Esos rituales de la carne
Reseña de Eucaristicón, poemario con el que Edgar Soliz Guzmán ganó en 2014 el Premio Edmundo Camargo.
Mónica
Velásquez Guzmán
La
encarnación de Dios en Cristo es conmovedora sin que en ello medie la fe. Una
grandeza asentada, humanizada y, por ello, vulnerable, sin duda hace entrañable
y presente a ese gran ser sin nombre ni cuerpo. En la literatura, esa aparición
ha provocado mucha tinta y no pocas veces, sobre todo en la literatura
homoerótica, se ha mirado la pasión en términos analógicos a otras pasiones más
sexualizadas.
En
el libro de Edgar Soliz (Cochabamba, Premio Municipal de Cultura Edmundo
Camargo, 2014), esta encarnación profana toma matices desafiantes al
pensamiento, la percepción y la palabra; pues cómo dimensionar la perfección
perecedera, cómo sentir tocante y tocada la divinidad del Padre, con qué
palabras acercar su piel a los labios…
Si
Dios hizo al hombre a imagen y semejanza, un amor homoerótico devuelve una
curiosa, espejeante imagen que duplica el gesto: amar no lo semejante sino al
semejante, que de tanto parecerse, puede acabar siendo uno mismo. Cristo, en el
huerto de los olivos, implora a su padre un saber (por qué y cuándo) y una
piedad (aparta de mí este cáliz); la voz poética, situada en el huerto de las
esperas, a su vez, solicita ser alejado de otras copas más silenciosas,
enigmáticas y humanas. Si Dios mira, suponemos, el dolor del hijo donde él
mismo ha encarnado, esta voz hace consciente que “haces de este huerto el
miserable lecho de la escritura”. Desde allí inicia una muy compleja
yuxtaposición de planos en la que el Padre deviene el amante ausente, el deseo
espoleando, el destino despiadado, la escritura del sino más radical: ser
cuerpo aguardando su confirmación en otro cuerpo. Se afirma una “disputa por el
cuerpo inasible” que es, simultánea y en distintos planos, el divino, el amado
y el mismo amante. La promesa se desplaza del paraíso a la “carne prometida” y
allí las cosas se hacen más difíciles de desentrañar.
Por
una parte, es o podría ser la misma divinidad que anhela cuerpo (recordemos la
hermosa novela de Kazantzakis en la que Cristo sueña con la última tentación:
ser solo un hombre); por otra, la gran promesa divina sería la de tener cada
uno un cuerpo aliado, amado y compañero. La “evocación”, el “simulacro” y la
“revelación” aparecen como partes de un rito que no deja de solicitar carne,
sea ésta la de un dios cercano, un padre contenedor, o un amante ardoroso. En
el sueño se delatan los deslices: “el coito que corona el amor del padre. / El
semen que supura mi alma perdida”. En ambos planos, a imagen (poética) y
semejanza (física), el abstracto amor paterno corona en cópula; el deseo del
hijo se desata en un desborde que expele el alma “perdida”. ¿Dónde se hallan
estas masculinidades?, ¿en su dar-se?, ¿en un derrame de sí?
Y
del huerto debemos saltar a la ciudad, espacio que multiplica el sacrificio y
la pasión. En ella “toda la indolencia humana inunda [¿e inmunda?] la materia
de mi fe”. Apenas sucedido el encuentro sexual, el amado es “expulsado” “a la
corriente de la multitud despedazada”. Ya se sabe que uno de los grandes
dolores del desamor es volver a la indistinción, después de que quien amó
abandona al amado y con ese gesto niega su singularidad. La ciudad, cómplice,
“vacía su podredumbre”. Cabe resaltar que desde una óptica masculina todo se
derrama: el yo, su deseo, su semen, su rezo; dios en su hijo, en su ausencia,
en su crueldad; la ciudad en su nada.
El
curioso amor de un padre que sentencia de humanidad al hijo se duplica en la
declaración del amante: “confío la devoción paternal que le tengo a tu amor”.
¿Qué es una devoción paternal?: ¿una condescendiente o una incondicional?, ¿una
sentencia cabal o una carne sacrificada para su liberación de la muerte?, ¿un
“oráculo consumado” o “una carne atravesada”? Nada de este afecto pasa sin la
corporalidad, pero tampoco sin marcar en ella el “estigma” de lo humano o de lo
divino necesitando lo humano para aparecer. Después de todo, en esta dupla del
semejante uno “contempló su imagen en la pupila ajena”, así comprueba que
existe y que es amado. Pero el amor se teje de ausencia, de la fabulación que
sucede a la retirada, de la heroicidad con que se fragua la reconquista; en fin,
el amor oscila entre estar y ausentarse. De este modo, quedan dos sitios
ceremoniales: la desmemoria (“porque ninguno de los dos recuerda quién es el
verdadero hijo del padre”) y la herida.
En
el amor de la semejanza (humano o divino) los roles se alteran y alternan; el
origen se hace descendencia y viceversa, se ama en reversos que no se repliegan,
se ama en espejos. De tal amor se desprenden “una presencia ambigua [que]
desborda el vacío”, un rostro cuyo rictus remite al dolor o al éxtasis, unas
“manos heridas [que] resuenan en la palabra escrita”. Esa presencia aunque
cobija e “intenta descifrar el curso de mis heridas”, “se devora a sí misma”;
es decir, amorosamente se da perdiéndose a sí y, a la vez, perdiendo al otro
dentro de él. Al tomarse, los amados unen sus seres cuerpo a cuerpo, se abren
en esa herida y en ella tocan la epifanía de saber en esa carne lo más sagrado
y lo más ajeno, en esa carne su pérdida y su triunfo, en esa carne la semejanza
por la cual uno se puede también volver a amar a sí mismo.
Radicalmente,
desde una escritura cómplice de imaginarios ya habitados por la corporalidad en
las obras de Camargo, Orihuela, Whitman o Lamborghini, Edgar Soliz toca y pide
tocar, a lo Santo Tomás, la carne del padre y la carne del amado. Pide la carne
de la escritura e instala en ella “el deseo de esos dioses que devoran la otra carne”.
¿Qué queda, pues, sino entrar en el sitio de las ofrendas, cada quien y a su
modo, en su cuerpo y en su ausencia?
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