Un día triunfal
Juan Pablo Piñeiro, el “Piñas”, debuta en su columna mensual con un bello texto que remite al incomparable Fernando Pessoa.
Juan
Pablo Piñeiro
Una
cosa es hacerse dictar algo al oído con un espíritu y otra muy distinta es
tener un día triunfal. Con esto no quiero decir que lo que tenga que decir
cualquier espíritu sea poca cosa, aunque
a veces, hay que aceptarlo, lo que les gusta a varios de nuestros amigos
invisibles es chacotear un poco y pueden llegar incluso al extremo de gastarnos
una broma. Más les vale.
En
cambio un día triunfal puede ver la luz solamente si ha sido gestado en la oscuridad durante un
tiempo que excede a los días, a los años o a los siglos o que, paradójicamente,
incluso puede llegar a ser de mayor
brevedad.
Si
el tiempo es algo desconocido y relativo en nuestro mundo, cómo serán los
tiempos de otros confines. Esos mundos que crepitan en otros hornos, con otros
compases y que otras conciencias lo perciben sin entenderlo. Nadie sabe dónde
brota un día triunfal, lo importante es que viene de otro sistema tan
diametralmente opuesto a este, que tranquilamente puede llegar a ser el mismo. Finalmente
por algo dicen que no se sabe cuánto mide el universo pero se puede afirmar con
certeza que la parte más grande es del mismo tamaño que la más pequeña.
Bueno,
el 8 de marzo pasado se cumplió lo que podríamos llamar a la manera de Jaime
Saenz, el centenario de una visión. Hace un siglo un poeta solitario de 26 años
estaba parado frente a su cómoda escribiendo sin pausa una de las mayores obras
de poesía de occidente.
En
realidad no sólo fue una, fueron tres: la Oda triunfal de Alvaro de Campos, los
Poemas Oblicuos de Fernando Pessoa y el Guardador de rebaños de Alberto caeiro.
Todo de un tirón, como si nada.
Años
más tarde Fernando Pessoa revelaría a su
amigo Adolfo Caisas Monteiro, mediante carta, el origen de estos consagrados
poetas: “Un día en el que finalmente me había dado por vencido -fue el 8 de
marzo de 1914- me acerqué a una cómoda alta y, tomando un manojo de papeles,
comencé a escribir de pie, como escribo siempre que puedo. Escribí más de 30
poemas seguidos, en una especie de éxtasis cuya naturaleza no conseguiría
definir. Fue el día triunfal de mi vida, y nunca podré tener otro igual”.
Para
los que no conocen a Fernando Pessoa habría que contarles que nació en Lisboa
en 1888 y que llevó una vida discreta y solitaria, trabajando la mayor parte
del tiempo como traductor de correspondencia comercial. Por algo Octavio Paz
dijo que “nada en su vida es sorprendente, nada excepto sus poemas”.
Y
tenía razón, sus poemas son extraordinarios, especialmente por la invención
estética de los heterónimos. En otras palabras Pessoa escribió bajo diferentes
nombres (más de 72), siendo los más importantes Alvaro de Campos, Ricardo Reis,
Alberto Caeiro, Bernardo Soares y el mismo Fernando Pessoa.
Si
solamente hubiera utilizado esos nombres para escribir, se podría haber dicho
que se trataba de pseudónimos. Pero no, lo maravilloso fue que cada uno de
estos poetas tenía una escritura propia, la cual muchas veces incluso se
contradecía con la de otros poetas de su creación.
Por
eso para definir mejor a todos estos sujetos utiliza la palabra heterónimo,
complejizando a fondo el concepto de ficción. En su poema autopsicografía se
puede leer lo siguiente: “El poeta es un fingidor/que llega a fingir tan
completamente/ que finge que es dolor/ el dolor que en verdad siente”.
Tuve
la suerte de conocer a Fernando Pessoa en la universidad a través de un curso
monográfico sobre su poesía dictado por mi querido maestro Jesús Urzagasti. No
creo que haya mejor forma de conocerlo.
A
Jesús naturalmente le encantaba toda la obra del lisboeta, pero había un poema
del Guardador de rebaños de Alberto Caeiro, que tocaba sus fibras más
profundas. Ese poema comienza diciendo lo siguiente: “El Tajo es más bello que
el río que corre por mi aldea/ pero el Tajo no es más bello que el río que
corre por mi aldea/ porque el Tajo no es el río que corre por mi aldea”. Por
algo será que le gustaba tanto este poema, quizás porque en el fondo plasmaba
su propia apuesta literaria, escribir desde nuestra aldea, escribir desde
nuestro país.
El
día triunfal de Pessoa ha cumplido un siglo y en Lisboa se ha organizado la
semana pasada un encuentro de escritores en honor al centenario de este éxtasis
creativo, en el cual el poeta no solamente escribió la parte más importante de
su obra en una jornada, sino que además lo hizo de pie. Quizás porque para
recibir en su casa a espíritus de la envergadura de Caeiro, debía hacerlo con
toda la solemnidad del caso, firme y dispuesto a los dictados del otro mundo.
Por
eso es tan sugerente aquella foto suya en la que aparece bebiendo solo, y
también de pie, en la vinatería de Alberto Ferreira. Esa foto se la dedicaría a
Ophelia Quiróz con la siguiente leyenda: “Fernando Pessoa, en flagrante
delito”.
El
día triunfal de Pessoa es también un flagrante delito porque pone de cabeza los
preceptos más importantes de la creación literaria, en especial la existencia
de un autor. ¿Cómo es posible que se pueda escribir en una sola jornada
semejante obra?
Lo
más llamativo es que dos años antes nacía la primera novela corta del mayor
narrador europeo del siglo XX, Franz Kafka. La
condena fue escrita en 8 horas la noche del 22 de septiembre de 1912. Fue
una noche triunfal. Una novela en una noche. Pessoa y Kafka, tienen mucho más
en común: ambos fueron discretos funcionarios públicos que se dedicaban a la
literatura en la noche, ambos publicaron poco en vida y ambos dejaron una obra
que todavía no se ha desentrañado por completo. Maravilla de maravillas.
Actualmente
la crítica literaria especializada, incapaz de entender estos fenómenos, afirma
que el día triunfal de Pessoa es una más de sus invenciones. Argumentan que
existen pruebas de que esos poemas fueron escritos a lo largo de los años y no
en un día como contó el propio creador. Para ellos decir que todo fue recibido
seguramente es quitarle valor al trabajo del autor. Cuando sería más fácil
entender que dicha obra fue trabajada durante años pero que nació en un día al
dictado de espíritus que como en Muerte por el tacto de Jaime Saenz podrían decir
lo siguiente: “Yo me quedo en ti porque así es mágico y porque basta un
instante para confirmarme por el tacto”.
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