El valor de las palabras
Cuando el poder empieza a cambiar el significado de palabras y términos, es hora de parar los oídos.
Carlos Decker-Molina
Inicio repasando una noticia: en el mes de enero han
subido las ventas de dos libros, y no son ejemplares nuevos. Uno de ellos fue
escrito en 1935 y el otro es el emblemático 1984
de George Orwell, que originalmente vio la luz en 1949. La demanda es alta no
solo en algunos países europeos sino también en EEUU.
Sinclair Lewis escribió en 1935 It can’t happen here (Eso no puede pasar aquí), una novela
política en que se describe el provincialismo de EEUU que surge como fenómeno
político luego del crack bursátil de 1929.
Buzz Windrip es uno de los personajes principales,
quien en 1936 gana las elecciones presidenciales. No se trata de un líder con
carisma o de buena verba; al contrario, suele decir cosas que mueven a la risa o a la estupefacción sobre todo cuando
están dirigidas contra el establishment. Esa es la razón del apoyo a Windrip
por la llamada “América profunda”: pobre, inculta y llena de temores, sobre
todo a los cambios sociales. El político utiliza la bronca de los pobres, la
falta de futuro de los incultos que se abroquelan en la iglesia de los
cristianos fundamentalistas y une al país a punta de identificar y denostar
enemigos exteriores: México y la población judía.
Lewis describe el populismo, en tanto que Orwell
desliza a lo largo de sus páginas una tesis sobre el valor de las palabras, y
como estas a veces pierden su significado original, desaparecen o son
sustituidas por otras. Para entender el fenómeno, bien vale la pena un ejemplo:
la palabra refugiado, hoy ha cambiado su significado en relación a hace algunas
décadas; igual pasa con inmigrante.
Si hoy pidiese refugio como lo hice en 1976, la
Policía y, lamentablemente, alguna prensa me supondría terrorista. El significado
de inmigrante varía ahora desde violador hasta ladrón, pasando por vago y mal
entretenido. El valor de las palabras es más nítido en el libro de Orwell.
Vuelvo a las similitudes políticas. En la “profecía de
Sinclair”, las analogías con EEUU de hoy, producen miedo. El héroe es el
periodista Doremus Jessup, la voz de la ciencia, del conocimiento y de la
inteligencia, pero muy pocos lo escuchan. Son épocas en que se descree del
intelectualismo y en EEUU el populismo es la respuesta fácil para problemas
difíciles. En tanto que en el cielo europeo planeaba el fascismo más oscuro.
Ahora es muy importante releer ambos libros y observar
con detalle la escritura, el uso de las palabras “nuevas”; sobre todo en el
vocabulario de la dictadura de Oceanía. Orwell combatió en la guerra civil
española y años después, desilusionado del comunismo, escribió 1984 identificándola con la dictadura de
Stalin.
Winston Smith trabaja en el Ministerio de la Verdad y
empieza a resistir al régimen cuando descubre fotos de ciudadanos cuyas
historias personales fueron borradas de la historia oficial. Supone que hay una
verdad que no es la verdad de la dictadura. Esa manera de pensar (crítica) y su
amor por Julia lo convierten automáticamente en disidente.
La dictadura de Oceanía tiene la ambición de ser
eterna y para ello necesita construir un idioma. Ello supone eliminar del
léxico algunos vocablos peligrosos para hacer más difícil oponerse a la
dictadura.
Ludwig Wittgenstein escribió: “Los límites de mi
idioma son los límites de mi mundo”. Un sobreviviente del Holocausto, el
lingüista Victor Klemperer, escribió un diario en el que estudió el idioma del
Tercer Reich. Una de sus grandes reflexione es el devenir de la palabra judío,
que antes de los nazis era neutral, sin ninguna connotación, pero que años más
tarde era entendida, en ciertos contextos, como desagradable, insalubre,
gusano, parásito, etc.
Orwell plantea ese conflicto en su novela 1984 de una manera magistral.
- ¿Cuántos dedos hay aquí?
- Cuatro
- Y si el poder dice que no son cuatro sino cinco.
Entonces ¿cuántos hay?
“…Al poder no le interesan los actos realizados; nos
importa solo el pensamiento. No solo destruimos a nuestros enemigos, sino que
los cambiamos… los reeducamos. Este no es un lugar de martirio…”.
En la actualidad la palabra nacionalismo, al oponerse
a globalismo, es la salvadora del conjunto de gentes que se reconocen iguales
(¿?), por algunos signos exteriores, en oposición al “otro” que, en ciertos
casos, puede ser un indígena, un inmigrante o un refugiado.
Globalismo, mientras tanto, puede interpretarse como
la unión de estados nacionales a través del capitalismo o del liberalismo, es
decir globalismo implica muchas y a veces diferentes cosas.
Recordemos los asesinatos ordenados por Stalin como
una “necesidad”; los fusilamientos revolucionarios a título de
“ajusticiamientos”; la “limpieza étnica” de la Yugoslavia de Milosevic, que hacía
suponer que la otra etnia era impura.
Pero la más peligrosa de las sustituciones de la
actualidad es la de la palabra noticia, convertida en sinónimo de mentira; o de
periodista, que siempre nominó a quienes ejercían una profesión digna, y hoy es
atributo de alguien deshonesto, tergiversador y antinacional.
Los periodistas y escritores que trabajamos todos los
días con las palabras debemos tener en cuenta el valor que les damos cuando
escribimos. Cuando escuchamos el intento de los poderes políticos, económicos o
religiosos de cambiar el valor de esas palabras, debemos ser los primeros en
descubrir la manipulación.
Está en manos del periodista y del escritor defender
la palabra frente a la tergiversación. ¿Acaso hay “alternative facts” cuando dos y dos suman cuatro? No se puede
aceptar que el resultado de la suma es cinco solo porque al poder se le ocurre.
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