y por
sus páginas.
No
es poca cosa, de esta forma, describir a estos personajes, con sus haceres diurnos
y nocturnos, sin incurrir en el mero voyeurismo o el simple ejercicio del
recuerdo. Los fragmentos, relatos o minicrónicas que el autor dedica a la
memoria de estos personajes, sus amigos, son un sentido homenaje al fracaso y
al valor de los seres que por las razones que fuera no lograron insertarse “productivamente”
en la sociedad, viviendo, en cambio, en los márgenes no solo legales, sino
morales de la misma.
Cuando
digo “morales”, sin embargo, no me refiero al estándar que una mirada legalista
clasificaría como bueno y malo, colocando las conductas de estos
personajes en el segundo apartado. Pienso, más bien, en que es la moral del
lector promedio la que es cuestionada cuando ignora el destino de personas como
las convocadas por Viscarra y cuando, luego de leer sus textos, no puede ver con
los mismos ojos a quienes, en el mejor caso, son considerados poco más que
parte del exotismo urbano.
No
obstante, Viscarra no parece buscar comprensión o ayuda, ni elaborar acusación
alguna. Su proyecto es crudo y hasta grotesco en la medida que muestra
realidades ajenas a la literatura convencional, pero con un grado casi cero de
emotividad. De esta forma, la ausencia de juicio sobre sus personajes, acciones
y elecciones llega al cinismo. “Entérense”, parece decirnos, y así como no
busca compasión, no evita desvelar razones y situaciones tristes, absurdas y
hasta molestas como quien describe un paseo nocturno por la plaza, y tal vez
está ahí su fuerza desestructuradora: en sufrir sin amargura. Dice:
“Otra de las
cosas que siempre me ha gustado de los muchachos, es su forma de contar sus
desventuras, matizándolas con anécdotas que hacen que el oyente no se amargue
al escuchar historias que tranquilamente harían llorar a quienes no tengan los
nervios templados”. (137)
Esta
ausencia de queja responde a una voluntad de no afligir al interlocutor, y allí
descansa su estilo irreverente, apoyado en el impudor de quien confiesa haber
robado, golpeado y corrido para no ser atrapado, señalando con ironía contradicciones
tales que permiten la emergencia del humor. De esta forma, el lector se
descubre tan sobrecogido como entretenido hasta la carcajada con historias que,
en honor a la verdad, deberían mínimamente avergonzarnos como sociedad.
Escribe:
“De acuerdo a
muchos testimonios, las macabras granjas de rehabilitación no son precisamente
quintas de recreo. De los choros que conozco y estuvieron allí, ninguno se ha
rehabilitado. Los que volvieron, si tuvieron esa ventura, lo hicieron con ganas
de seguir delinquiendo. Pero hay legiones de delincuentes cuyos restos sirven
de abonos para las plantas silvestres”. (179)
Como
se dijo, Viscarra, no enjuicia nada. Para él la escritura es el ejercicio que
lo libra de volverse loco y le devuelve la memoria, una de sus pocas riquezas, haciendo
una forma de justicia a quienes compartieron el frío, el hambre, las camas y
las noches con él. Hay en su trabajo un hálito de “normalidad” o, dicho de otra
forma, un intento de normalizar las decenas de anécdotas que cuenta. “No hay nada
de qué sorprenderse”, parece decir, y es este gesto en la narración de las
desgracias lo que invita al lector a disfrutar del texto al tiempo de
sumergirlo en la perplejidad, puesto que no hay manera de ignorar la evidencia
que motiva el dolor de su registro.
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