jueves, 23 de junio de 2016

Parhelio

[Fragmento sobre (hacia)
una carta de AB a CM]

Fragmento del texto introductorio del libro Telón lento. Una carta de Arturo Borda a Carlos Medinaceli que La Mariposa Mundial presentó hace una semana en La Paz.



Rodolfo Ortiz

Punto bruno
La desaparición posee una línea de fuego con respecto a la escritura. Los papeles póstumos de un escritor y toda su red de resonancias suelen ser materiales perturbadores y afianzados en ciertos huesos de ala dispersa en el tiempo.
Un borrador, a pedir de sí mismo, es un residuo. Cava en el futuro descifrando el pasado. Cavar, diciendo sea, puede entonces adherirse a un gesto aterrador en sí mismo; mirar una tumba vacía sin residuos.
Una obra, más que un objeto de contemplación, es una intensidad. Proust integró la virtualidad de su trabajo en la narración misma de esta búsqueda. Hay un libro siempre a venir, que se está provisoriamente escribiendo al escribirlo, por así decir. Y esto sucede en diferentes soportes o intenciones creativas; una hoja suelta de papel, un cuaderno sin tapas, una carta, donde las variaciones y los montajes son los que importan más que cualquier página de perfección. Un texto definitivo -alegaba Borges- no corresponde sino a la religión o al cansancio. Borda clausuró toda idea favorable de la escritura en 1925. Uno, al fin de cuentas, alegaría sin más que viejo ya y como sombra “al fin era un hombre sentado”.
Voy en contrapunto: existe una intensión que se antepone y tartamudea frente a toda intención de abertura. Beckett, para no ir lejos, construye una prosa que se arrima con ansiedad a lo insostenible de un borrador organizado; sin duda, erguido desde el fondo de lo inefable hacia una especie de escala de intensidad de lo decible.
Percibo que Borda, en los vastos soportes donde ejecutó su obra durante décadas, plantea un flujo de intensidad aledaño. La intensión, en su caso, se referiría a una estética volcada “hacia adentro” y “desde dentro”. Este doble movimiento, de posible resonancia romántica, pero también de evidente procedencia futura y acaso ancestral, se constituye en una clave interpretativa para acercarse al límite de su inimitable escritura tanteando en la oscuridad.
La idea de límite, en este caso, no se refiere a la de un “punto final”, que quizás no llega nunca, sino a la de un extraño y no menos inasible “punto bruno”, para usar sus propias palabras. Esta singular referencia se halla volcada hacia una dimensión de límite corporal desde la cual irradia el heroísmo trágico de su escritura de aparente fragmentarismo. Límite de una intensión totalizadora, en tal sentido, que señala el momento de la articulación de una voz cuando los órganos abandonan el estado de reposo, al adoptar, precisamente, la posición requerida para articular un sonido.
En Borda aquel “punto bruno” es completamente móvil y escurridizo. A veces aparece ligado a la sangre, otras veces a la respiración, otras veces a la captación del instante, tantas otras a la repetición obsesiva de un nombre o incluso a la imagen de una pulga inasible, como sucede en el siguiente fragmento de El Loco que propongo leer con lente alegórico:

En mi casa hay una pulga que salta maravillosamente. Salta y desaparece. Mis ojos giran ansiosos, buscándola. El puntito bruno reaparece en distinto sitio, para desaparecer otra vez. La veo y doy un manotón. (1064)

Bajo la forma de un ansia de áspera ironía o a veces de una fuerza destructiva en permanente agitación libertaria, la “fase inicial” de esta escritura se despliega desde una zona que tiende a la irradiación y que prolifera hacia una totalidad nunca alcanzable.
Borda cifra este notable proceso de la siguiente manera, esta vez, pienso, para leer sin lente alegórico:

Cuando nuestro cuerpo se anestesia en vigilia, y de pronto, por intensidad ó debilidad en el ensueño, volvemos á la vida de relación, entonces al menor ruido sentimos salir todo nuestro yo por el oído larga y atentamente, como por un embudo acústico, ó micrófono, indagando á través de la materia. (169 [sic])

Pienso que la tensión que proponen ambos textos, entre una “fase final” y una “fase inicial”, respectivamente, podría desplazarse hacia una mecánica distinta que esta vez se ubicaría en ese rasgo pre-ontológico de una mano a-punto de escribir. Una mano a-punto que hace borroso todo, pero que se anticipa a la idea de punto, si se quiere, que “reaparece [siempre] en distinto sitio, para reaparecer otra vez”.
La lucha por traducir una lengua que pre-existe a una lengua históricamente existente, quiero decir, la lucha del “manotazo” limpio en lo inesperado de una página, es quizás aquello que hace posible finalmente la intención de abertura de una escritura, en este caso, la de una carta que se hace también para un hacia fuera” insondable; quiero decir, que se hace para ese momento ciudadano íntimo y muchas veces crucial de enviar una carta o no soltarla jamás.

