La cara en la máscara
La polifacética fiesta boliviana. La cara -léase, identidad- de la sociedad reflejada como pocas veces. El rostro antes y después, con y sin, de verdad y de mentiritas… con antifaz, sin antifaz. Una lúcida mirada a la careta identitaria de y en la fiesta mayor en Bolivia.
Edwin Guzmán Ortiz
El carnaval es la fiesta que se abre al juego
complejo de las identidades, acaso por su capacidad de integrar la fe, el mito
y la historia desde la expresión popular.
Por cierto, las danzas que participan
devocionalmente en la festividad retrotraen desde el pasado imaginarios
cosmovisivos, formas particulares de culto religioso, tradiciones y
dispositivos culturales a lo largo de la historia. En el caso del Carnaval de
Oruro, desde el mito uru, pasando por la religiosidad popular católica, la
cultura minera y las formas cambiantes de la cultura occidental, que arranca
con las carnestolendas y los auto-sacramentales, se traduce un haz diverso de
manifestaciones.
De ahí es que el carnaval sea un escenario que
integra diferentes matrices culturales confrontadas desde la colonia, pero que debido
a procesos sostenidos de aculturación y al principio andino de la
complementariedad, más que negarse han sido asimiladas o, al menos, coexisten
en un curioso teatro de paradojas incluso, de formas veladas de resistencia
cultural.
La concepción cristiana del bien y el mal es
fracturada por la diablada que se prosterna y rinde culto a la Virgen; los
rituales a la víbora y las ch´allas al Tío alternan con veladas a la mama cantila.
La entrada devocional del sábado muda a carnaval, el domingo. En el fondo,
viven conjugándose diferentes fermentos éticos: la pasión religiosa de la
fiesta, el latido comunitario y su correlato hedónico: el desborde, el exceso,
el libertinaje, en suma el carnaval.
El carnaval dinamita las coordenadas de una
identidad monolítica. Identidad que habita silenciosamente en el imaginario del
orureño y que venciendo la rutina cotidiana explota en una gama incontenible de
símbolos, lenguajes y expresiones que llevan la marca del abigarramiento. Suele
ilustrarse esta condición con la vivencia aparentemente paradojal del minero
que en interior mina ch´alla al Tío, saliendo de la mina rinde culto a la
Virgen del Socavón, y a la vuelta de la esquina se torna militante revolucionario
en el sindicato. Los jalones de la historia se expresan en danzas que los
explicitan, el carnaval es el testimonio de una historia compleja que no ha
terminado de resolverse.
Detrás de credos, ritos, imaginarios y danzas se
hallan seres de carne y hueso. Junto a su condición social y su nombre se halla
algo más profundo: un rostro. La pertenencia social y el nombre vienen de
afuera. El rostro es el espacio de la singularidad, la zona que permite la
identificación personal; en él no solo se manifiesta los rasgos distintivos que
lo particularizan, sino que además es el epicentro de las emociones y del espíritu
que lo anima. Es la parte más intensa de la identidad corporal. Sin embargo, el
rostro durante el carnaval segrega otro rostro a través de la máscara. Caretas,
máscaras, antifaces y maquillajes tienden un velo mágico sobre esa cara
multitudinaria y polivalente del pueblo.
Las primeras danzas de las que se tiene referencia
histórica y testimonio iconográfico -al menos en la memoria corta del carnaval
de Oruro- emergen de sus protagonistas originales: mineros, gremios de
artesanos, cocanis, veleros, matarifes. El rostro moreno del pueblo se encareta
de diablo, moreno, ángel, oso, wititi, wapuri, cóndor, ch´uta. Poco sabemos de
la proyección simbólica e histórica de la conciencia popular que busca ser
otra, precisamente por ser ella misma, por no permitir ser otra.
Si el rostro es el espacio de la singularidad, ¿qué
significado tiene la máscara? ¿Lo oculta, lo revela, lo transmuta, lo
reemplaza? Acaso es la proyección simbólica de las deidades andinas y de los mitos
que pese al tiempo todavía continúan vivos en el imaginario colectivo; acaso
sea ese otro rostro profundo que subyace en el imaginario de un pueblo colonizado:
la escolástica medieval preñada de demonologías y angeologías, la memoria de la
explotación colonial de los negros traídos del África. El pulso inmarcesible de
las deidades nativas: el tata inti, la phaxsi mama, los supayas, wari, los
apus, pacha.
¿La máscara de la fiesta patronal no esconde acaso
la cara de la anata andina y la fecundidad del jallu pacha? ¿La Virgen del
Socavón no será la máscara mestiza de la Virgen de la Candelaria traída de
España? En su más profundo substrato, ¿no tiene la Virgen morena un poco de la
mamapacha (la wirgin mama)? Se dice que el templo enmascara una huaca andina,
como la misma Candelaria al ídolo de Copacabana. El tiempo trabaja máscaras
sobre máscaras, nombres sobre nombres, deseos sobre deseos, extravío sobre
extravíos.
De pronto lo singular, a través de la careta, se
torna colectivo. Ya no es Juan el abogado, Marcelino el comerciante, Fernando
el empresario, Carla la universitaria, Fermín el minero… son las caretas de
diablos, las máscaras de morenos, los wititis encaretados que han decidido
asumir otra historia, que han decidido reencontrase con un pedazo de verdad que
late en el tiempo y que se la dice bailando, cantando, orando, que se la dice
libando y volteando las razones del sistema.
Fuera de la máscara, el rostro desnudo del danzante
sufre una mutación de la gestualidad facial. El rostro del potolo, del awatiri,
del khantu, dimite de su comportamiento cotidiano y convencionalmente
gestionado, para dar pábulo a otro rostro, enfebrecido, vociferante,
apasionado, excesivo y liminal. Un rostro que acompaña la tesitura de la danza.
En el templo, ante la Virgen, como todos los rostros, termina jadeante,
ensimismado y sollozante.
Detrás de la máscara, ese rostro que soporta la fe,
la pasión de la danza, el cansancio, se revela anhelante y desconocido. Más
bien, es otra manera de reconocerse, de escucharse: gesticulante, vociferante, farfullante,
bañado en sudor, agigantado en medio de un monólogo delirante. “Entre la cara y
la careta hay una jeta de distancia”, rezaba un viejo poema, a propósito de la
morenada.
Aunque la máscara busca uniformar, también trabaja
las diferencias, los roles dentro la danza, las identidades grupales. La careta
de satanás frente a la careta del ángel, la máscara de la china supay frente el
antifaz de la diablesa. El maquillaje drag-queen
frente el rostro modulado de las figuras.
Las máscaras han ido mudando en el tiempo. Las
antiguas caretas de los morenos permitían reconocer las facciones y el rictus
del negro, como aquella de 1875, custodiada en el museo Eduardo López Rivas. Las
actuales, barrocas y portentosas, han terminado sobreenmascarando la careta. Incluso
hoy, hipertrofiadas y tecnologizadas, como en las diabladas, se visten de luces
e inundan la escena de candentes llamaradas y voluptuosa pirotecnia. El
desarrollo de la máscara de carnaval en el tiempo además de un reconocido arte
de artesanos, es a su vez producto del imaginario y las modas de los danzarines
que las demandan. El gusto de clase incide sobre las artes del artesano; entre
lo particular, la serie y la obra de arte se desplaza la careta al futuro.
La cara detrás de la máscara ya no es la misma. Es otra,
urbana, moderna, fatigada por la publicidad y el consumo. Sin embargo la
máscara permanece y no deja de cubrirnos el rostro para continuar
preguntándonos quiénes somos.
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