lunes, 15 de febrero de 2016

Lector al sol

La mirada vertical


Un acercamiento a la esencia poética del argentino Roberto Juarroz, a partir de un aspecto del primer poema de su primer libro.



Sebastián Antezana

Quizás no sea exagerado afirmar que Roberto Juarroz (Argentina, 1925-1995) es uno de los mayores poetas en lengua española. El también ensayista y bibliotecólogo tiene una obra poética extensa, esclarecedora y apasionante, que se divide en 14 volúmenes que llevan todos el mismo título, Poesía  vertical -Poesía vertical, su primer libro, apareció en 1958, y Decimocuarta Poesía vertical, en 1997, de forma póstuma-.
Nexo en el que confluyen influencias múltiples y dispares, desde el budismo zen, pasando por el romanticismo alemán, hasta llegar a los aforismos de Antonio Porchia, la obra de Juarroz es, todavía, una veta muy rica aunque poco explorada por el público lector. En palabras de Cortázar, su poesía es “de lo más alto y de lo más hondo (lo uno por lo otro, claro) que se ha escrito en español”.
No quiero detenerme en este breve artículo en dar un esbozo de una obra magnífica e inagotable, sería en vano. Quisiera, en cambio, detenerme en un lugar lejano en el tiempo y absolutamente inicial: en concreto, el primer poema del primer libro de Juarroz. Y preferiría, además, detenerme en solo un aspecto de ese primer poema, la mirada, figura fundamental que expresa de forma sintética la intensidad de este lenguaje vertical:

Una red de mirada
mantiene unido al mundo,
no lo deja caerse.
Y aunque yo no sepa qué pasa con los ciegos,
mis ojos van a poyarse en una espalda
que puede ser de dios.
Sin embargo,
ellos buscan otra red, otro hijo,
que anda cerrando ojos con un traje prestado
y descuelga una lluvia ya sin suelo ni cielo.
Mis ojos buscan eso
que nos hace sacarnos los zapatos
para ver si hay algo más sosteniéndonos debajo
o inventar un pájaro
para averiguar si existe el aire
o crear un mundo
para saber si hay dios
o ponernos el sombrero
para comprobar que existimos.

Gesto iniciático, la poesía de Juarroz se inaugura con, y como, una mirada. Una mirada que es una red, es decir, una trama, un tejido, un texto que abarca al mundo. Además, esta mirada es una visión, no en el sentido de un arrebato místico sino más bien de una visión verbal.
La poesía de Juarroz es aquel lenguaje que se inaugura como una transmutación o un desplazamiento: transfiere a la palabra el rango de una óptica, hace que el lenguaje vea y, al mismo tiempo, que las imágenes hablen o, mejor dicho, que las imágenes, ese conjunto universal de imágenes que es la visión, hable. Así, esa visión, fuera del obvio acto de ver, es también una visión en el sentido más profundo de la palabra, es decir, una visión que tiene que ver con la experiencia del visionario y, más acertado aún, con la experiencia del vidente.
El vidente, aquel que ve pero que además reivindica su visión como un gesto que no se queda en la mera descripción o captación de lo visto, sino que hace de esa visión un acto de creación. Es decir, y a final de cuentas, un acto de escritura -una escritura que, como indica el propio Juarroz en otro poema, es “una escritura/, que se pueda leer bajo el sol o la lluvia/ (…) Una escritura que resista/, la intemperie total”-.
La mirada poética relacionada con la experiencia del vidente tiene resonancias en otros ámbitos. Mirar en esta poesía es un acto que al mismo tiempo reconoce lo perceptible y reconoce un más allá de lo perceptible -la espalda de dios-. Así, sugerente de un más allá, la mirada se transforma en escritura para poder acceder a aquello no cifrado sino sugerido al revés de las cosas, adopta el carácter múltiple del lenguaje para adaptarse a los rigores de un otro lado que el rango de una mirada ocular no es capaz de asimilar.
Y entonces, esa mirada que ve y esa  mirada que no ve -“Ya que a veces no ver / es el único ver”-, aunadas en el mismo giro de la rueca, componen un modo de pensar capaz de conmovernos. La cruzada de Juarroz tiene que ver con ganar para la visión un lugar privilegiado, con una reconquista del origen, con ejercer la mirada por su capacidad creadora y ya no solo por su capacidad perceptiva.
Como afirma Blanchot en Las dos versiones de lo imaginario, las imágenes tienden a hacernos recuperar idealmente la imagen de lo mirado -un objeto o ser cualquiera- y al mismo tiempo a hacer efectiva la ausencia que encierran. La imagen, ese neutro pasivo del que obtenemos cierta información necesariamente falseada, es eminentemente eso, una pasividad, una neutralidad que sin embargo se reafirma en la construcción de algo distinto a lo visto.
En otras palabras: la imagen de un objeto o un ser no es nunca la esencia de ese objeto o ese ser. La imagen es acaso un sobrante de la verdadera naturaleza de lo visto, aquello que nos es dado como perceptible, pero nunca lo visto en sí mismo. Las imágenes no se nos entregan como el sentido último de los objetos que vemos, y tal vez ni siquiera nos muestran realmente aquello visto, sino algo modificado y añejo por la distancia entre el objeto y su observador.
¿Qué tenemos, entonces, a fin de cuentas? ¿Qué es aquello que se ve si realmente su imagen no lo entrega como verdaderamente es? Blanchot afirma que el falseo o error de las imágenes con respecto al sentido de los objetos es esencialmente positivo, puesto que expresa “la verdad de la comprensión, que consiste en no comprender nunca definitivamente”. Nunca podremos realmente “ver” los objetos, puesto que a medio camino entre el ojo que observa y el objeto observado se encuentra la imagen, ese pantalleo fantasma. Entonces, ¿qué queda por hacer? Es aquí donde la poesía de Juarroz toma las riendas: frente a la esencial imposibilidad de ver, ¡créese!

Refiriéndose a la poesía y a la mirada, Harold Bloom afirma que, según William Blake, nos convertimos en lo que vemos y que según Emily Dickinson solo podemos ver lo que somos. Siguiendo la misma lógica, según Juarroz solo podemos ver lo que creamos. Se trata de eso. La mirada poética de Juarroz no depende ya de las imágenes y ni siquiera de los objetos y los observadores. Antes subordinada al rigor fantasma de la imagen, la mirada vertical -inventiva, irrestricta- crea lo visto al ver.         

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