Atar a la rata
Un ameno y divertido paseo por las erratas en la literatura universal, a propósito de un libro del guatemalteco Carlos López.
Alfonso
Gumucio Dagron
El
palíndromo del título me permite referirme a Carlos López, escritor y editor
guatemalteco afincado desde hace muchos años en México, a quien conocí en
Praxis, su editorial, donde tuvo la cortesía de regalarme hace exactamente una
década varios de sus libros en pequeño formato, cuidadosamente editados, entre
ellos Fuego azul (1997) poemas, Naves se van (2003), una selección de 278
palíndromos, y Helarte de la errata
(2005).
Uno
vuelve a los libros no con la pedantería de algunos intelectuales franceses que
siempre afirman que “releen” (nunca leen por primera vez) sino con la humildad
de tenerlos a mano durante años sin haber podido leerlos. Me pasa cada vez con
mayor frecuencia.
Así,
mi vista camina y mis dedos recorren ahora Helarte
de la errata donde Carlos se propuso hacer, con el humor que se requiere en
estos casos, un viaje alrededor de las erratas que aparecen casi siempre en
casi todos los libros que se publican. Lo hace alguien que como escritor y como
editor se ha caracterizado siempre por su cuidado casi maniático de sus propias
ediciones. En este libro, sin embargo, incluye como ejemplo las más ilustres
erratas con las que se ha topado a lo largo de una vida de lector.
En
apenas 88 páginas hace un recorrido memorioso y delicioso por libros y autores
que han padecido las erratas de sus libros a veces con horror y a veces con
humor. Cita, por ejemplo, a Oscar Wilde cuando afirma que “un poeta puede
sobrevivir a todo, excepto a una errata de imprenta”.
Neruda,
altanero, dice que persigue las erratas con “podadora, insecticida y escopeta”,
aunque uno se pregunta de qué le servían esos instrumentos una vez que el libro
ya estaba en circulación.
Uno
imagina la reacción que pudieron tener Vicente Blasco Ibáñez y sus lectores
cuando en una edición de su novela Arroz
y tartana leyeron: “Aquella mañana, doña Manuela se levantó con el coño
fruncido”… en lugar de con “el ceño fruncido”. O la de Alejandro Dumas cuando
vio la edición de La dama de las camellas
(por “camelias”) o la de La expulsión de
los mariscos (por “moriscos”).
Para
Carlos López “España es donde peor se habla castellano y se maltrata, degrada,
envilece el idioma”. Como ejemplos que ofrece de esta última afirmación están no
solo los libros citados antes sino también los subtítulos, y peor, los doblajes
de las películas. De España heredamos eso de “subir arriba” (que ahora el
corrector de Word elimina automáticamente), entre otras perlas.
Algunos
editores se defienden cuando dicen que “un libro sin erratas es como un jardín
sin flores”, y Jorge Luis Borges, tan gran lector como escritor, parece darles
la razón cuando afirma: “No sé si hay otra vida; si hay otra, espero que me
esperen en su recinto los libros que he leído bajo la luna con las mismas
cubiertas y las mismas ilustraciones, quizás con las mismas erratas, y los que
me depara aún el futuro”. Para su desgracia y la nuestra, la ceguera prematura
le impidió a Borges leer durante los últimos 30 años de su vida. ¿Tendrá ojos
nuevos en el cielo de los escritores?
Marguerite
Duras aborda el tema con filosofía: “Cada libro, como cada escritor, tiene un
pasaje difícil, insoslayable. Y debe optar por dejar este error en el libro
para que siga siendo un verdadero libro, no una falsedad”.
Es
conocida la historia del poeta chileno Omar Cáceres, quien encontró tantas
erratas en la primera edición de su poemario Defensa del ídolo (1934), prologado nada menos que por Vicente
Huidobro, que “sin pensarlo mucho, hizo una fogata en el patio de su casa con
los poemarios” según reporta Carlos López. Del fuego solo se salvaron unos
pocos ejemplares. Ese fue su primer y último libro, quizás por el dolor
indeleble que le causaron las erratas.
Hay
quienes ironizan con el tema: “Nuestro amigo Alfonso Reyes acaba de publicar un
libro de erratas acompañado de algunos versos”, escribió Ventura García
Calderón al ver un poemario del gran polígrafo mexicano. En una de las
greguerías que elaboró Ramón Gómez de la Serna, genial por su capacidad de
síntesis y por su humor inveterado, describía a las erratas como un “microbio
de origen desconocido y de picadura irreparable”.
En
Bolivia padecemos de erratas, como de una enfermedad crónica, casi todos los
días en los medios de información impresos (en los audiovisuales no se notan,
pero existen) y en muchos libros, especialmente los editados por editoriales
caseras. Muchas de esas erratas son en realidad errores de los autores y se
nota cuando se repiten varias veces en un mismo texto o en varios del mismo
autor.
Por
supuesto, las erratas y sobre todo los errores son más frecuentes en
publicaciones periódicas y en letreros varios, que en los libros. Todavía vemos
que algunos confunden el apellido (García) Meza con (Carlos D.) Mesa, como si
no hubiera una distancia entre un exdictador preso por sus crímenes y un
expresidente democrático. Y qué decir de aquella placa con que se inauguró el
edificio de la Facultad de Ciencias Sociales de la UMSA, la mayor universidad
pública del país, en la que se lee René “Zabaleta” Mercado.
Mi
amigo Jaime Nisttahuz le dedicó a las erratas el último poema de su libro Escrito en los muros (1976). Después del
índice de poemas (en el que no aparece el título) e inmediatamente antes del
pie de imprenta, incluyó su “Fe de erratas” (que podía haber titulado
perfectamente “Fe de ratas”). En ese poema hay versos como estos: “Donde dice
abogado / renglón 20 de la pág. 1040 / debe decir ha robado…” y así sucesivamente.
La
mayor parte de las erratas con que nos topamos como lectores son aburridas
porque solo revelan torpeza, afasia o desidia, pero una pocas son inocentemente
ingeniosas, como alguna vez aprendí leyendo a Azorín que consideraba
beneficiosa la errata “la musa del poeta” en lugar de “la mesa del poeta”.
Y
ahora que concluyo la lectura del libro y las notas para este artículo me topo
con la paradoja de que, contrariamente a lo afirmado con humildad al comenzar
el comentario, ya había leído el libro de Carlos López… (según veo en las
marcas con lápiz que hice a algunas frases). Aquí no jugó la pedantería de los
franceses sino mi mala memoria proverbial.
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