lunes, 13 de febrero de 2017

Staccato

La magia de Carmina Burana

Un repaso a una de las obras musicales más singulares y connotadas del siglo XX.




Pablo Mendieta Paz 

Al conmemorar los 80 años del estreno, en la Alte Oper de Fráncfort del Meno, de la cantata escénica Carmina Burana del compositor alemán Carl Orff (1895-1982), para cuya creación el músico empleó versos en latín y fragmentos en alto alemán y provenzal antiguo (la obra se basa en viejos brindis y romances profanos conservados en bibliotecas de monasterios), conviene destacar aquello que el crítico especializado Jacques Sagot plantea, dado el enorme prestigio que ha alcanzado esta creación musical.
Dice él que ante la irrupción en el siglo XX de la música dodecafónica, de la serial, de la aleatoria, de la electroacústica, de la micropolifonía, y de otras corrientes vanguardistas tremendamente complejas -difíciles de entender e imposibles de “sentir” para el público corriente-, sería concebible y hasta imperativa la implantación de un nuevo arte fundamentalmente grato al pueblo, a fin de no retroceder hacia “una negación de las masas” y así procurar la puesta en ejecución de un nuevo estado de l´art pour l´art (del arte por el arte) accesible al gusto popular.    
Sin duda alguna que Sagot sugiere esta reforma de encuentro con una nueva música poniendo el acento en que Carmina Burana es la obra del repertorio universal “culto” que más se ha escuchado a lo largo y ancho del orbe; a despecho, incluso, de cualquier consideración de tipo social, étnico, religioso, político, o de otra índole (pese a que no han faltado quienes la han asociado maliciosamente al contexto en que fue compuesta (la Alemania nazi); pues en ella, en Carmina Burana -decíamos-, se concentran los elementos sustanciales que acercan a esa música con la población.
Prueba de ello es, a guisa personal, la extrema sencillez o simplicidad melódica y armónica, así como la deliberada y definitiva renuncia de Orff a toda suerte de artificios que pudieran conferir a su creación una sonoridad insincera. Sobre esto, es innegable, y uno siente en carne propia -y en propio oído-, la franqueza de una música que trasporta al oyente a espacios ideales e insospechados dada esa moderación y emotiva estructura compositiva tan comprensible a la receptividad del grueso público.
Con todo, y como ocurre en todo -que en definitiva revalida el concepto de librepensamiento-, desde la aparición per se de la música de Orff, particularmente de la obra que se comenta, ha merecido esta las más encendidas adhesiones provenientes del público en general, en oposición al exacerbado criterio reprobatorio de críticos y artistas de avanzada que han juzgado la obra de Orff como muy simplista o ahorrativa en recursos y, por ende, escasamente racional si es confrontada con las progresistas corrientes mencionadas.
Definido como está el hecho de que la música de Orff, en especial la de Carmina Burana, es diametralmente opuesta a aquella surgida en el siglo XX, plena de atributo erudito y cerebral, aunque mayormente de afectividad controlada (si bien -que valga el comentario- el autor de esta nota no encuentra adjetivos para exaltar sin reserva todo su exuberante y opulento arte), es evidente, por ello mismo, que esta no ha llegado al público profano -al gran público- siempre ansioso en hallar un punto de convergencia entre lo que escucha y lo que estéticamente le es cautivador. Ahí radica entonces la posición de Sagot de poner en el tapete la posibilidad de crear un nuevo arte que sea del absoluto gusto popular.
Aunque tal vez ello no suceda nunca, con la impetuosa y arrolladora música de Carmina Burana tan solo (a pesar de la grandeza de Catulli Carmina y de El triunfo de Afrodita, la denominada Trilogía Trionfi)), hasta el más frío y austero oyente se rinde extasiado ante el ritmo alucinante, ante los giros melódicos y armónicos que subyugan en medio de una impresionante instrumentación de dos pianos, timbales, platillos, tres glockenspiel, xilófono, tambores y otra percusión menor; todo lo cual, posiblemente, explique la popularidad universal que ha cobrado esta mágica y monumental obra de palpitante sonoridad para toda una pirámide musical de edades.
Y aun es viable agregar algo más para elucidar la celebridad que ha alcanzado esta creación: a poco andar en el desarrollo de ella uno puede advertir que Orff ha pretendido trasladar su música a un estado “primitivo” en que la unidad del lenguaje, del sonido y del sentido guardan estrecha relación con la antigua tragedia griega. Ciertamente no es tarea difícil advertir la fusión del ritmo y la palabra con la rebosante plasticidad de temas antiguos, tal y como expresamente el mismo compositor enseña; añadiendo luego -en clara explicación de su arte- que para llegar a ello parte de supuestos artísticos en que la música pretende ser solo uno de varios factores, y no el decisivo, pues su obra no es “ni expresión, ni impresión, ni acompañamiento, ni elemento autónomo, sino una especie de dirección del sonido”. Un razonamiento que, en definitiva, retrata al artista en todo su espíritu creativo, pero también al hombre en su cualidad íntima, gozoso en adoptar una literatura vasta en poemas sarcásticos, canciones de taberna y textos exquisitos en erotismo.
Como conclusión, y aventurando un juicio muy personal, la fascinación que despierta Carmina Burana radica no solo en los múltiples recursos que Carl Orff emplea (desdeñando lo que aseveran aquellos críticos y músicos con implacables calificativos), sino esencialmente en el canto y en el ritmo, componentes prístinos que, sin ánimo de resbalar en el exagerado apasionamiento, dotan a la composición de un derroche de intensa fantasía y éxtasis que, sin duda, perdurará al paso de generaciones.
         


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