martes, 7 de junio de 2016

Comentario

Atar a la rata

Un ameno y divertido paseo por las erratas en la literatura universal, a propósito de un libro del guatemalteco Carlos López.


 
Alfonso Gumucio Dagron

El palíndromo del título me permite referirme a Carlos López, escritor y editor guatemalteco afincado desde hace muchos años en México, a quien conocí en Praxis, su editorial, donde tuvo la cortesía de regalarme hace exactamente una década varios de sus libros en pequeño formato, cuidadosamente editados, entre ellos Fuego azul (1997) poemas, Naves se van (2003), una selección de 278 palíndromos, y Helarte de la errata (2005). 
Uno vuelve a los libros no con la pedantería de algunos intelectuales franceses que siempre afirman que “releen” (nunca leen por primera vez) sino con la humildad de tenerlos a mano durante años sin haber podido leerlos. Me pasa cada vez con mayor frecuencia.
Así, mi vista camina y mis dedos recorren ahora Helarte de la errata donde Carlos se propuso hacer, con el humor que se requiere en estos casos, un viaje alrededor de las erratas que aparecen casi siempre en casi todos los libros que se publican. Lo hace alguien que como escritor y como editor se ha caracterizado siempre por su cuidado casi maniático de sus propias ediciones. En este libro, sin embargo, incluye como ejemplo las más ilustres erratas con las que se ha topado a lo largo de una vida de lector.
En apenas 88 páginas hace un recorrido memorioso y delicioso por libros y autores que han padecido las erratas de sus libros a veces con horror y a veces con humor. Cita, por ejemplo, a Oscar Wilde cuando afirma que “un poeta puede sobrevivir a todo, excepto a una errata de imprenta”.
Neruda, altanero, dice que persigue las erratas con “podadora, insecticida y escopeta”, aunque uno se pregunta de qué le servían esos instrumentos una vez que el libro ya estaba en circulación.
Uno imagina la reacción que pudieron tener Vicente Blasco Ibáñez y sus lectores cuando en una edición de su novela Arroz y tartana leyeron: “Aquella mañana, doña Manuela se levantó con el coño fruncido”… en lugar de con “el ceño fruncido”. O la de Alejandro Dumas cuando vio la edición de La dama de las camellas (por “camelias”) o la de La expulsión de los mariscos (por “moriscos”).
Para Carlos López “España es donde peor se habla castellano y se maltrata, degrada, envilece el idioma”. Como ejemplos que ofrece de esta última afirmación están no solo los libros citados antes sino también los subtítulos, y peor, los doblajes de las películas. De España heredamos eso de “subir arriba” (que ahora el corrector de Word elimina automáticamente), entre otras perlas.
Algunos editores se defienden cuando dicen que “un libro sin erratas es como un jardín sin flores”, y Jorge Luis Borges, tan gran lector como escritor, parece darles la razón cuando afirma: “No sé si hay otra vida; si hay otra, espero que me esperen en su recinto los libros que he leído bajo la luna con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizás con las mismas erratas, y los que me depara aún el futuro”. Para su desgracia y la nuestra, la ceguera prematura le impidió a Borges leer durante los últimos 30 años de su vida. ¿Tendrá ojos nuevos en el cielo de los escritores?
Marguerite Duras aborda el tema con filosofía: “Cada libro, como cada escritor, tiene un pasaje difícil, insoslayable. Y debe optar por dejar este error en el libro para que siga siendo un verdadero libro, no una falsedad”.
Es conocida la historia del poeta chileno Omar Cáceres, quien encontró tantas erratas en la primera edición de su poemario Defensa del ídolo (1934), prologado nada menos que por Vicente Huidobro, que “sin pensarlo mucho, hizo una fogata en el patio de su casa con los poemarios” según reporta Carlos López. Del fuego solo se salvaron unos pocos ejemplares. Ese fue su primer y último libro, quizás por el dolor indeleble que le causaron las erratas.
Hay quienes ironizan con el tema: “Nuestro amigo Alfonso Reyes acaba de publicar un libro de erratas acompañado de algunos versos”, escribió Ventura García Calderón al ver un poemario del gran polígrafo mexicano. En una de las greguerías que elaboró Ramón Gómez de la Serna, genial por su capacidad de síntesis y por su humor inveterado, describía a las erratas como un “microbio de origen desconocido y de picadura irreparable”.
En Bolivia padecemos de erratas, como de una enfermedad crónica, casi todos los días en los medios de información impresos (en los audiovisuales no se notan, pero existen) y en muchos libros, especialmente los editados por editoriales caseras. Muchas de esas erratas son en realidad errores de los autores y se nota cuando se repiten varias veces en un mismo texto o en varios del mismo autor.
Por supuesto, las erratas y sobre todo los errores son más frecuentes en publicaciones periódicas y en letreros varios, que en los libros. Todavía vemos que algunos confunden el apellido (García) Meza con (Carlos D.) Mesa, como si no hubiera una distancia entre un exdictador preso por sus crímenes y un expresidente democrático. Y qué decir de aquella placa con que se inauguró el edificio de la Facultad de Ciencias Sociales de la UMSA, la mayor universidad pública del país, en la que se lee René “Zabaleta” Mercado. 
Mi amigo Jaime Nisttahuz le dedicó a las erratas el último poema de su libro Escrito en los muros (1976). Después del índice de poemas (en el que no aparece el título) e inmediatamente antes del pie de imprenta, incluyó su “Fe de erratas” (que podía haber titulado perfectamente “Fe de ratas”). En ese poema hay versos como estos: “Donde dice abogado / renglón 20 de la pág. 1040 / debe decir ha robado…” y así sucesivamente.
La mayor parte de las erratas con que nos topamos como lectores son aburridas porque solo revelan torpeza, afasia o desidia, pero una pocas son inocentemente ingeniosas, como alguna vez aprendí leyendo a Azorín que consideraba beneficiosa la errata “la musa del poeta” en lugar de “la mesa del poeta”.

Y ahora que concluyo la lectura del libro y las notas para este artículo me topo con la paradoja de que, contrariamente a lo afirmado con humildad al comenzar el comentario, ya había leído el libro de Carlos López… (según veo en las marcas con lápiz que hice a algunas frases). Aquí no jugó la pedantería de los franceses sino mi mala memoria proverbial.   

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