sábado, 27 de febrero de 2016

Letra sincrónica

La distinción en el vestir

Cada detalle refleja a una persona. En el caso de los escritores, ¿cuánto nos dice su modo de vestir de su impronta y de su escritura?

 
Arturo Borda (Foto: La Mariposa Mundial 22)
Alan Castro Riveros 

El otro día, en una ch´alla, una amiga de cuidadoso vestir comentaba su preocupación en torno al triste ajuar con el que los “artistas bolivianos” trajinan por las calles y los salones de la ciudad. Tal preocupación ajena fue zumbando por aquí y por allá hasta detenerse en algunas imágenes precisas: la cebolla en el ojal de Arturo Borda, el saco de aparapita de Jaime Saenz y la camisa de Jesús Urzagasti.

El botonier de Arturo Borda
Borda no se hacía hacer ternos a medida y la decisión de usar una cebolla de botonier era su única y efectiva medida. Lo que sí le gustaba era el chaleco, pues según Saenz, le servía para guardar el lente y el lápiz, así como innumerables talismanes y otros objetos. Por eso mismo todos sus chalecos estaban gastados.
Recordemos que Saenz se refiere a la cebolla a manera de flor cuando cuenta que Borda se hallaba en el mejor de los mundos aquí en La Paz aunque muchos huían de él como de la peste. De tal manera, en el retrato de Vidas y muertes, la cebolla en el ojal resalta por su cualidad repelente; como si el Toqui Borda hubiese tomado la decisión de vestir aquel botonier para hacer y deshacer sin que nadie lo importunase. La divina máscara de la locura es evidente en ese detalle sencillo y cabal.
En otras palabras, nadie distinguía a Arturo Borda por ser distinguido, sino que él se distinguía por estar al otro lado de la distinción. Luego lo distinguirían por ser distinguido en Nueva York, lo cual –vergonzosamente- recién lo hacía distinguirse en su ciudad natal. Todo ese vaivén puede verse ahí: en la brutal humildad de una cebolla en el ojal.
Por otra parte, en La miseria [El Loco II, 451], Arturo Borda habla sobre la burla que causa la pobreza en círculos propios a la cultura intelectual y moral. Por eso aquella pobreza... –continúa- para poder vivir disimulada, sin el cilicio de la burla, tiene que ocultar su educación en la ostentosa brutalidad que sugieren el hambre y el harapo.
Más adelante, en esa misma página, Borda se refiere precisamente a la elegancia y la distinción: Mientras el chic, la elegancia, la distinción, no salgan de la íntima bondad del alma, es inútil estar estudiando los gestos que tal cosa significan, pero que no son.

Ya que no puedo sacarme el cuerpo, por lo menos me sacaré el saco

La cuestión de la simulación en los salones culturales y veladas literarias es un tema ampliamente tocado en la obra de Jaime Saenz. Sin embargo, aunque el saco de aparapita es la ropa que más rápidamente asociamos con su obra, vale la pena recordar esta pequeña descripción vital que de él hace su amiga Blanca Wiethüchter en Memoria solicitada (1992):

Cuidaba su vestir (cada arreglo personal lo llevaba mínimo una hora), le gustaba verse bien, le gustaba perfumarse y usaba una colonia de la Casa Guerlain, que era una delicia.
Aquí podríamos decir que la crítica de Saenz a los distinguidos simuladores no se concentraba en la puerilidad de “el buen vestir”. El deseo de poseer un saco de aparapita va más allá de una crítica a las escuálidas noblezas de salón.
En este sentido, si tomamos como ejemplo Felipe Delgado (1979), el personaje que da nombre a la novela se distingue de los personajes que comparten con él en la bodega -donde por momentos parece un extranjero.
En el capítulo XI de la primera parte de Felipe Delgado [p. 142] -allí donde asistimos a la propuesta que Delgado le hace a Fortunato Condori para comprarle el saco-, cuando los aparapitas son invitados a la mesa, todos se ponen a hablar en aymará menos Delgado, quien se ve obligado a pedir que hablen en castellano para no quedar privado de la conversación.
Casi al final del mismo capítulo, la conversación entre Felipe, el señor Beltrán, el Delicado y Peña y Lillo -en ausencia de los aparapitas y luego de que Felipe ha manifestado que se siente un simulador por querer el saco del aparapita- deriva en una perorata en contra de los simuladores y en una apología del aparapita. En este punto Felipe Delgado habla sobre la altura que distingue a los aparapitas, cuyo saco es la obra de una vida y no el modelo de un impostor: Aquí la única altura y la única elevación consiste en el orgullo del aparapita. Yo digo: en lugar de hablar y perorar y cuidar sus viditas, nuestros literatos y nuestros letrados deberían tratar de meditar seriamente sobre el aparapita. Pero no lo hacen porque temen mirarse frente a frente, y por eso prefieren condolerse a cada paso. Y así se pasan la vida, dice y dice, cuidando sus viditas, sus ropitas, sus abriguitos y sus casitas, haciendo venias a diestra y siniestra y muertos por congraciarse con gil y mil.
Para Saenz, toda obra que no sea un engendro orgánico de la vida es inmediatamente una impostura. No importa que los literatos se vistan bien o no; lo importante es que vean ese saco que parece haber salido de las entrañas infernales de lo real.

La camisa

Según me contó mi amiga Sulma Montero, una de las tareas más difíciles a la hora de esculpir la estatua de Jesús Urzagasti -que ahora está a orillas de la plaza del Montículo- fue la hechura de los pliegues de su camisa. Allí se cifraba una respiración, un ritmo y un esternón.
En la ch´alla de El último domingo de un caminante (2003), Jesús Urzagasti contó que el preámbulo a la escritura de aquella novela había sido una incipiente trama desatada por la memoria de ciertas prendas de vestir entrañables con las que andaban los que se fueron y los que volvieron. Como ejemplo, mencionó una camisa vestida por un jovenzuelo.
En Senderos (2016), su libro póstumo de poesía, sabemos de otra camisa, una que por momentos parece aquella que le da el talante de profesor rural a Martín Gareca, el protagonista de El último domingo de un caminante. En esta novela, Martín (chaqueño de nacimiento) llega de La Paz a Las Conchas (en lo profundo del Gran Chaco boliviano) y se distingue de los demás por sus lecturas, viajes y talante citadino. Esto no lo priva de conversar con aquellos seres iluminados por una vida a la intemperie.
Con la certeza de que en todos lados hay personas que viajan en busca de sus seres queridos, el protagonista de El último domingo de un caminante ingresa en los imparables meandros de una conversación que le revela la savia que corre por el palosanto en el que alguna vez los indígenas ataron a un forastero para comprobar su buena fe.

Algo de esa savia resuena y se despliega imperceptiblemente en La camisa, el poema de Senderos: Nunca me presté una camisa / no hubiera de ocurrir / que me pusiera la del hombre feliz.

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