Gonzalo Gantier, de frente y perfil
Un emotivo perfil del poeta chuquisaqueño fallecido hace algunos meses.
Gabriel
Chávez Casazola
Hoy
quiero saldar una deuda. El año pasado, en julio, en los mismos días en que un surmenage me hincaba el diente -obligándome,
entre otras restricciones, a dejar de escribir esta columna durante algunos
meses-, fallecía en Sucre, su ciudad natal, Gonzalo Gantier Gantier, poeta,
ensayista y educador quien fuera el “decano” de los poetas bolivianos hasta el
momento de su muerte, ya que nació en 1930, antes que Antonio Terán Cabero
(1932), Juan Rodríguez Meras (1934) y Ruber Carvalho Urey (1938).
Si
nos atuviéramos a la fecha de publicación de su primer libro de poesía, Juventud y canas (1995), a sus 65 años,
podríamos pensar que se trató de un poeta tardío, pero estaríamos equivocados.
Escribió poesía desde siempre, decía él, solo que se animó a publicarla -y
encontró el sosiego para hacerlo- ya en la madurez. No era un poeta incesante,
de esos que escriben a diario; sin embargo, produjo un corpus de obra
considerable. Entregó años después a la imprenta otro volumen, bajo el auspicio
de la Sociedad Geográfica y de Historia “Sucre” y según, me confirma su
apreciado hermano, el también escritor Ramiro Gantier, ha dejado no poca poesía
inédita, la cual merecería ver la luz.
Digo
esto último no solamente por un interés literario, sino también sociológico, y
paso de inmediato a explicarme. Si bien la escritura de Gonzalo Gantier muestra
un claro influjo lorquiano y su estro (no solo en la primera acepción del DRAE)
nos recuerda el tono del romancero español, sobre este basamento formal -explicable
por la formación clásica que había recibido en su familia y que le llevaba
incluso a pronunciar el idioma a la usanza ibérica-, construyó un universo poético
muy personal, expresado en cuatro vertientes que constantemente juegan a
confundirse.
Esas
vertientes son su poesía religiosa, en la que alternan las concepciones
inmanente y trascendente de la divinidad; una poesía intimista, reflexiva, que
se interroga sobre el estar del poeta; una poesía erótica, repleta de imágenes tan
sugerentes como provocativas, audaz para su época y sus años; y una poesía
social, que a veces se acerca a la que solía escribirse entre los años 60 y 80
del siglo pasado, en tanto reclamo militante sobre la injusticia; pero otras veces
discurre por un cauce muy particular de crítica concreta a la sociedad de
Sucre, con todas las sombras que sus luces no pueden ocultar, y hasta de
autocrítica a algunos rasgos de su propia familia y entorno personal.
Para
decirlo en un término caro a jesuitas y marxistas -y Gantier había abrevado con
inteligencia de ambas fuentes-, su poesía, al igual que su propia personalidad,
no estaba exenta de “tensiones creativas” y se enriquecía y singularizaba
gracias a ellas.
Y
es que mientras hablaba y escribía como un peninsular y resultaba indudable, en
su vida y en su obra, la influencia -recibida desde temprana edad- de un
entorno cultural nostálgico de la vieja España con sus antiguos valores y
tradiciones, que no es otro que el ambiente que la sociedad sucrense más
característica pudo mantener vivo hasta hace poco (y, para bien y para mal,
alienta aún en nosotros, los nietos de las antiguas familias de la Ciudad
Blanca), a la vez Gonzalo cobijaba en su corazón un espíritu crítico y rebelde,
tan apasionado como tenaz -por cierto, alimentado en su juventud en la
Universidad de Lovaina y más tarde en varias ONG donde trabajó en temas de
educación para la liberación-, que lo llevaba a enfrentarse con varias facetas
de sí mismo y de aquella herencia que lo signaba.
Estas
tensiones creativas quedan claramente expresadas en algunos poemas suyos
incluidos en sus libros, como Gantier
Gantier -en el que contrapone la figura pública de su padre, el patricio
Joaquín Gantier, y la discreta presencia de su madre-, pero sobre todo se
manifiestan en poemas que jamás publicó, tal vez evitando lastimar ciertas
sensibilidades; poemas “secretos” que, sin embargo, leía y compartía con los
amigos, emocionándose ora hasta la exultación ora hasta las lágrimas.
Nunca
olvidaré, por ejemplo, un poema en el que, a través de una sugestiva imagen,
cuestionaba la rígida formación religiosa que había recibido en el Colegio del
Sagrado Corazón de aquellos años (a mí me tocó, mucho después, la época hippie
de la Compañía), y exigía a un conocido -por apocalíptico- sacerdote de aquella
época, el jesuita Pérez Hitos, con fuerte clamor: “¡Devuélvame mis pajas, Padre
Pérez!”. Y no lo decía en broma.
Ese
hombre pasional, entretenido y optimista, aunque a la vez contemplativo,
dolorido y melancólico, “católico y sentimental”, como el Marqués de Bradomín,
aunque guapo, fue Gonzalo Gantier Gantier, poeta, profesor, humanista y amigo, “sentipensante”
autodefinido como tal, de quien tuve el gusto de publicar, en una edición
institucional, el inclasificable estudio de caso sobre su propia familia Dos ramas de un mismo tronco (Sucre:
FSCC, 2004), en el que se entrelazan la sociología, la historiografía, la
psicología, la genealogía y, como hilo que atraviesa a todas ellas, una
cautivante capacidad narrativa.
De
sí mismo escribió: “…Y lo peor de todo: soy
inexplicable. / Soy, al mismo tiempo, mi
padre y mi madre. / El uno me dice que nací una
tarde, / buscando infinitos de luces
y estrellas / casi inalcanzables. // Mi padre me exige que brille con ellas, / que busque
la gloria, grabando mi nombre / con tinta imborrable.
// Mi madre, en silencio, me dice que calle”.
Hace meses que debí haber escrito estas líneas. Ahora
que lo hice, desde este valle de sonrisas, allí donde se encuentre, le mando un
abrazo: estrecho y vigoroso como los que él daba. Sea hasta la vista, querido
Gonzalo.
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