La obra
El hacer, el acto de creación, pero más allá aún: la acción; motor, quid y leit motiv, para un constructor de ladrillos, o de palabras.
Juan
Pablo Piñeiro
El
otro día he recibido un regalo, inmerecido como cualquier regalo: he pensado en
la obra. Me he acordado de Julián Mamani, un maestro de construcción que ha
trabajado mucho tiempo con mi padre y que ahora vive en Pando.
A
Julián no hay caso de dejarlo solo porque termina siempre construyendo algo.
Trabaja la madera, el cemento y la tierra con la facilidad que únicamente posee
un verdadero conocedor. Es capaz de instalar una red de agua y un circuito
eléctrico sin que se oculte el sol de un mismo día. Da la impresión de que si
una catástrofe nos dejara sin nada, el Julián tendría casa a las pocas semanas,
aunque quizás preferiría hacerse solo un cuartito.
Y
cuando nuestro amigo “casi muere vivo” en el “deslizamiento de un derrumbe”,[1] lo
único que hizo fue refugiarse en el hueco de aire de su casco de construcción[2] para
esperar serenamente que lo rescaten o que no lo rescaten. Cuando salió del
precoz entierro, sin necesidad de psicólogos, se fue a dormir a su casa. No
quería llegar tarde al día siguiente, y no debido a una angustia samsiana sino simplemente porque le
gustaba tener trabajo, o por lo menos no se ponía a pensar en eso. Julián está
protegido por su humildad.
Hace
unos años cuando a alguien se le ocurría hablar de la importancia de la obra,
lo descalificaban enseguida e incluso lo tildaban de “romántico”. Hoy en día,
como supuestamente todo se puede, a nadie le mosquea mucho ninguna idea. En el
fondo eso no tiene nada que ver. Por ejemplo, si nos transformamos en el
narrador de De la ventana al parque
de Jesús Urzagasti, podríamos adquirir momentáneamente la capacidad de imaginar
encuentros entre amigos que nunca se han conocido, y que por lo mismo son muy
diferentes cuando en verdad son iguales.
Con
ese poder de evocación, imaginaría el encuentro entre el propio Jesús Urzagasti
y Julián Mamani. Seguramente la charla sería muy amena y no se harían extrañar
ni las risas ni los recuerdos luminosos. La historia de Julián cuando casi
muere en el deslizamiento de un derrumbe, seguramente haría estallar una risa
de niño en el Jesús y con seguridad tomaría esa frase como un regalo de la
vida, envuelto en el mismo misterio de siempre.
Lo
que los une es la obra. Unos dirán que la obra de Julián no cuenta, porque
finalmente son otros lo que lo contratan, y él trabaja para otros. Eso no es lo
importante, lo importante es que ese trabajo detallista que busca la perfección
no es para él. La obra no es para él, Jesús lo adivinó de entrada. Y entonces
viene a colación lo que diría el poeta Cranach que también aparece en De la ventana al parque. Cranach no es
otro que Jaime Saenz, por lo que diría que vida y obra son la misma cosa. Lo
que nos hace intuir que efectivamente queda algo de la obra para el que la
trabaja. El mundo te pide todo a cambio de nada “y encima uno tiene que tallar
en la oscuridad, la figura del aprendiz”, escribe Jesús Urzagasti para
clarificarnos.
Cuando
Julián Mamani trabaja con detalle la materia, lo que en verdad está trabajando
es su alma. Esa es la importancia del trabajo con las manos, tocar el mundo
para lijar lo de adentro, para darle forma, para encontrarle una luz. Y no debe
haber cosa más difícil que pulirse con el trabajo de la materia, porque el
dolor siempre estará presente, aunque después descubramos que si está ahí es
para señalar el dorado rutilante que baña el mundo cuando nadie está mirando.
La
poesía posee un extraño conjuro, permite que el que la trabaja pueda tocar las
palabras con las manos y de esa manera modelar una materia hecha de tiempo, con
la delicadeza que se debe tener con las cosas verdaderas hasta que la obra
misma haya sido acabada y se vuelva verdadera.
El
poemario Senderos de Jesús Urzagasti,
publicado recientemente por La Mariposa Mundial, más que un poemario es una
prueba de que la obra es la depuración de la vida y por lo tanto la obra
existe. Cada poema que compone este libro está cargado de “inefables reinos
clausurados” y lo escribe un cuerpo que tiene “muchas cosas por dentro y otras
tantas por fuera”.
En
su último libro publicado en vida, Frondas
nocturnas, Jesús Urzagasti escribe: “Sentado en la silla amarilla / con un
viejo jarro de barro en las manos / siento algo intacto en mis adentros /
cuando entre las frondas pasa el tiempo”. Ese algo que está intacto es la
materia con la que escribe los poemas de su último libro. Seguramente lo hizo
sentado en aquella silla amarilla con un viejo jarro de barro entre las manos,
demoró 26 días, pero en verdad esperó una vida. No hay palabra que sobre en
ninguno de estos 30 poemas y cada uno de ellos tiene un peso específico en
relación al delicado telar que los sostiene. Es un regalo mayor para la
literatura boliviana envuelto en el mismo misterio de siempre. Y gracias a él
los poetas de nuestro país tienen la secreta obligación de ser mejores poetas y
de no extraviar la obra ni en el camino ni en el mundo.
Lo
que une a Jesús Urzagasti y Julián Mamani, lo que verdaderamente los hermana,
no es la obra sino la humildad. La única llave maestra cuando se trata de
aprender, de mirar o de entender. Y en esto, más vale ser romántico que vivir
sin ganas.
Senderos es una obra escrita
a la altura de los majestuosos nevados que han albergado la mayor parte de la
vida de este gran poeta chaqueño. Una obra cumbre pulida con la misma energía
de quien trabaja la tierra, la madera o el barro. Una obra escrita con sangre y
escrita en el aire. “Has perdido todo / por ganar un mundo / donde cabe el
infinito olvido / y también la llave azul del río / donde incluso cabe / todo
lo que has perdido / por ganar un mundo”.
Esas
son las palabras que componen uno de los poemas más breves del libro, Escrito en el aire. Y es que el título
del libro ya lo dice todo. Los senderos están abiertos. Por lo menos para que
no olvidemos la importancia de la Obra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario