Las cimas del relato breve en un libro
Uno de los próximos títulos de la Biblioteca del Bicentenario, será la Antología del cuento boliviano, curada por Manuel Vargas.
Martín Zelaya Sánchez
Desde Pedro B. Calderón con De cómo un negro pierde la chaveta,
hasta La ola de Liliana Colanzi.
Desde los Mosaicos bizantinos de
Ricardo Jaimes Freyre, hasta Gringo
de Maximiliano Barrientos. 120 años de por medio, 12 décadas de aprendizaje,
evolución y experimentación que consolidaron a la narrativa boliviana que, hoy
en día, goza de uno de sus mayores auges históricos, al menos en cuanto a
reconocimiento internacional se refiere.
Todo este amplio panorama se refleja en
la selección de textos de la Antología
del cuento boliviano de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB) -que
se presentará en las siguientes semanas-, cuyo índice final fue definido por el
antologador, Manuel Vargas y un comité asesor conformado por los reconocidos
escritores Adolfo Cárdenas, Edmundo Paz Soldán y Giovanna Rivero.
“El
templo de San Pablo, en esta ciudad, era un suntuoso y hermosísimo templo, al
que concurría la gente más noble y acaudalada, luciendo a porfía un lujo
extremado.
Las
bellas criollas, cubiertas con sus pequeñas mantillas de seda, bordadas con oro
y piedras preciosas; sus polleras cortas y anchas, dejando ver las zapatillas
con hebillas de oro y botones de diamantes, deslumbraban con su riqueza. Los
criollos descollaban igualmente, ostentando una riqueza incomparable.
Por
aquel año, 1604, era cura de dicho templo don Andrés de Alcova, sacerdote
austero y virtuoso, modelo de piedad, y que el único defecto que tenía era ser
bastante avaro y codicioso”.
El anterior es un extracto del texto de
Calderón, uno de los más antiguos relatos incluidos en el libro. Aunque fue
recogido en Tradiciones de Modesto
Omiste, editado en 1893, se cree que fue escrito a mediados del siglo XVII.
Narra una historia entre picaresca y tradicionalista del Potosí de los primeros
años de la Colonia, por aquel entonces, una de las metrópolis más grandes del
mundo conocido.
Más de 400 años transcurrieron hasta
estos inicios aún del siglo XXI en los que por coincidencias varias: crítica
nacional y extranjera, bonanza editorial, premios y posicionamiento en
diferentes palestras, la narrativa boliviana: la novela y el cuento en
particular, se encuentran en un momento de especial creatividad y
reconocimiento de la mano de autores como Edmundo Paz Soldán, Giovanna Rivero,
Wilmer Urrelo, Maximiliano Barrientos y Rodrigo Hasbún -entre varios otros-
todos, no casualmente, incluidos en esta selección.
Una de las figuras destacadas de esta
suerte de boom de nuestra prosa de ficción es la cruceña Liliana Colanzi que a
sus 34 años y con solo dos libros de cuentos publicados goza ya de amplio
reconocimiento en círculos literarios de Latinoamérica -ganó el año pasado el
Premio Aura Estrada de Literatura en México- y Estados Unidos, donde cursó su
doctorado en la Universidad de Cornell. Del cuento La Ola, de Colanzi, extremos el siguiente párrafo:
“La
Ola regresó durante uno de los inviernos más feroces de la Costa Este. Ese año
se suicidaron siete estudiantes
entre noviembre y
abril: cuatro se arrojaron a los barrancos desde los puentes de Ithaca,
los otros recurrieron al sueño borroso de los fármacos. Era mi segundo año en
Cornell y me quedaban todavía otros tres o cuatro, o puede que cinco o seis…”.
La
antología
El reglamento de la BBB, parte de los
documentos constitutivos del proyecto instaurado a mediados de 2014 y que a
fines de ese año arrojó la lista de 200 de los más importantes títulos de la
creación intelectual boliviana y sobre Bolivia, en diferentes áreas del conocimiento
humano, establece que para dotar a las antologías (42 de las 200 obras) de
mayor idoneidad y garantizar calidad y ecuanimidad, los antologadores
designados deben contar con el asesoramiento de un cuerpo colegiado de
especialistas en el tema específico.
