Edificar sobre las ruinas de Babel
Continúa la serie de ensayos sobre la traducción en la literatura, sus posibilidades e imposibilidades.
Juan
Cristóbal Mac Lean E.
El
hecho de la traducción, y sobre todo de la traducción poética, nunca acaba de
resolverse. En el filo mismo de su (im)posibilidad, la traducción poético
filosófica no deja de practicarse y conoce tanto justificaciones y apologías
como reiteradamente se anuncia su imposibilidad.
Un
gran libro entero y erudito, todo dedicado al tema, es Después de Babel de Georges Steiner, en el que la persona más
adecuada para una tarea semejante rastrea y examina, del derecho y el revés,
desde muy antiguo hasta hoy, innumerables casos de las traducciones de que está
salpicada toda la literatura. Para alguien tan conocedor del tema, él mismo
trilingüe total, así como para todos quienes lo encararon, el problema de la
traducción y el de la enigmática profusión de lenguas son centrales a la hora
de comprender y de tratar sobre la naturaleza del lenguaje.
Más
allá de los grandes casos de traducciones felices, o de aquellos en que,
exasperantemente, parece que simplemente no hubiera caso de hallar una
resolución adecuada que siquiera decorosamente salve la traducción, se alza
siempre un interrogante mayor, una inquietud que no deja de corroer ese grado de
necesaria fe que se necesita, ya sea
para hacer una traducción o leer en traducción -y mucho más. Esta es la
sospecha de que siempre quedará un residuo insalvable en cualquier traducción,
que de todas maneras, por muy buena que eventualmente pueda ser alguna, de
hecho subsistirá algo que no se habrá podido trasladar ni traspasar.
Un
sabor propio de cada lengua, que no
es ni alterable ni traducible. Basta ver, por ejemplo en el Quijote, la
cantidad de expresiones, giros y discursos que parece sólo puedan darse dentro
del idioma castellano, el de ese tiempo y ese lugar, para sentir que, de
ninguna manera, pueda traspasarse tal o cual expresión y todo lo que conlleva,
envolviendo en sí misma personajes y lugares, cosas, de una manera propia solamente
de esa, lengua, esas palabras y expresiones…
Y
sin embargo, quienes desde Montaigne a Lawrence Sterne, Freud o Thomas Mann,
leyeron el Quijote en traducción, igual quedaron maravillados. O tomemos el
caso de un gran poeta y conocedor del francés como W.H. Auden. Cuando va a
hablar de Valéry, empieza así: “Comentar una literatura que está escrita en
cualquier otra lengua que no sea la propia es una empresa bastante
cuestionable. Ahora bien, para un escritor inglés, hablar de literatura
francesa raya en la locura, porque no existen dos lenguas más diversas entre sí
que el inglés y el francés”. Y sin embargo, como lo expone Paul Auster en su
magnífico prólogo a una antología de poesía francesa traducida al inglés, es
nada menos que la poesía inglesa misma la que no hubiera existido tal como es
de no ser por la francesa… gracias a incesantes traducciones y traducciones.
Y
siendo tan álgido el debate tratándose de lenguas al fin y al cabo tan vecinas,
¿cómo es posible que la poesía china haya gozado de tan buena fortuna en la
lengua inglesa, llegando, se dice, a influenciar la poesía norteamericana? Y
dando un paso más, ¿qué pensar, digamos, de unas hipotéticas traducciones del
Quijote al malayo, al arawak o al quechua? ¿Serían posibles, independientemente
de los vacíos lexicales que puedan darse debido a muy diversos entornos
geográficos, técnicos o hasta mobiliarios?
Al
trazarse esas preguntas tomando en cuenta lenguas muy alejadas entre sí, se
redobla y crece, como en un acceso de realismo lingüístico, el pesimismo en
torno a la posibilidad misma de una verdadera y feliz traducción. Se impone la
sensación, casi de orden emotivo, por la cual se cree, quizá hasta íntimamente,
que hay un sabor, un sentimiento, un fondo propios de tal lengua, tal palabra,
que no pueden traducirse completamente, por muy buena que eventualmente pueda
ser, digamos, la traducción de tal o cual poema. Es que, como muy bien lo pone
Steiner, “No hay dos idiomas que interpreten el mismo mundo”. De tal forma,
cada idioma carga con su propio mundo, pero siendo éste, así, el que produce el
propio lenguaje, lo genera, encuadra, tergiversa o expresa. En otro artículo (“Whorf,
Chomsky y el estudiante de literatura” en
Sobre la dificultad y otros ensayos,
EFE 2007) Steiner trata explícitamente de este tema y seguiremos a grandes
rasgos su argumentación.
Habría
una posición universalista que no se deja arrinconar por la profusión de
lenguas ni sus eventuales diferencias extremas y que aboga, de todas formas,
por una estructura profunda y subyacente que está a la base de cualquiera de
ellas, común a todos los hombres y de la que no hay lengua que se escape. No
olvidemos, en este sentido y algo lateralmente, que lingüistas como Joseph
Greenberg y Merrit Ruhlen proponen un solo origen del lenguaje, a la manera en
que para el monogenetismo darwiniano hay un solo origen del hombre, para Ruhlen
(y trata de demostrarlo en su libro The
Origin of Language: Tracing the Evolution of the Mother Tongue) todas las
lenguas habidas y por haber partieron de una sola lengua madre original. Por su
parte, de una gramática universal
habla Noam Chomsky, el principal valedor de este universalismo referido, para
el cual la misma diversidad de lenguas concerniría sobre todo a la superficie
de las mismas y sería “de un interés principalmente fonético o histórico”.
La
primera edición en inglés del libro de Steiner apareció hace tanto como 1978,
de modo que él no podía conocer, entonces, el trabajo de 2005 de Daniel Everett
sobre la lengua piraha de una tribu amazónica y que, para quien le cree (yo por
ejemplo), deja en el trasto al universalismo chomskiano. El caso de Everett se
resume en el documental felizmente titulado La
gramática de la felicidad, al que volveremos un poco más adelante.
Frente
al universalismo para el cual las diferencias lingüísticas son poco menos que
anecdóticas, se alzan otras posiciones, harto más inquietantes y cargadas de
contenidos de orden más filosófico si se quiere. Para ellas, en efecto, el
lenguaje es muchísimo más que un mero instrumento o herramienta de
comunicación, desmontable y con sus órdenes generativos cuantificables, con sus
universales piezas y gramáticas. Aquí es el lenguaje el que forma el mundo,
aquí es la lengua la que determina, en un círculo cerrado, la misma cultura de
sus hablantes, que a la vez la mantiene encendida y activa. Lo profundo de cada
lengua, así considerado, es absolutamente único en cada caso, intransferible y
en definitiva intraducible en su plenitud. Las traducciones, entonces, solo nos
darían un esbozo, una copia muy a mano alzada de un original que no admite
ninguna réplica. Las dos grandes figuras de este particularismo son Wilhelm von
Humboldt y Benjamin Lee Whorf. De ellos hablaremos en la próxima.
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