sábado, 27 de febrero de 2016

Patio interior

Quiebre


Aunque no sin mucho pesar, como se verá, el autor deja de a poco la música y se interna en otros momentos/detalles de la presencia de lo poético.



Juan Cristóbal Mac Lean E. 

La deriva musical que habíamos ido siguiendo en las anteriores entregas tampoco debiera, a la hora de la verdad, prolongarse demasiado, pues ello amenaza con hacernos perder de vista nuestro tema esencial, resumido en lo que la poesía comprende y en las forma de comprenderla a ella misma.
La misma palabra comprensión, en este contexto, queda puesta en suspenso. Pero eso es para más tarde… Dejaremos pues a Schopenhauer en relación a la música y, con cierto pesar, ya no seguiremos las extraordinarias secuelas que venían: Nietzsche y la música, su tirante relación con Wagner, con el mismo Schopenhauer…
Y si habíamos atendido a la música, recordémoslo, era partiendo de la vecindad, casi física, que esta tenía con los grandes poetas y escritores del romanticismo alemán. Si éste desarrolló el absoluto literario, como lo llaman Nancy/Lacoue-Labarthe, parecería que, también, lo que tomó lugar entonces, en otros cuartos pero en el mismo ámbito, era a su manera un absoluto musical.
Y es en relación con algo así como un absoluto musical, en efecto, que Schopenhauer escribió sus tan hermosas páginas sobre la música. Pero, de haber insistido con el tema de la música, inevitablemente hubiéramos tenido que confrontarnos, aún frente a tan bellas y viejas páginas, con el hecho de la des-composición de la música que tiene lugar en nuestros tiempos, entendiendo la palabra descomposición, también, como malestar. Ya se trate de la suerte de la música clásica-contemporánea, de la música de masas o de su torturante omnipresencia y perpetua agresión.  
Y hubiéramos tenido que acercarnos, entonces, a esa verdadera cumbre de la reflexión sobre la música que es el libro llamado, justamente, El odio a la música, del también intérprete (de viola) Pascal Quignard -que escribió sobre música en otros libros. En un tratado cuyos diferentes capítulos, como otros pequeños tratados a su vez, le confieren un aspecto caleidoscópico, Quignard se remonta al solo hecho de oír, escuchar, a sus etimologías y sus orígenes en la misma vida amniótica (en la placenta materna), antes de entrar en la vida atmosférica y todo ello en relación, muchas veces, con el poder del mando y el estruendo. El sonido y la noche, el canto de las sirenas, pero también el uso de la música en los campos de concentración. En uno de varios momentos de reconciliación con lo decisivo de la música, se leen y escriben cosas que uno no quisiera olvidar: “Plotino, Enéadas V,8,30./ Plotino dice que ‘la música sensible es engendrada por una música anterior a lo sensible’. La música está ligada al más allá.”[1]  
Sin embargo, en ningún momento se pierde el hilo en su aspecto más difícil y que se trueca en el odio a la música en sus momentos menos soportables, incluso dañinos. En este mundo de la música desencantada se arriesga a perder lo que  mejor ella era capaz de darnos: “La música multiplicada al infinito, al igual que la pintura reproducida en los libros, las revistas, las tarjetas postales, las películas, los CD-ROM, fue arrancada de su unicidad. Al haber sido arrancada de su unicidad, fue arrancada de su realidad. Y al hacerlo, se despojó de su verdad. Su multiplicación la privó de su aparición. Y al privarla de su aparición, la privó de la fascinación originaria, de la belleza”.
Y este panorama verdaderamente desolador para la música, ¿se da también en el campo del lenguaje, es decir de la palabra, por ende de la poesía? Sin duda. La historia de las crisis y erosiones del lenguaje, a su vez, es también la historia de la literatura, mientras, ahora mismo, estamos viviendo, de forma muy inquietante, nuevas relaciones o modos de relacionarse con el lenguaje. Caso de ejemplo, en este sentido: ¿qué es textear? En todo caso, el problema, si lo hubiera, de las respuestas de la poesía ante estas situaciones es uno que no vamos a tocar de momento, abocados como procurábamos estarlo, aún a definir, intuir o entender el lugar mismo lugar de la poesía, sus posibilidades de decir hoy cuanto le plazca, en una forma tan absolutamente libre, rayana a veces con el sinsentido, capaz del soneto o cualquier libertad emprendida. En los orígenes de tal talante, lo habíamos visto, está el romanticismo, el alemán, el de Jena, en unos pocos años del antepasado siglo.
Ahora bien, vecino a figuras como las de Kant, Fichte, Schelling, ese romanticismo es, sin duda, una cumbre de Occidente, y aun esencialmente occidental, propiamente occidental. Y si bien formó, hasta hoy, lo que son las artes en occidente y el resto del mundo, no es menos cierto que además hubo centenares de otras manifestaciones, tan valiosas pero sin registro.
En el caso de la poesía, que es la que nos ocupa, el campo se reduce justamente al de la poesía escrita, es decir la poesía de culturas con escritura. En las culturas ágrafas o sin escritura, la canción, la poesía oral, sin duda habrán tomado sus propias formas y ocupado particularmente a sus declamadores, a sus oyentes. En todo caso, si después de habernos sumergido algo en ese nudo íntimo de occidente que fue el romanticismo, y quisiéramos ver otras tradiciones o formas de tratar el hecho poético, donde se dirige la mirada, inmediatamente, es por supuesto al Oriente.
La china y la japonesa, como bien se sabe, son otras dos grandes tradiciones poéticas. Muy antiguas y poderosas, con su propia retórica y sus bibliotecas, escuelas, sus miríadas de formas y de cánones, también sus críticos. Y el hecho de que sean casi unas antípodas geográficas del occidente se extiende aún más lejos, pues antípodas pueden ser, pero no solo geográficas.
Cuando el gran jesuita italiano Mateo Ricci quería comunicarse con los chinos hacia fines del siglo XVI, cuenta Pietro Cittati que “si quería dar a entender la diferencia entre el Ser y el fenómeno, el idioma chino no le ofrecía los equivalentes lingüísticos adecuados”[2]. Las palabras ser y fenómeno, recordemos, pertenecen al vocabulario esencial de la filosofía occidental.
Aparte de otros libros, en lo que viene seguiremos sobre todo ese ejemplar totalmente maravilloso que es el de François Cheng, L’ecriture poétique chinoise. (Editions du Seuil, 1996). Ya debe haber traducción castellana, y a quien la pueda conseguir o encargar, le recomiendo vivamente que lo haga.
Y, como el mismo título del libro ya lo indica, la poesía china es totalmente inseparable de su propia escritura, del trazado del ideograma, del carácter. ¿Por qué es así? A ver eso nos dedicaremos en las siguientes.



[1] Pascal Quignard, El odio a la música, El cuenco de plata, Bs. Aires 2012. Pags. 135 y 163 para las dos citas.
[2] Pag. 164 en la deslumbrante sección dedicada a la China en Pietro Cittati, La luz de la noche. Los grandes mitos en la historia del mundo. Seix Barral, Barcelona, 1977. 

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