Ello ocurrió en este caso y Vargas,
reconocido cuentista vallegrandino, trabajó durante un par de meses en un
constante intercambio de ideas, sugerencias y argumentos con Paz Soldán,
Cárdenas y Rivero hasta que en febrero del año pasado, según se lee en el “Acta
oficial de selección de textos”, aprobaron un índice final con “82 textos de 77
autores bolivianos o afincados en Bolivia, producidos entre fines del siglo XIX
e inicios del siglo XXI”.
A partir de este índice, y según
establece el citado reglamento, hubo levísimas variaciones. “Después de sumar y
restar las cartas y las espadas, hemos reunido a un total de 76 cuentistas y 83
cuentos: siete de los autores van con dos cuentos y el resto con uno. Hasta
mediados del siglo XX, solo se consignan cuatro cuentistas mujeres; recién a partir
de 1981, con la aparición del Taller del cuento nuevo en Santa Cruz, y de
escritoras de otras ciudades, se destacan 11 voces femeninas más. Es decir, 15
mujeres y 61 varones...”, se lee en parte del estudio introductorio de Vargas.
A la par que cronológicamente, el libro
está organizado en cinco grandes partes, según las claras tendencias temáticas
y de entorno que determinaron a los autores: Tradicionalistas, románticos,
modernistas; Realistas, naturalistas, costumbristas; Vanguardistas. La magia,
el sueño, la violencia; Entre la tradición y la modernidad: otros espacios,
nuevos lenguajes y Los contemporáneos: realismo sucio, fantástico e intimista.
Visión
¿Qué horizonte o perspectiva guio el
diseño y concepción de esta antología? La respuesta la da el propio Vargas en
un párrafo de su proyecto de trabajo: “Dar a conocer la gran riqueza y
diversidad del cuento en Bolivia, tomando en cuenta, en primer lugar, su
calidad literaria, su originalidad y su manejo adecuado del lenguaje, abarcando
las diversas épocas, escuelas literarias y tendencias y sensibilidades
artísticas. Realizar una selección de los mejores cuentos producidos por
escritores hombres y mujeres en Bolivia, desde fines del siglo XIX hasta el
presente a lo largo y ancho de todo el territorio nacional”.
¿Y qué decir de los textos elegidos? Hay
infinidad de aristas y variables a la hora de clasificarlos. Hay relatos
clásicos (El pozo), costumbristas (La Misky Simi), urbanos (Cadáveres y Cía) o inscritos en el
realismo mágico (La muerte mágica).
Hay autores paceños (René Bascopé
Aspiazu), cochabambinos (Adela Zamudio), cruceños (Enrique Kempff), orureños
(Rafael Ulises Peláez), chuquisaqueños (Raúl Teixidó), potosinos (Renato
Prada), benianos (Homero Carvalho)… en fin, de prácticamente todo el país y,
como ya se dijo, de un espectro temporal que abarca varios siglos, aunque,
claro, el grueso va desde mediados del siglo XX hasta el último lustro.
En su ensayo Páginas de buena prosa. El cuento y el mundo mutado, Mauricio
Murillo escribe: “Pese a que algunos editores y escritores dicen que se venden
más novelas y que este es el género que más interesa a los de la industria
editorial (tal vez una prueba de ello es que los premios más importantes se
otorgan a novelas), el cuento siempre ha sido un género popular, un género que
se ha leído con fruición desde todas las clases sociales. Los cuentos siempre
se publicaron en formatos masivos. (…) El cuento moderno ha formado parte,
desde que se inicia, (pensemos en Poe que tenía que responder a una extensión
específica de palabras y que todo el tiempo tuvo que imaginar cómo lograr
efecto en el lector) de la cotidianidad de la humanidad”.
Por la enorme llegada del género a los
lectores, porque gran parte de los novelistas e incluso poetas alguna vez
escribieron cuentos, y porque se trata de un género tan calificado y trascendental
como los otros, pero a la vez, de pronto, más terrenal y accesible, es que la Antología del cuento boliviano fue
incluida entre los primeros títulos a editarse en la colección de la Biblioteca
del Bicentenario de Bolivia.
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