Unos haikus, un viaje, cierta luz
Tres en uno: breves apuntes sobre un poemario, una novela reeditada y un filme independiente.
Gabriel
Chávez Casazola
Es
sorprendente cuánto puede quedar en el tintero cuando tiene uno el hábito de
escribir acerca de lo que lee pero deja de hacerlo por un tiempo. En mi caso,
unos meses lejos de esta columna me han dejado con apetito de publicar mis
impresiones sobre muchos libros, algunos temas de interés literario y otra silva
de varia lección Pero como no es posible
abarcar a posteriori todo ese
territorio, en su momento no compartido con los otros lectores, una buena parte
de él se quedará en este lector, siendo barruntada en silencio. Eso sí, de lo
leído (y visto) en estos meses, quiero rescatar algunos apuntes sobre libros de
autores bolivianos y -algo inusual aquí- acerca de una película (también ella
inusual).
Primero he
de hablar acerca un libro de haikus de Ricardo Ballón (1956), poeta de estirpe
mitreana que hasta hace poco fue avaro en entregar sus textos a la imprenta, ya
que solo había publicado su -por muchas razones y versos- inolvidable Cabriolario
(2001). El año pasado, sin embargo, Plural publicó dos libros suyos de poesía, El diario de la sombra y O-ir al arroyo, que es al que deseo
referirme.
Como los pájaros que sobre el cielo / dibujan (…) / lejanos
vientos, así Ballón parece haber trazado, con tenue caligrafía, los poemas
de esta (re)colección. Haikus de estructura clásica la mayor parte y otros con
lo que podríamos llamar, casazolianamente, “aire de haiku”, todos nos invitan a
la contemplación y al aguzamiento de los sentidos: a una escucha y una mirada
atentas al universo que nos rodea, a ejercitar con el autor una sensibilidad a
la par penetrante y respetuosa del misterio del ser y la magia de las cosas.
En las páginas de O-ir al arroyo coexisten, presentados en
un continuum aunque con secciones
reconocibles, elementos, astros, fuerzas de la naturaleza (y sus fragilidades),
animales, alimentos, cuerpos, tiempos de la vida, sones, silencios, nostalgias,
soledumbres. El afuera y el adentro, lo grande y lo pequeño, lo cósmico y lo
doméstico: nada le es ajeno a estos haikus que nos recuerdan que la ternura y
la sutileza pueden ser otros nombres de la sabiduría.
Por cierto,
mucho de ternura y sutileza puede ser encontrado en las páginas de Pasaje a la nostalgia, extenso y
profundo viaje al interior de la memoria. Se trata de una novela del valioso actor
de teatro y escritor Andrés Canedo, publicada en Santa Cruz en 1999 en una
edición independiente y que desde entonces permaneció casi ignorada, hasta su
reciente segunda edición por Quipus (2016), que espero encuentre los lectores
que merece.
Con un dejo
a la vez proustiano y tropical, y un estilo que no por clásico renuncia a bien
logrados atrevimientos formales y narrativos, Pasaje a la nostalgia nos invita a pasar revista a una vida,
diríamos, sin estridencias, aunque jalonada por esas secretas aventuras que
toda existencia corriente encierra entre sus pliegues.
En sus casi
500 páginas, se suceden todos los descubrimientos y perplejidades que un alma
sensible está destinada a encontrar en su devenir terreno, incluida la
inagotable perplejidad del amor y aquel descubrimiento, ya enunciado con ciega
precisión por Alejandra Pizarnik: que el jardín solo es verde en el cerebro,
que al recordar fabricamos una realidad cuyas paredes están hechas apenas de
palabras.
Esa
misma certeza (y la consiguiente incertidumbre que ella produce) parece ser la
que ha animado al cineasta y poeta boliviano Alejandro Pereira, hace varios
años residente en Brasil, a escribir y filmar Luz en la copa, una película que él ha querido llamar
“deconstructiva” y que es, también, un viaje -caprichoso, fragmentario,
disperso en apariencia aunque firmemente unificado por la pertinaz y a momentos
genial mirada (y cámara) del director- a la memoria, a las memorias de unos
personajes a la vez ordinarios y únicos (¿no lo somos todas las creaturas?) que
van quedando atrapados en -y siendo vencidos por- una telaraña vital y
narrativa que los reúne de manera azarosa para separarlos luego con crudeza y
arrojarlos a una tierra baldía, que no es otra que la de sus propios yoes.
Mi
referencia al título de la magnum opus
de T.S. Eliot no es casual -la sombra de este autor se cierne sobre la
película, como sobre La tierra baldía
se cierne la de Pound-; ya que así como existe la canción poética, Luz en la copa -a pesar de su
artesanalidad pero también por ella misma- invita a pensar en un cine poético;
si eso, a estas alturas de la deshumanización, es posible (y quién sabe por lo
mismo sea, es más, necesario).
Solo
como un apunte último, no puedo dejar de sentar una inquietud. Me pregunto cómo
habría llegado a ser esta película, qué luz habría proyectado en la copa de
nuestras retinas, si su director hubiera tenido un presupuesto holgado para
realizar su concepto cinematográfico. En los créditos finales, Pereira reclama
por la falta de apoyo institucional al cine en Bolivia. No es difícil imaginar que
los recursos con que filmó fueron magros, en relación inversamente proporcional
al talento que en estos años este realizador ha demostrado y que aprecian más,
como suele ocurrir, bajo otros soles -remember
Cerruto– y en otras tierras; que para los artistas resultan ser, si bien más
ajenas, menos baldías. Aunque, al fin y al cabo, tal vez la limitación de
recursos sea un precio bien pagado por la independencia creativa, que como bien
sabemos, no tiene precio. Para todo lo demás, las evidencias sobran.
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