La calle
La publicación del manuscrito Nonato Lyra el año 2014 prefigura en este contexto una resonancia callejera que también escuchamos en la carta de 1937, pues es en la calle y en el periódico La Calle donde propiamente se engendra este libro. La carta, por su lado, recogerá también una resonancia de estos papeles y hará de ello la avanzada de un mundo anudado a su trama exterior.
Arturo Borda no se cansa de sugerir que leer y escribir en Bolivia es también una aventura callejera que opera en basural. Si deseamos que el puente, el recinto, la estación, la caminata o el automóvil, se eleven a la dignidad de caligrafías comunes, Nonato Lyra, personaje, se presenta más bien como un inmigrante desarticulado, que se mueve abriendo las puertas de su lenguaje al magma callejero y entroncado que no posee lugar. No confía en el destino, aunque lo diga, y bebe “tempranito” en la orilla, mirando si pasa algo debajo de la gente. Al cabo todo se vuelve borroso y solidario a la obsesión de reescribir tal radicalismo de fuga: “Y así podemos pasar como una basurita que se lleva el viento” (41), dice; y a bien, si aunamos el extraño derrotero de un papelito suyo (¿una carta enviada a nadie, a todos?) hallado en un bolsillo de su pantalón: “el tesoro de mi fortuna dejo para todos” (23).
Si bien un genealogista se diferencia de un historiador no por su disputa en las maneras de aprehender un pasado o un presente (al cabo siempre inasibles), propondría más bien, a pura raíz de esta carta (la de Borda) y a puro extraño derrotero de la otra carta que delira (la de Lyra), no una indagación histórica sucinta, pero sí un recorrido de supracinta, si vale el término, capaz de atar y desatar lo que significó 1937 en un contexto boliviano de intensa disyunción política y cultural.
Sin embargo, toda nomenclatura, en palabras de Borda, aparece en el cáucaso del no sé, rebelde y astuto, a la sazón del periódico cortante llamado La Calle, que sin saber da a luz al difunto memorable habido en Nonato Lyra, anarquista real sin verano y escritor como nadie. Pero no solamente, pues aquel matutino también hace tronar en su laboratorio, y sabiendo, el artículo sobre “Miss Tarija” que provocará un escándalo y hasta sentencia de muerte a su autor Medinaceli (que allí firma como Tristán Shandy). Y todo esto, que a la carta de Borda llega enhebrado, se halla inmerso en esa otra maquinaria de la post Guerra del Chaco, lúcidamente anunciada por Hilda Mundy en sus crónicas.

La Calle, que hacía circular a tórax desnudo la Guerra Civil española y la hidroeléctrica del crimen y la enfermedad en Bolivia, sopló sus tortas socialistas hasta 1946, durante una década inmediatamente posterior a la campaña del Chaco, pues se funda el martes 23 de junio de 1936, a la cabeza de Nazario Pardo Valle, dicho sea, un emergente nacionalista pre-revolucionario. Sea como fuese, La Calle fue un punto de convergencia, no diré bruno, pero sí un punto que llegó a irradiador: allí Churata escribe sobre la “federación socialista”, en enero de 1937; Borda ya había publicado en 1936; allí también llega Hilda Mundy de visita en febrero de 1937 (“Como mujer leal a mi sexo soy amiga de roscas...”, responde en una nota no sin ironía que Pardo Valle reproduce); y allí también cavó su tumba Medinaceli, que para el caso, luego de publicar su diatriba en enero de 1937, buscó refugio en la Embajada de México y luego fugó a la finca de Francisco Medinaceli, su padre. Pero tal entrevero no acaba aquí. Será esa embajada la que, pocos meses después, habrá de recibir los cuadernos de El Loco, en calidad petitoria para su publicación (solicitud que sabemos fracasa) y será la estación de trenes en La Paz, vísperas a la fuga de Medinaceli y devolución de los cuadernos de El Loco, la que prefigurará la primera escena de esta carta que aúna maravillosamente y que Borda escribe apenas tres meses después.

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