sábado, 27 de febrero de 2016

Lector al sol

Simulacro


Una cartografía, una abstracción del realismo y sus máscaras. Las diferentes y difusas categorías entre lo real y lo no real (¿lo ficticio?).



Sebastián Antezana

Para hablar sobre el simulacro tendríamos que empezar revisando un muy pequeño cuento de Borges. Un cuento en realidad de un solo párrafo llamado Del rigor en la ciencia:

“En aquel imperio, el arte de la cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una ciudad, y el mapa del imperio, toda una provincia. Con el tiempo, estos mapas desmesurados no satisficieron y los colegios de cartógrafos levantaron un mapa del imperio, que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y los inviernos. En los desiertos del oeste perduran despedazadas ruinas del mapa, habitadas por animales y por mendigos; en todo el país no hay otra reliquia de las disciplinas geográficas. Suárez Miranda: Viajes de varones prudentes, libro cuarto, cap. XLV, Lérida, 1658”.

A partir de la lectura de este breve texto, el pensador francés Jean Baudrillard, en su famoso tratado Simulacro y simulación, estudia y profundiza la propuesta de Borges -es decir las tensas relaciones existentes entre realidad, representación, sociedad y símbolo- y explicita su dilema. Según Baudrillard, nuestro tiempo aparentemente ha permitido un proceso de suplantación de la realidad y de los significados por meros símbolos, y ha hecho de la experiencia -la suma de circunstancias y hechos que literalmente hacen a cada persona- una simulación.
Pero la cosa va más allá. El simulacro no es solo una suplantación de la realidad, no está basado en la realidad y ni siquiera oculta una realidad. El simulacro oculta el que la realidad, en cualquiera de sus formas, sea irrelevante y define los modos en que la encaramos. O, como indica el propio Baudrillard, “la transición de un paradigma compuesto por símbolos que disimulan algo a otro compuesto por símbolos que disimulan que no hay nada, marca un punto de quiebre decisivo. El primer paradigma implica una teología de la verdad y el secreto (al que todavía pertenece la noción de ideología) y el segundo inaugura la era del simulacro y la simulación, en la que ya no hay dioses ni juicios que separan lo verdadero de lo falso, lo real de su resurrección artificial”-.
Para hacer esta figura -el simulacro y el proceso de la simulación- más clara, Baudrillard lee con detenimiento el pequeño relato borgeano. Eso porque, a la clásica manera de Borges, nos habla de mucho más de lo que dice y resulta esclarecedor como figura alegórica. Así, el cuento en el que los cartógrafos del imperio diseñan un mapa tan detallado y minucioso que llega a ocupar el mismo espacio físico que el territorio es una fábula que muestra cómo es imposible distinguir los conceptos mismos de mapa y territorio, dado que se ha borrado la diferencia que solía existir entre ellos. En esa línea, el simulacro, mediante ese discreto encanto que lo caracteriza -esa belleza abstracta que es la misma que tienen pedazos ruinosos de un mapa que asoman aquí y allá en mitad de un desierto-, deja de ser copia y pasa, primero, a confundirse con lo real y luego incluso a precederlo.     
En esta luz, el simulacro es un sistema de relaciones que, según la metáfora de Borges, engendra un mapa -una copia, una representación, un modelo virtual- por encima del territorio real. Y al hacerlo no solo se confunde con lo real y se vuelve inseparable de la realidad, sino que incluso llega a anticiparla, a generarla. Al referirse al mínimo y brillante cuento de Borges, Baudrillard indica que de la misma forma en que el mapa termina precediendo el territorio geográfico -“son las ruinas de lo real, del territorio, las que se exhiben y subsisten aquí y allá a lo largo del mapa, en los desiertos que ya no son los del imperio”-, en la sociedad contemporánea la copia simulada precede al objeto original. 
Es claro, podemos verlo nosotros mismos. Conocemos a los territorios y los países a través de sus mapas y demás reproducciones, comprobamos que los hechos ocurren porque los vemos representados en imágenes o textos. La cosa es incluso más radical. En estos días, creemos que una persona -alguien a quien incluso llamamos amigo- existe porque tenemos con ella un vínculo virtual a través de internet. Sabemos que una cosa es real cuando se instala, incluso imaginariamente, en la conciencia colectiva, cuando el simulacro la define como original, como real. Pero se trata solo de un simulacro. Y el simulacro se trata de una verdad.
El mapa ese lenguaje, ese instrumento ideológico, la copia, la reproducción, la representación ya no son más abstracciones. Son la cosa misma. El proceso de simulación ya no tiene como objetivo suplantar a los objetos, las entidades o las sustancias, eso que claramente no existe y que algunos denominan esencia. El simulacro no puede separarse del original y en varios casos incluso lo precede y, así, lo define. La simulación es la generación de modelos de relación que no tienen un origen específico o una realidad a partir de la cual se proyectan. Es la gestación de un sistema de signos y señales que valen en cuando no conducen a nada más que a otros signos y señales, y nunca a algo que late detrás, un orden, un principio generador original.

Al principio hay solo una cara. Después se descubre que esa cara, ese rostro, en realidad es una máscara. Finalmente se revela que detrás de esa máscara no hay nada. Una referencia sin referente. Que lleva solo a otra referencia. En una cadena sin límites. 

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