Trilogía del agua (I): El bicho del pozo
Después de unos meses de pausa, Juan Pablo Piñeiro retoma su columna mensual con esta terrible alegoría de los humanos
Juan
Pablo Piñeiro
Todos
tenemos un bicho adentro. Y está tan adentro que no hay manera de conocerlo. En
la oscura y humedecida piel de nuestras entrañas, sus colores no son distintos
de nuestros colores. Quizás el bicho en realidad es una parte indivisible del
cuerpo, o quizás nuestro cuerpo también es el suyo. Lo que está claro es que el
bicho siempre respira en silencio. Agazapado en nuestra sombra espera la
oportunidad propicia para tomar el control o para invocar una de esas sutiles
voces que empenumbradas vierten sus tonos en el único timbre de voz que
solamente uno mismo escucha, esa incesante voz que nos habla desde nuestro
cráneo, o por lo menos eso es lo que quiere que pensemos.
Este
mundo no está tejido con hilos, está tejido con seres y, por lo mismo, posee
infinitas gamas y matices. Está bordado además el reflejo de cada cosa que existe
dentro de él, es decir: todo existe. Y es que el universo simplemente es la
suma de lo que cada uno es y de todo lo que cada uno no es, o por lo menos eso
es lo que quiere pensemos.
Así
como hay luces de neón adornando con sus destellos insomnes la soledad de
ciertas carreteras. Así como hay luces hipnóticas modelando nuestra mente en
los hogares de casi todos los confines del planeta. Así como hay luces asesinas
que descubren a sus víctimas en medio de la noche, y ocultan la mano que mata
sin apretar el gatillo. Así también hay luces verdaderas. Luces poderosas.
Luces que transforman. Luces que no matan pero muestran. Y lo que nos muestran
nos hace temblar hasta rompernos el pecho. Una luz de este calibre nos permite
ver con claridad el rostro del bicho que nos habita. Descubrir de qué está
hecho. El mío está hecho de miedo, me imagino que también el de todos. El miedo
lo nutre, lo hace crecer, hasta que aparece cada vez más confiado, repartiendo
consejos a diestra y siniestra. El miedo es el origen de todo lo que es ruin. Y
con esa simple constatación uno puede descubrir cosas más importantes. Uno
puede deducir que si el tal bicho está aquí para destruirnos y su notoria
impronta es el miedo, entonces claramente no nos conviene alimentar lo que lo
alimenta. ¿Para qué?
Hay
una gran diferencia entre un bicho y un insecto. Un bicho siempre trae consigo
una sensación incómoda y desagradable. Bicho le decimos a todos esos insectos
cuyo nombre desconocemos pero que nos molestan. Bicho incluso puede ser un
puercoespín, una carachupa o una rata que se mete de noche a nuestro jardín. En
cambio los insectos son otra cosa, son el detalle, la filigrana de la creación.
En ellos seguramente reposa el futuro, nuestro futuro.
Al
ritmo que van las cosas, es muy difícil que podamos alimentarnos de animales
por mucho tiempo. Seguramente en menos de lo que canta un gallo, habrá
criaderos de escarabajos y hormigas. Habrá chips de patas de grillo, ensaladas
de mariposas, o puré de larvas para los más pequeños. Con seguridad, el galán
del futuro cocinará un delicioso escarabajo titán al horno relleno con caviar
de hormiga blanca para impresionar a su novia. Y sin embargo eso no es nada, el
verdadero encanto de los insectos está en el misterio que cargan, en las
secretas órdenes que acatan y en los múltiples mundos que pueden explorar.
Debo
confesar, sin embargo, que hay insectos que me repugnan, habiendo tantos, eso
es normal. Cualquiera que haya sufrido el asedio de una plaga de pichilinga, la
pulga que agarran las gallinas, seguramente no querrá saber nunca más de este
bicho. O las mismas cucarachas, tan fascinantes en teoría y tan ominosas en la
práctica. Muchos no saben que cuando una cucaracha es aplastada, bota sus
huevos para reproducirse. En pocas palabras, se reproduce cuando muere. Se multiplica
al desaparecer. Es lo más cercano a una resurrección. Además la cucaracha carga
con un pesado destino porque se humaniza, y aprende a vivir en los rincones
oscuros y descuidados de nuestra casa. Nos parece desagradable porque nos
recuerda al bicho interior, ese que sabemos que está en esos mismos rincones de
nuestro cuerpo. Aún así, ni la pichilinga ni la cucaracha merecen ser odiadas
porque son sin duda un engranaje más de la creación. Y generalmente las grandes
maquinarias deben su funcionamiento a las piezas más pequeñas y singulares.
Al
que no hay que tenerle consideración alguna es al bicho del pozo que, aunque
parece insecto, estoy seguro que en verdad es un bicho. Yo solamente lo vi una
vez, después de una de las inundaciones que sufrió Cobija. Antes de detectarlo,
subiendo por la puerta, advertí su ominosa presencia como un presentimiento
incómodo y desprovisto de toda luz. El bicho tiene muchas patas pero es difícil
saber cuantas porque su figura es movediza como un holograma. Tiene algo de
esos bichos misteriosos que habitan las profundidades del mar. Los que lo
conocían me dijeron que ese delicado monstruo es un bicho que aparece en los
pozos de agua.
El
ritmo de su movimiento es capaz de entorpecer cualquier otro ritmo. Está ahí
como un reflejo de nuestro propio bicho. Se mueve con rapidez y después
desaparece, como si solamente se conformará con hacerse ver una vez, para
inyectar terror en los que lo miran. Ese es el famoso bicho del pozo. Terrorífico
como el guanaco del Chaco. Ese desquiciado bicho que habita dentro de los
huecos y que solamente sale a la luz cuando se introducen hormigas en el hoyo
donde vive. Un bicho similar al que llevamos dentro.
Amo
mi país y a veces lo amo tanto que cometo el error de idealizarlo. Lo defiendo
a ultranza cuando es necesario, porque obviamente es parte de las pocas cosas
intransferibles que llevo dentro, pero muchas veces, cuando estoy solo, sufro por
él y por todos mis paisanos. Sufro porque sé que, aunque no quiera aceptarlo,
mi país también tiene un bicho adentro. Un bicho que está impregnado en todo y
nos convierte en una lamentable mentira. Al parecer nadie lo mira, nadie sabe
que está ahí, en la falsedad con que construimos nuestra vida, en la
mediocridad con la que nos la ganamos y en el uso abusivo de cualquier poder
que se nos otorga. Nuestro bicho es un burócrata de pozo. Un bicho, que al
igual que las cucarachas, se reproduce cada vez que muere. Finalmente el agua
del pozo es lo de menos, la cosa es el bicho que lo habita.
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