Iniesta
Cuando el pasado 23 de enero el genial centrocampista español recibió el Premio Reina Sofía –cuenta Cachín Antezana- retomó un texto que tenía archivado. Va aquí parte de ese trabajo mayor, sobre el más incomprendido de los futbolistas de hoy en día. Más cerca de Joyce que de Shakespeare.
Luis H. Antezana J.
Desde Pitágoras o Euclides, por lo menos siempre se ha
sospechado -hasta proclamado- que el Universo posee un Orden y que este es
matemático. De ahí solo hay un paso para pensar que ese Orden es numérico. No
faltan campos, terrenos, ámbitos, contextos donde esas sospechas no son tan
desquiciadas, pero eso de buscarle números al fútbol exagera, creo, esa mera
probabilidad.
Hoy, la mejor prueba de que es un desatino eso de buscarle
números al fútbol es Andrés Iniesta, “el mejor jugador de fútbol del mundo”,
como afirmó alguna vez Menotti. La actual vedette de los números en el fútbol,
el número de goles convertidos por partido, temporada, o finalmente hasta de
una vida profesional, nada tiene que ver con Iniesta quien solo de rato en rato
convierte algunos, como aquel que le dio su Mundial a España. Quizá, por ahí,
debe tener un número relativamente alto de pases de gol (“asistencias”, como
reza el anglicismo de moda), pero, cómo diablos miden el resto de sus pases,
cambios de frente, sus paredes de primera en medio de laberintos de piernas
rivales, sus salidas en milimétricos espacios junto a la línea de cal entre
tres y hasta cuatro rivales al acoso, sus giros, sus gambetas, sus pisadas,
siempre con un total dominio del balón, cómo diablos miden su capacidad de
reordenar con su sola presencia un partido anodino de meras ganas, “garra” y
esfuerzos para convertirlo en un juego de habilidad e ingenio… ¿Dónde están los
números que podrían ordenar a Iniesta si él, como diría Joyce, es per se un Chaosmos, es decir, un caos de calidad capaz de darle Orden al
Cosmos?
En esa vena, en el caso de Iniesta, Shakespeare, por boca de
Macbeth, habría dicho: “El mundo de los números es [ante su juego] un cuento
contado por un idiota con mucho ruido y furia y que nada significa”. Algo así.
Hablando de Shakespeare, hace mucho tiempo alguien cuyo nombre no recuerdo, le
dedicó un ensayo a Pelé, ensayo que, en esas épocas, resultó ser todo un canon
de referencia: “Pelé, el Shakespeare del fútbol”. Fue, quizá, más allá de las
sospechas de los tifosi ante Pelé y
la selección del 58, la primera vez que el fútbol se trataba como arte, como
poesía; pero, aunque Harold Bloom, seguramente, insistiría en que no hay mejor
parámetro que Shakespeare para indicar todo aquello que supone excesos
cualitativos, irreductibles a conceptos o números, en el caso de Iniesta me
tienta aproximarlo a Joyce quien, aunque irlandés, escribió en el idioma de
aquellos que inventaron el fútbol. Algunos partidos de Iniesta se parecen a los
cuentos de Dublineses, es decir, a un conjunto de relatos aparentemente
insignificantes, pero que, como se sabe, son también una serie de irreductibles
“epifanías”.
Eso, por un lado, por otro, cuando Iniesta entra desde el
banco en esos partidos en los que el Barça, pese a sus antecedentes, juega
sinsentido, como cualquier otro equipo, cuando Iniesta entra y, de súbito, todo
empieza a brillar -“funcionar”, dirían los mecanicistas- entonces, recuerdo al Ulises; a ese minucioso y anodino día
del insignificante Leopold Bloom que, sin embargo, gracias al lenguaje que
narra esas banalidades resulta, como se sabe, una de las joyas de la literatura
contemporánea. Y, porque a Iniesta, salvo alguna nominación, nunca le dieron el
Balón de Oro, puede ser que aunque se reconozca la maravilla de su juego, como
el Finnegans Wake, en el fondo, nadie
entiende lo que realmente ahí sucede, menos, mucho menos, aquellos que creen
que hay medidas para lo incomprensible.
Irreductible, el juego de Iniesta, felizmente, aunque inclasificable,
innumerable, es, sin duda, uno de los más bellos regalos del fútbol al posible
Orden en el Universo. Epifanías.
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