Compositores bolivianos
Una relación crítica de algunos de los más importantes compositores musicales bolivianos del siglo XX.
Pablo Mendieta Paz
En la época de oro de los eminentes compositores nacionales
que elevaron la música hacia niveles de virtuosismo y deslumbrante estética,
tal como enseña la historia, encontramos creadores que con su aporte de estilo
y carácter propios corroboran con amplitud tanta disquisición de personalidades
célebres de la historia acerca de la estética en todas sus formas.
Se me ocurre ahora, como ejemplo de prominencia, aquella
frase feliz y erudita de Hegel: la música o la belleza musical, es “lo infinito
en lo finito, en una expresión sensible de la ‘Idea Cósmica’”. Robusta frase
del filósofo alemán que, sin duda, halla argumento superlativo o profundización
del contendido de estética en todas sus manifestaciones -y por tanto de la música-,
cuando Kant precisa: “la idea de la personalidad representa la sublimidad de
nuestra naturaleza. Pero lo sublime, coordenado a lo bello, es un concepto
fundamental de la estética”.
Cuánta verdad y construcción de temperamento filosófico
engloban estos elevados pensamientos; pero, al mismo tiempo, y como prueba de
su grandeza, cuánta claridad y sencillez representan ellos para el hombre y
mujer profanos que, en la intensidad de la música en particular, exploran el
sentido de lo bello reduciendo aquellas reflexiones a criterios amplios,
sutiles, muy personales y concluyentes.
A través de este asequible entorno cultural, no es
aventurado ni alejado de lo cierto señalar entonces que la opinión pública y el
aficionado a las artes, con su buen gusto, o impresiones de placer, han sido
decisivos en apreciar de nuestros músicos la cualidad de ser los primeros
conquistadores de la expresión y del estilo. De una expresión y estilo propios
de técnicas compositivas muy diversas, cuyo análisis, naturalmente, no
corresponde someter a un examen especializado en esta columna, sino más bien
descubrirlo desde un punto de vista de ensayo muy resumido -una breve síntesis-
que sea el fiel reflejo de la excelencia de nuestros músicos.
Refrescar la música de un evocador y solemne Eduardo Caba,
cuyo lenguaje sonoro y telúrico, característico del ande boliviano, supera toda
concepción de la armonía y el contrapunto adaptados a nuestro territorio, es un
vivo ejemplo de la elevación de espíritu de este artista. Recrear, en otra
dimensión, la creatividad y perfección de la cueca, así como con ímpetu,
sensibilidad y vuelo místico expuso en sus melodías de compleja estructura
Simeón Roncal, son verdaderas fantasías de libre romanticismo, exquisita
fragancia y encomiable técnica.
Las orquestaciones (“suite para conjunto de cuerdas”), con
melodías de inigualable textura indígena creadas por Antonio Gonzales Bravo,
son una auténtica reliquia. Fue él quien, además, escribió una infinitud de
artículos sobre organografía autóctona (término adaptado a lo musical)
dispersos por toda Latinoamérica. Su muy particular naturaleza artística
difiere, sin embargo, con la de otro autor, Humberto Viscarra Monje, cuya
música proyectada por una gama sonora que en perfecto vaivén oscila entre la
música seria sugerida por sus estudios con profesores europeos y entre una
línea estética cercana a la de Caba -aunque quizás de una expresión más
“depurada en el plano melódico estructural-”, configura la escritura de estilo
preciso y precioso, refinado, y de diáfana concepción armónica.
La obertura Los hijos
del sol y Amerindia, el poema
sinfónico Vida de cóndores, así como
las transparentes obras de cámara como Pensamientos
indios, Paisaje andino, Río Quirpinchaca, son ejemplos de unidad
de estilo, forma y contenido que expuso en sus creaciones el polifacético José
María Velasco Maidana; opuestamente a las composiciones de un Jaime Mendoza
Nava que influido por las corrientes del politonalismo y del atonalismo, estrenó
poemas sinfónicos como Don Álvaro y Antahuara, cuya concepción motivó una
auténtica revolución musical en nuestro medio.
En cierta ocasión sostuvo Brahms que “sin la conexión y sin
la íntima unión de todas y cada una de las partes, la música es un vano montón
de arena incapaz de dejar una impresión duradera. Solamente la coherencia puede
transformarla en un mármol en el que podrá perpetuarse la mano del artista”.
Tan hondo y subjetivo sentido sobre la creación y conexión
entre las partes, motivó a que Gustavo Navarre asocie ambos recursos para crear
obras de acabada pureza lineal, de unidad temática, así como de elástica
plasticidad armónica. No por nada sus Seis
Lieder, sus sonatas para violín y piano, y para piano solo, y el Quinteto para arcos y piano, entre otras
magníficas producciones.
De Navarre damos un salto a la obra del músico potosino
Armando Palmero, cuyos Minué de la niña,
Romanza, Poema indio, Paisaje, o Mazurka a la Chopin, sugieren un
lenguaje musical lindante con la frescura y sensibilidad sonoras, además de una
expresión hacia perspectivas mayores, en forma y movimiento, muy vinculadas a
un precursor minimalismo.
Atesorando como herramienta indispensable el carácter
atonal, así como la punzante politonalidad de su prodigiosa música, Marvin
Sandi explota con eminente brío creador la riqueza rítmica de nuestra música.
Prueba de ello son sus penetrantes obras de piano: Tres piezas Op. 2, Dos
preludios, Op. 3, Ritmos panteístas.
Habitante, tal vez, de recónditos y muy privativos espacios (inaccesibles al
entendimiento promedio), en Sandi, por ello mismo, germina un genio intrincado,
metafísico, aunque exquisitamente etéreo.
La Música para
conjunto de percusión, Piezas para
piano y Dos canciones para tenor y
orquesta sobre textos de Giuseppe Ungaretti, sitúan al músico potosino
Florencio Pozadas en un lugar de preeminencia y mérito especial en la técnica
compositiva del siglo XX; amén de haber ejercido con maestría la tarea de
percusionista de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires.
Músico de formación completa, como ningún otro, el
compositor Nicolás Fernández Naranjo estudió solfeo y armonía con el profesor
holandés Gerhard Ter Veer, y contrapunto, fuga, formas musicales y composición
con el profesor Rudolph Leser y el maestro Mathias François Xavier en el
Conservatorio de Estrasburgo, Francia. En el Instituto Saint-Léon de Musique
Sacrée estudió órgano y “estilo organístico”. Desaparecidas sus partituras, es
posible advertir en descoloridas grabaciones que sus Melodías sacras (para órgano y coro), el Tantum Ergo, para ocho voces mixtas, el Te Deum, para orquesta y coros mixtos, y los Motetes, para coro de voces mixtas, poseen una maestría técnica que da la impresión de una
ilusoria facilidad: un maestro de suprema concepción musical.
Con este artista concluye, acompañada de un breve análisis
técnico, esta primera acción de aproximar a vuelo de pájaro la fecunda labor de
creación de los compositores del siglo XX, cuyos nombres se han proyectado
lenta y ordenadamente en el quehacer musical de Bolivia, al extremo de alcanzar
firmeza, solidez e intensa emoción estética en sus obras. En una futura nota,
nombraremos a otra serie de esclarecidos compositores que ha dado Bolivia.
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