Que el refugio vuelva a cero
Reseña de Erótica del fracaso y Toma de nombre, dos libros de José Villanueva publicados el año pasado.
Mónica
Velásquez Guzmán
Con
clara herencia de Nicanor Parra y un enojo que soslaya la desazón, los
poemarios Erótica del fracaso (2016)
y Toma de nombre (2016) son una
muestra de que hay un poeta entre nosotros.
Solo
las iniciales, y no el nombre del autor, acompañan las ediciones independientes
de ambas publicaciones. Destaca, además, un consciente trabajo en la visualidad
de los mismos. No se trata exactamente de matar la figura autoral pero sí su
autoridad. La reducción del nombre a sus iniciales (o su puesta en código aeronáutico)
tiene su contraparte en una decisión de la voz poética por aparecer insinuada y
provocadora antes que presente y ordenadora de su discurso. El tratamiento
gráfico enfatiza estos cuestionamientos a la autoridad, a la tradición, de
formas diferentes.
En
el primer libro, las imágenes de la tapa oscilan entre el comic y el decorado
barroco, en blanco y negro, remontándonos en el tiempo; mientras que la
contratapa parodia visualmente los logos oficiales del “Estado Plurinacional de
Bolivia”, el “Fondo de fomento a la educación patriótica”, el de “Generación
EVO” y el de la “Biblioteca del Bicentenario de Bolivia”, todos ellos símbolos
de reconocimiento y que dotarían a las publicaciones que las porten de un halo
de oficialidad y visibilización. En el segundo, la portada y varias páginas
interiores están pobladas de las “figuritas” coleccionadas en álbumes durante
la infancia. La estética más bien naïve de los títulos en letra estilizada y los pies de
cada imagen son cuando menos una ironía que desestabiliza el sentido
proponiendo una doble lectura: literal, apelando a un anhelado pasado y una unidad;
figurada, el desmontaje de la primera.
En
radical oposición a una “forma obligatoria de sentir/ forma obligatoria de
festejar”, la voz poética de Erótica del
fracaso aparece frecuentemente en plural “somos las peores personas que
conocemos”, lo que remite a un tono generacional desfachatado y nostálgico a la
vez, casi rozando un cierto cinismo “no es solo que no tengamos auspicio /
también nos gusta leer en braille mientras miramos la tele”, habitando un
recién “terminado refugio” y ya con ganas “de volverlo a cero”. Esta posición
de desalojo e insolencia esquiva la soberbia por estar traspasada de banalidad,
de sinsentido y de un estar condenado, aunque gozosamente, a la inmediatez.
Todos estos elementos pueden leerse bajo la luz de un “cinismo”, como lo piensa
Sergio Rojas, en tanto último refugio de un sujeto que aún reclama ser tal, en
un mundo todo objetivado y mercantilizado. Sin embargo, esta voz un tanto alardea
esa lucidez de saber que ‘esto y no el ideal es lo que hay’, por tanto juega
con el evanescente refugio de un yo al que le desean “nunca cambies pero ponte
más fino”, un yo que es la ejecución de una imposibilidad, total “¿qué más se
supone que hace un chico con su vida?”.
¿Cómo
hacer gozoso el fracaso, o la medianía, en un mundo exitista como el actual?
Villanueva responde con un humor que desestabiliza el buen camino o el sentar
cabeza; lleva a sus lectores más bien a un encierro que reúne dolor y placer.
Si no se puede simular que “no existe este gran abandono” y que uno corre
dentro de sí mismo, esto no deriva en tragedia sino en antojo (“pero no sales
por puro capricho”) y en fabulación ociosa (“cuando podríamos reunirnos en mi
casa un día cualquiera / ayudar a crear nuevas civilizaciones”). El regodeo del
fracaso revierte signos: donde se esperaría un reconocimiento se ufana “sé
todos los nombres sin que nadie me vea”, pero se lamenta “ya no hay nadie que
ladre a nuestra pirotecnia”; ante la constatación de un saber incomunicado o
incomunicable, se afirma gozosamente un ardor efímero.
En
Toma de nombre el mismo cinismo
aparece con desgano, casi infantilmente: “quiero que alguien sea mi dueño / así
no pienso / así solo escribo / y estoy contigo” o también “viajar es mucho show
/ y estoy cansado de mí”. Al mismo tiempo, el deseo de seguir siendo un sujeto
que vivencia, pero se anula como responsable de llevar al acto lo que piensa o
decide acaba por enfatizar: “la retórica del fracaso sobrevuela todos los actos”.
Tremenda afirmación porque evidencia el esfuerzo y la inutilidad del impulso
vital, tal vez por ello se añora una incubadora, tránsito entre el vientre y el
mundo, pausa entre el deseo, el acto y su caída. El “reverso del universo” no
es mejor que este, las cicatrices y los apuntes no mejoran el panorama y, por
tanto, un humor atestigua la ausencia o falencia del ideal.
Sin
embargo, esta voz anda “relateando con la forma días enteros”, en la ridiculez
de los contactos -síntoma tan propio del siglo XXI- y aunque llega “siempre un
minuto tarde para las buenas conversaciones”, acude no pocas veces a la
sexualidad, aunque de nuevo, aclara “nada de activismos debajo de la ropa”. Es
en el espacio más íntimo de la cotidianidad donde lo nimio anida ofreciendo
algún sentido a este vital; así, el soñar con haberse lavado los dientes al
mismo tiempo y sin saberlo o perder los dientes de leche para que estos se
reúnan en otra parte son señales de que “aunque nosotros no tengamos quién nos
reemplace / creo que deberíamos seguir / exactamente el mismo camino”. Salvar
la medianía y hacer gozoso el fracaso oscilan entre una retórica y una erótica
del mismo; es decir, entre los signos o las formas de esa caída y los cuerpos
cotidianos, materiales y terrenales que sostienen a la vez el ideal y su
imposible.
“Quiero
lamer hasta tener heridas en la lengua”, se lee casi al terminar el libro. Es
clara la necesidad no solo de contacto sino fundamentalmente de contagio entre
lo que el sujeto roza y lo rozado. Aunque esta escritura lame constantemente el
lenguaje; parafraseando, hasta herirse de sin-sentido, no deja de afirmarse,
así sea en un enclenque pie “bostezando frente a los mecanismos del mundo”.
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