A la caza de lugares comunes
En el baño, en las salas de espera; en la mejor novela o con la revista religiosa… El autor desafía a recolectar esas muletillas tan difíciles de evitar, que afean cualquier texto.
Ramón Rocha Monroy (El Ojo de Vidrio) / Escritor
Un libro imperdible, aunque a mí se me perdió, es Exégesis
de lugares comunes, de León Bloy; pero debo a la conjunción de la biblioteca
complutense y el amor de mi hija Raquelita la copia que rescaté del libro de
Bloy aunque esté en francés. De modo que alguito podré hablar de él.
El filósofo católico parte de una hipótesis: si decir
lugares comunes fuera delito, un silencio minucioso se abatiría sobre el
planeta. Bloy pone el oído crítico en la burguesía del siglo XIX, esa middle class portadora del sentido
común, construido con fragmentos de las grandes filosofías a tal punto que uno
no sabe cuándo está repitiendo una enormidad que a Aristóteles o a Santo Tomás
le costaron buenos desvelos.
Es un verdadero diccionario de lugares comunes tan rico en
sugestiones como el famoso Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce.
Un lugar común es como la parte más trajinada de una
alfombra, como el sendero que abre el paso de la gente en una pradera; en un
texto, el lugar común es identificable por el uso excesivo que hacen diversos
redactores de ciertas frases, giros, muletillas. El oficio de escritor es
también el de cazador de lugares comunes. Hay que acabar con ellos.
La caza de lugares comunes es un deporte literario muy
divertido. Uno aprende a valorar los libros de autoayuda, las pildoritas de
filosofía barata de Paulo Coelho, los volúmenes de metafísica en cuatro
lecciones, los manuales de marketing, los que se postulan como puertas al
éxito, pero también las columnas de prensa diarias, los ensayos, los memoriales
de abogados, los discursos cívicos, las novelas, los libros de poesía, los
cuentos… Y, muy en particular, las improvisaciones de los animadores de
televisión y de los locutores de radio.
Puede decirse que el lugar común es pato de toda laguna y
suele frecuentar los inicios de párrafos con fórmulas hace tiempo desprovistas
de sentido tales como: ahora bien, ello no obstante, a mayor abundamiento, por
consiguiente, en verdad, sin duda alguna, no hallo palabras para decir…
Una subespecie muy apreciada por los cazadores de este nuevo
género son los adverbios: evidentemente, definitivamente… León Bloy apunta un
sello de identidad de los lugares comunes: la tendencia a decir absolutos, tal
el caso de “definitivamente”, en una existencia en la cual uno duda si la
muerte, con ser la muerte, sea definitiva.
(Esta es una anécdota de mi finado amigo Armando Antezana
Palacios, el Gordo Ja Ja, que al recibir la noticia de la muerte de alguien
preguntaba: “¿Ha muerto? ¿Así, definitivamente?” Uno podía contestarle: “Sí,
porque no ha dado más señales de vida”, y él retrucaba: “así nomás es.
Últimamente se está muriendo gente que antes no se moría”). ¡Grandes lugares
comunes dichos con humor! Y gran sorpresa la mía al leer una respuesta seria y
profunda de Borges cuando le preguntan sobre cómo se imagina el más allá de la
muerte y señala su aspiración postrera: “Yo quisiera morir, pero
definitivamente”.
La caza de lugares comunes puede volver amena la espera del
dentista, de la consulta médica, de la cola para obtener visa a Europa, del
tiempo que falta para el inicio de un espectáculo. Y para ello basta cualquier
texto, desde un boletín de una secta religiosa hasta la novela de moda.
Identificar lugares comunes ayuda a ser más exigente y más
creativo en la expresión no sólo literaria sino cotidiana, callejera. Ayuda a
buscar “la palabra precisa y la sonrisa perfecta”, como quiere Silvio
Rodríguez, en lugar del rutinario y consabido wow, qué de la piut, qué súper o
la expresión gringa “fáquin”, que ha contaminado todos los guiones del cine de
Hollywood.
Porque no hay película gringa que no contenga, en labios
masculinos y femeninos de todas las edades expresiones como: “invítame un
fáquin cigarro, fácyu (de ida) y facyú (de vuelta), nos vemos el fáquin
viernes, bésame el fáquinass”; o en las películas y canciones mexicanas: “buena
la pinche méndiga vieja, híjole qué padre, a toda madre, qué chido, pinche
güey…”. Esta última expresión, güey, ¡la usan hasta las chicas hablando entre
ellas!
Literatura vs. lugares comunes
Una de las diferencias más importantes entre el lenguaje
común y la literatura es, precisamente, la renuncia a los lugares comunes y a
los tópicos que transmiten una visión adocenada y simplista de las relaciones
entre los seres humanos.
Tiene un valor pedagógico para el lector porque influye en
su conciencia generándole una ética de libertad de pensamiento, que comienza
por liberarse de los lugares comunes.
Cada idioma es una concepción del mundo, y cada expresión es
un fragmento de esa concepción. Por eso se llama “sentido común”. Hay
fragmentos de las filosofías más importantes en el habla cotidiana que impiden
cambiar la concepción del mundo.
Un ama de casa que dice “ningún extremo es bueno”, no se da
cuenta de la enormidad que está diciendo, pues repite la vieja concepción del
“aurea mediocritas” de la filosofía grecorromana, y aun la de Confucio, de
muchos siglos antes.
Cazar lugares comunes es, por tanto, contribuir al cambio de
mentalidad de los lectores. Es recoger los usos de la calle para ponerlos en
evidencia y desmontarlos ya sea descubriendo su origen o la fragilidad de su
significado.
Las obras de Borges, Leopoldo Marechal, Julio Cortázar,
Gabriel García Márquez son páginas impecables en principio porque han sido
purgadas de lugares comunes a través de la ironía, el humor o simplemente el buen
humor con que han sido escritas.
Los lugares comunes son históricos. Cada época estrena los
suyos. Las ciencias sociales tienen la culpa de muchos. Un buen trabajo de
tesis podría ser explorar en los medios de cada época la presencia de
determinados conceptos como el de “desarrollo”, “marco de referencia”,
“coherencia”…
Los lugares comunes son históricos y a veces envejecen al
punto de volver a tornarse novedosos. Es el caso del Diccionario de lugares
comunes de Gustave Flaubert, que ahora tienen un valor anecdótico.
James Joyce, en su Ulises, se inspiró en Flaubert para hacer
un largo recuento de lugares comunes en la lengua inglesa. Pero quizá la obra
más interesante y más actual sea Exégesis de lugares comunes de León Bloy, un
libro imperdible.
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