Zhamí en las encrucijadas
“Continúa Hugo Rodas con su serie de textos que cabalmente cabalgan entre la crónica autobiográfica, la ficción, y hasta el ensayo”.
Hugo
Rodas Morales
“Cuando
en una nación nadie sabe señalar el camino a seguir, cualquiera que señale un
camino será seguido, ciegamente, aunque sea al desastre”.
M. Quiroga Santa Cruz, editorial “Los
partidos”.
Poco
verosímil parece la “realidad”, y lo escrito habría que aprender a leerlo por
segunda vez. Me refiero a eso que no basta enunciar con palabras, ni siquiera
con el recuerdo de las ojeras juveniles de Zhamí a sus veintitantos años,
inclinada sobre su ejemplar del Orlando
de Virginia Woolf. Mismas 201 páginas que abro ahora, apenas veintiséis años
después, a una edad “en la que todo hombre sabe que la vida es una derrota
aceptada”, a decir del Adriano de Yourcenar
-otra lectura de Zhamí que hubiera preferido a Safo, pero aquí y allí, como Woolf
anotara: “Al escribir sobre una mujer todo está fuera de lugar (…) el acento no
cae donde suele caer con un hombre” (pág. 199).
Como
los cerezos de este lado norte de América vuelven a despuntar, doy en creer que
una “segunda vez” podría ser un conjuro contra la conocida grisura de la
aritmética política local. Después de todo, ya lo expresó René Zavaleta en una
de sus famosas síntesis connotadas y durante su exilio mexicano de los 80 del
siglo pasado: “En Bolivia la eternidad no dura veinte años”. La última década
nos da que pensar sobre la inapelable actualidad de esa sentencia.
En
esos mismos años que rememoro, una boliviana criada en “la zona sur” de La Paz
y recién llegada de México, dirigía mis pasos hacia alojamientos de la ciudad
de El Alto, donde primero preguntaba si tenían ají de fideo, para luego dirigir
sus ojos risueños hacia la puerta de alguna callada habitación, a la que
ingresábamos con la irrefrenable decisión de tender sobre la humilde cama,
tantas horas de lectura como las que desde la noche alcanzan al amanecer. En
ese lugar y otros, en bus o tren apuntando a Puno y más allá, en el techo del
edificio de Ciencias Políticas cocinado por el sol del mediodía… jamás declinó
el espíritu hacia la proximidad de los cuerpos. Se me caían los párpados
mientras una cobija o la tela del pantalón vaquero de ella me rozaban como el
incienso a ese mundo antiguo para mí desconocido: Animula Vagula Blandula. Cumplíamos así un rito estoico, atendiendo
al fuego de la letra y callando el frío, alejados de esa oscura arena mundana
del qué dirán, que Jorge Luis Borges llamara el error de vivir en tercera
persona.
En
una ocasión, dentro de una diminuta lata de té inglesa que se perdía en la
palma de mi mano, adonde inesperadamente llegara, vi caracolear una cinta de
papel cuya inscripción era el cosmos del que yo debía extraer la clave para
nuestra siguiente cita -o no ver a Zhamí jamás mientras tanto. Años después lo
recordé, leyendo en Mircea Eliade sobre el arduo procedimiento exigido por los
chamanes mexicanos en comparación con la guía suave de los andinos.
El
acertijo de aquella ocasión decía: “La encrucijada es el goce del ciempiés”. ¿A
qué llave gramática podía yo recurrir, sin internet? Quizá invento que hubo
algo barroco moviéndose en las sombras y en algún lugar innominable la poesía
andaluza y el ensayo latinoamericano rimaban imágenes de Lezama Lima. Lo cierto
es que naufragaba de miedo ante el espejo de mi ignorancia. “También esto son
las mujeres” -recuerdo haber reaccionado inútilmente-, “les gustan los puentes
frágiles”. De aquella minúscula intuición, a la visión revelada después -“a las
tres de la tarde en el segundo puente colgante de Chasquipampa”, esto es, inventando nuevos lugares de encuentro-
mediaban abecedarios en arameo.
En
mi desconcierto atribuía a un humor hipermenstrual el empujarme hacia el mundo
psíquico doliente de Antonin Artaud, o a tentar nuevas (des)gracias como (no) hallar
en la iconografía de Cortázar a Marcelo.
Y así siguiendo.
“La
nefanda época en que vivimos” (Woody Allen), y otros textos de una anónima y efímera
librería paceña limitada a Tusquets, señaló búsquedas en las que correspondía
oler restos de tabaco en el papel para acceder a la comprensión de “Esto no es
una pipa” según Foucault; o aspirar el Perú polarizado de las noticias -apagones
nocturnos dixit Sendero Luminoso-
antes del realmente vivido en Cusco, que nos proyectara conversando como
afantasmadas sombras; o la lectura sin pausa de un nacimiento bastardo elevado
al canibalismo amoroso de El perfume,
que Süskind publicara en 1985.
En
ese camino sin retorno, mirando adolescentes fotografiadas por el
pseudoinocente Hamilton y niñas del pseudoperverso Lewis Carroll, Zhamí ejercía
una ciencia de la que yo no podía adivinar el siguiente golpe de idea del otro
lado del espejo. Fue Alicia la que me
sugirió en alguno de esos “no cumpleaños” que no decayera, que para llegar a
algún lado había que caminar bastante; pero fue Zhamí quien me enseñó a leer
por segunda vez.
En
alguna ocasión, quizá una venganza de El
derecho y el revés de Camus, me escarneció la noticia de un padre peregrinando
por recintos policiales, hospitales y la morgue de La Paz, buscando a la hija
que no había vuelto a casa. No sin fuego en los ojos interrogaba los de ella, sospechando
con implícita sanción una infantil crueldad femenina; erróneo juez de lo que solo
la vida puede ponderar. ¿No había escuchado acaso, “El corazón de la mujer”, de
Yeats, que ella misma me leyera?
Él
me hizo salir a las tinieblas
y
mi pecho descansa sobre el suyo.
¿Qué
me importa el cuidado de mi madre,
el
hogar donde estuve caliente y protegida?
Nunca
la veía mejor que al despertar, teniendo enfrente los ojos de un afiche que ella
arrancara para mí del metro de Londres; o cuando la seda del guante con
palillos chinos para comer que me obsequiara, fuera menos delicada que la unión
de nuestro silencio imaginando las manos a las que se debe esas junturas rectangulares,
casi dibujadas, de los bloques de roca inca en Machu Picchu.
Y
si suelto ahora la larga cabellera en trenza de Zhamí, recogida de su Orlando, es porque en la declinación de otro
invierno parece necesario repetir para ella, que “todo el oro del Perú no puede
comprarle el tesoro de una frase bien hecha” (pág. 51); verbigracia, la de
Zavaleta de hace tres décadas, sobre un Estado boliviano aparente; la de Marcelo hace medio siglo, en el epígrafe
de estas líneas, sobre el origen bonapartista de toda frustración política en
Bolivia.
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