lunes, 13 de febrero de 2017

Sombras nada más

Gonzalo Gantier, de frente y perfil



Un emotivo perfil del poeta chuquisaqueño fallecido hace algunos meses.


Gabriel Chávez Casazola

Hoy quiero saldar una deuda. El año pasado, en julio, en los mismos días en que un surmenage me hincaba el diente -obligándome, entre otras restricciones, a dejar de escribir esta columna durante algunos meses-, fallecía en Sucre, su ciudad natal, Gonzalo Gantier Gantier, poeta, ensayista y educador quien fuera el “decano” de los poetas bolivianos hasta el momento de su muerte, ya que nació en 1930, antes que Antonio Terán Cabero (1932), Juan Rodríguez Meras (1934) y Ruber Carvalho Urey (1938).
Si nos atuviéramos a la fecha de publicación de su primer libro de poesía, Juventud y canas (1995), a sus 65 años, podríamos pensar que se trató de un poeta tardío, pero estaríamos equivocados. Escribió poesía desde siempre, decía él, solo que se animó a publicarla -y encontró el sosiego para hacerlo- ya en la madurez. No era un poeta incesante, de esos que escriben a diario; sin embargo, produjo un corpus de obra considerable. Entregó años después a la imprenta otro volumen, bajo el auspicio de la Sociedad Geográfica y de Historia “Sucre” y según, me confirma su apreciado hermano, el también escritor Ramiro Gantier, ha dejado no poca poesía inédita, la cual merecería ver la luz.  
Digo esto último no solamente por un interés literario, sino también sociológico, y paso de inmediato a explicarme. Si bien la escritura de Gonzalo Gantier muestra un claro influjo lorquiano y su estro (no solo en la primera acepción del DRAE) nos recuerda el tono del romancero español, sobre este basamento formal -explicable por la formación clásica que había recibido en su familia y que le llevaba incluso a pronunciar el idioma a la usanza ibérica-, construyó un universo poético muy personal, expresado en cuatro vertientes que constantemente juegan a confundirse.
Esas vertientes son su poesía religiosa, en la que alternan las concepciones inmanente y trascendente de la divinidad; una poesía intimista, reflexiva, que se interroga sobre el estar del poeta; una poesía erótica, repleta de imágenes tan sugerentes como provocativas, audaz para su época y sus años; y una poesía social, que a veces se acerca a la que solía escribirse entre los años 60 y 80 del siglo pasado, en tanto reclamo militante sobre la injusticia; pero otras veces discurre por un cauce muy particular de crítica concreta a la sociedad de Sucre, con todas las sombras que sus luces no pueden ocultar, y hasta de autocrítica a algunos rasgos de su propia familia y entorno personal.
Para decirlo en un término caro a jesuitas y marxistas -y Gantier había abrevado con inteligencia de ambas fuentes-, su poesía, al igual que su propia personalidad, no estaba exenta de “tensiones creativas” y se enriquecía y singularizaba gracias a ellas.
Y es que mientras hablaba y escribía como un peninsular y resultaba indudable, en su vida y en su obra, la influencia -recibida desde temprana edad- de un entorno cultural nostálgico de la vieja España con sus antiguos valores y tradiciones, que no es otro que el ambiente que la sociedad sucrense más característica pudo mantener vivo hasta hace poco (y, para bien y para mal, alienta aún en nosotros, los nietos de las antiguas familias de la Ciudad Blanca), a la vez Gonzalo cobijaba en su corazón un espíritu crítico y rebelde, tan apasionado como tenaz -por cierto, alimentado en su juventud en la Universidad de Lovaina y más tarde en varias ONG donde trabajó en temas de educación para la liberación-, que lo llevaba a enfrentarse con varias facetas de sí mismo y de aquella herencia que lo signaba.
Estas tensiones creativas quedan claramente expresadas en algunos poemas suyos incluidos en sus libros, como Gantier Gantier -en el que contrapone la figura pública de su padre, el patricio Joaquín Gantier, y la discreta presencia de su madre-, pero sobre todo se manifiestan en poemas que jamás publicó, tal vez evitando lastimar ciertas sensibilidades; poemas “secretos” que, sin embargo, leía y compartía con los amigos, emocionándose ora hasta la exultación ora hasta las lágrimas.
Nunca olvidaré, por ejemplo, un poema en el que, a través de una sugestiva imagen, cuestionaba la rígida formación religiosa que había recibido en el Colegio del Sagrado Corazón de aquellos años (a mí me tocó, mucho después, la época hippie de la Compañía), y exigía a un conocido -por apocalíptico- sacerdote de aquella época, el jesuita Pérez Hitos, con fuerte clamor: “¡Devuélvame mis pajas, Padre Pérez!”. Y no lo decía en broma.
Ese hombre pasional, entretenido y optimista, aunque a la vez contemplativo, dolorido y melancólico, “católico y sentimental”, como el Marqués de Bradomín, aunque guapo, fue Gonzalo Gantier Gantier, poeta, profesor, humanista y amigo, “sentipensante” autodefinido como tal, de quien tuve el gusto de publicar, en una edición institucional, el inclasificable estudio de caso sobre su propia familia Dos ramas de un mismo tronco (Sucre: FSCC, 2004), en el que se entrelazan la sociología, la historiografía, la psicología, la genealogía y, como hilo que atraviesa a todas ellas, una cautivante capacidad narrativa.
De sí mismo escribió: “…Y lo peor de todo: soy inexplicable. / Soy, al mismo tiempo, mi padre y mi madre. / El uno me dice que nací una tarde, / buscando infinitos de luces y estrellas / casi inalcanzables. // Mi padre me exige que brille con ellas, / que busque la gloria, grabando mi nombre / con tinta imborrable.  // Mi madre, en silencio, me dice que calle”.  

Hace meses que debí haber escrito estas líneas. Ahora que lo hice, desde este valle de sonrisas, allí donde se encuentre, le mando un abrazo: estrecho y vigoroso como los que él daba. Sea hasta la vista, querido Gonzalo. 

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