lunes, 13 de febrero de 2017

Crítica

Que el refugio vuelva a cero


Reseña de Erótica del fracaso y Toma de nombre, dos libros de José Villanueva publicados el año pasado.




Mónica Velásquez Guzmán 

Con clara herencia de Nicanor Parra y un enojo que soslaya la desazón, los poemarios Erótica del fracaso (2016) y Toma de nombre (2016) son una muestra de que hay un poeta entre nosotros.
Solo las iniciales, y no el nombre del autor, acompañan las ediciones independientes de ambas publicaciones. Destaca, además, un consciente trabajo en la visualidad de los mismos. No se trata exactamente de matar la figura autoral pero sí su autoridad. La reducción del nombre a sus iniciales (o su puesta en código aeronáutico) tiene su contraparte en una decisión de la voz poética por aparecer insinuada y provocadora antes que presente y ordenadora de su discurso. El tratamiento gráfico enfatiza estos cuestionamientos a la autoridad, a la tradición, de formas diferentes.
En el primer libro, las imágenes de la tapa oscilan entre el comic y el decorado barroco, en blanco y negro, remontándonos en el tiempo; mientras que la contratapa parodia visualmente los logos oficiales del “Estado Plurinacional de Bolivia”, el “Fondo de fomento a la educación patriótica”, el de “Generación EVO” y el de la “Biblioteca del Bicentenario de Bolivia”, todos ellos símbolos de reconocimiento y que dotarían a las publicaciones que las porten de un halo de oficialidad y visibilización. En el segundo, la portada y varias páginas interiores están pobladas de las “figuritas” coleccionadas en álbumes durante la infancia. La estética más bien naïve de los títulos en letra estilizada y los pies de cada imagen son cuando menos una ironía que desestabiliza el sentido proponiendo una doble lectura: literal, apelando a un anhelado pasado y una unidad; figurada, el desmontaje de la primera.
En radical oposición a una “forma obligatoria de sentir/ forma obligatoria de festejar”, la voz poética de Erótica del fracaso aparece frecuentemente en plural “somos las peores personas que conocemos”, lo que remite a un tono generacional desfachatado y nostálgico a la vez, casi rozando un cierto cinismo “no es solo que no tengamos auspicio / también nos gusta leer en braille mientras miramos la tele”, habitando un recién “terminado refugio” y ya con ganas “de volverlo a cero”. Esta posición de desalojo e insolencia esquiva la soberbia por estar traspasada de banalidad, de sinsentido y de un estar condenado, aunque gozosamente, a la inmediatez. Todos estos elementos pueden leerse bajo la luz de un “cinismo”, como lo piensa Sergio Rojas, en tanto último refugio de un sujeto que aún reclama ser tal, en un mundo todo objetivado y mercantilizado. Sin embargo, esta voz un tanto alardea esa lucidez de saber que ‘esto y no el ideal es lo que hay’, por tanto juega con el evanescente refugio de un yo al que le desean “nunca cambies pero ponte más fino”, un yo que es la ejecución de una imposibilidad, total “¿qué más se supone que hace un chico con su vida?”.
¿Cómo hacer gozoso el fracaso, o la medianía, en un mundo exitista como el actual? Villanueva responde con un humor que desestabiliza el buen camino o el sentar cabeza; lleva a sus lectores más bien a un encierro que reúne dolor y placer. Si no se puede simular que “no existe este gran abandono” y que uno corre dentro de sí mismo, esto no deriva en tragedia sino en antojo (“pero no sales por puro capricho”) y en fabulación ociosa (“cuando podríamos reunirnos en mi casa un día cualquiera / ayudar a crear nuevas civilizaciones”). El regodeo del fracaso revierte signos: donde se esperaría un reconocimiento se ufana “sé todos los nombres sin que nadie me vea”, pero se lamenta “ya no hay nadie que ladre a nuestra pirotecnia”; ante la constatación de un saber incomunicado o incomunicable, se afirma gozosamente un ardor efímero.
En Toma de nombre el mismo cinismo aparece con desgano, casi infantilmente: “quiero que alguien sea mi dueño / así no pienso / así solo escribo / y estoy contigo” o también “viajar es mucho show / y estoy cansado de mí”. Al mismo tiempo, el deseo de seguir siendo un sujeto que vivencia, pero se anula como responsable de llevar al acto lo que piensa o decide acaba por enfatizar: “la retórica del fracaso sobrevuela todos los actos”. Tremenda afirmación porque evidencia el esfuerzo y la inutilidad del impulso vital, tal vez por ello se añora una incubadora, tránsito entre el vientre y el mundo, pausa entre el deseo, el acto y su caída. El “reverso del universo” no es mejor que este, las cicatrices y los apuntes no mejoran el panorama y, por tanto, un humor atestigua la ausencia o falencia del ideal.
Sin embargo, esta voz anda “relateando con la forma días enteros”, en la ridiculez de los contactos -síntoma tan propio del siglo XXI- y aunque llega “siempre un minuto tarde para las buenas conversaciones”, acude no pocas veces a la sexualidad, aunque de nuevo, aclara “nada de activismos debajo de la ropa”. Es en el espacio más íntimo de la cotidianidad donde lo nimio anida ofreciendo algún sentido a este vital; así, el soñar con haberse lavado los dientes al mismo tiempo y sin saberlo o perder los dientes de leche para que estos se reúnan en otra parte son señales de que “aunque nosotros no tengamos quién nos reemplace / creo que deberíamos seguir / exactamente el mismo camino”. Salvar la medianía y hacer gozoso el fracaso oscilan entre una retórica y una erótica del mismo; es decir, entre los signos o las formas de esa caída y los cuerpos cotidianos, materiales y terrenales que sostienen a la vez el ideal y su imposible.
“Quiero lamer hasta tener heridas en la lengua”, se lee casi al terminar el libro. Es clara la necesidad no solo de contacto sino fundamentalmente de contagio entre lo que el sujeto roza y lo rozado. Aunque esta escritura lame constantemente el lenguaje; parafraseando, hasta herirse de sin-sentido, no deja de afirmarse, así sea en un enclenque pie “bostezando frente a los mecanismos del mundo”.



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