La magia de Carmina Burana
Un repaso a una de las obras musicales más singulares y connotadas del siglo XX.
Pablo
Mendieta Paz
Al conmemorar los 80 años del estreno,
en la Alte Oper de Fráncfort del Meno, de la cantata escénica Carmina
Burana del compositor alemán Carl Orff (1895-1982), para cuya creación
el músico empleó versos en latín y fragmentos en alto alemán y provenzal
antiguo (la obra se basa en viejos brindis y romances profanos conservados en
bibliotecas de monasterios), conviene destacar aquello que el crítico
especializado Jacques Sagot plantea, dado el enorme prestigio que ha alcanzado
esta creación musical.
Dice él que ante la irrupción en el
siglo XX de la música dodecafónica, de la serial, de la aleatoria, de la
electroacústica, de la micropolifonía, y de otras corrientes vanguardistas
tremendamente complejas -difíciles de entender e imposibles de “sentir” para el
público corriente-, sería concebible y hasta imperativa la implantación de un
nuevo arte fundamentalmente grato al pueblo, a fin de no retroceder hacia “una
negación de las masas” y así procurar la puesta en ejecución de un nuevo estado
de l´art pour l´art (del arte por el
arte) accesible al gusto popular.
Sin duda alguna que Sagot sugiere esta
reforma de encuentro con una nueva música poniendo el acento en que Carmina
Burana es la obra del repertorio universal “culto” que más se ha escuchado
a lo largo y ancho del orbe; a despecho, incluso, de cualquier consideración de
tipo social, étnico, religioso, político, o de otra índole (pese a que no han
faltado quienes la han asociado maliciosamente al contexto en que fue compuesta
(la Alemania nazi); pues en ella, en Carmina Burana -decíamos-,
se concentran los elementos sustanciales que acercan a esa música con la
población.
Prueba de ello es, a guisa personal, la
extrema sencillez o simplicidad melódica y armónica, así como la deliberada y
definitiva renuncia de Orff a toda suerte de artificios que pudieran conferir a
su creación una sonoridad insincera. Sobre esto, es innegable, y uno siente en
carne propia -y en propio oído-, la franqueza de una música que trasporta al
oyente a espacios ideales e insospechados dada esa moderación y emotiva
estructura compositiva tan comprensible a la receptividad del grueso público.
Con todo, y como ocurre en todo -que en
definitiva revalida el concepto de librepensamiento-, desde la aparición per
se de la música de Orff, particularmente de la obra que se comenta, ha
merecido esta las más encendidas adhesiones provenientes del público en
general, en oposición al exacerbado criterio reprobatorio de críticos y
artistas de avanzada que han juzgado la obra de Orff como muy simplista o
ahorrativa en recursos y, por ende, escasamente racional si es confrontada con
las progresistas corrientes mencionadas.
Definido como está el hecho de que la
música de Orff, en especial la de Carmina Burana, es diametralmente
opuesta a aquella surgida en el siglo XX, plena de atributo erudito y cerebral,
aunque mayormente de afectividad controlada (si bien -que valga el comentario-
el autor de esta nota no encuentra adjetivos para exaltar sin reserva todo su
exuberante y opulento arte), es evidente, por ello mismo, que esta no ha llegado
al público profano -al gran público- siempre ansioso en hallar un punto de
convergencia entre lo que escucha y lo que estéticamente le es cautivador. Ahí
radica entonces la posición de Sagot de poner en el tapete la posibilidad de
crear un nuevo arte que sea del absoluto gusto popular.
Aunque tal vez ello no suceda nunca,
con la impetuosa y arrolladora música de Carmina Burana tan
solo (a pesar de la grandeza de Catulli Carmina y de El
triunfo de Afrodita, la denominada
Trilogía Trionfi)), hasta el más frío y austero oyente se rinde
extasiado ante el ritmo alucinante, ante los giros melódicos y armónicos que
subyugan en medio de una impresionante instrumentación de dos pianos, timbales,
platillos, tres glockenspiel, xilófono, tambores y otra percusión menor; todo
lo cual, posiblemente, explique la popularidad universal que ha cobrado esta
mágica y monumental obra de palpitante sonoridad para toda una pirámide musical
de edades.
Y aun es viable agregar algo más para
elucidar la celebridad que ha alcanzado esta creación: a poco andar en el
desarrollo de ella uno puede advertir que Orff ha pretendido trasladar su
música a un estado “primitivo” en que la unidad del lenguaje, del sonido y del
sentido guardan estrecha relación con la antigua tragedia griega. Ciertamente
no es tarea difícil advertir la fusión del ritmo y la palabra con la rebosante
plasticidad de temas antiguos, tal y como expresamente el mismo compositor
enseña; añadiendo luego -en clara explicación de su arte- que para llegar a
ello parte de supuestos artísticos en que la música pretende ser solo uno de
varios factores, y no el decisivo, pues su obra no es “ni expresión, ni
impresión, ni acompañamiento, ni elemento autónomo, sino una especie de
dirección del sonido”. Un razonamiento que, en definitiva, retrata al artista
en todo su espíritu creativo, pero también al hombre en su cualidad íntima,
gozoso en adoptar una literatura vasta en poemas sarcásticos, canciones de
taberna y textos exquisitos en erotismo.
Como conclusión, y aventurando un
juicio muy personal, la fascinación que despierta Carmina Burana radica
no solo en los múltiples recursos que Carl Orff emplea (desdeñando lo que
aseveran aquellos críticos y músicos con implacables calificativos), sino esencialmente
en el canto y en el ritmo, componentes prístinos que, sin ánimo de resbalar en
el exagerado apasionamiento, dotan a la composición de un derroche de intensa
fantasía y éxtasis que, sin duda, perdurará al paso de generaciones.
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