[Fragmento sobre
(hacia)
una carta de AB a CM]
Fragmento del texto introductorio del libro Telón lento. Una carta de Arturo Borda a Carlos Medinaceli que La Mariposa Mundial presentó hace una semana en La Paz.
Rodolfo Ortiz
Punto bruno
La desaparición posee una línea de fuego con
respecto a la escritura. Los papeles póstumos de un escritor y toda su red de
resonancias suelen ser materiales perturbadores y afianzados en ciertos huesos
de ala dispersa en el tiempo.
Un borrador, a pedir de sí mismo, es un residuo.
Cava en el futuro descifrando el pasado. Cavar, diciendo sea, puede entonces
adherirse a un gesto aterrador en sí mismo; mirar una tumba vacía sin residuos.
Una obra, más que un objeto de contemplación, es
una intensidad. Proust integró la virtualidad de su trabajo en la narración
misma de esta búsqueda. Hay un libro siempre a venir, que se está
provisoriamente escribiendo al escribirlo, por así decir. Y esto sucede en
diferentes soportes o intenciones creativas; una hoja suelta de papel, un
cuaderno sin tapas, una carta, donde las variaciones y los montajes son los que
importan más que cualquier página de perfección. Un texto definitivo -alegaba
Borges- no corresponde sino a la religión o al cansancio. Borda clausuró toda
idea favorable de la escritura en 1925. Uno, al fin de cuentas, alegaría sin más
que viejo ya y como sombra “al fin era un hombre sentado”.
Voy en contrapunto: existe una intensión
que se antepone y tartamudea frente a toda intención de abertura.
Beckett, para no ir lejos, construye una prosa que se arrima con ansiedad a lo
insostenible de un borrador organizado; sin duda, erguido desde el fondo de lo
inefable hacia una especie de escala de intensidad de lo decible.
Percibo que Borda, en los vastos soportes donde
ejecutó su obra durante décadas, plantea un flujo de intensidad aledaño. La intensión,
en su caso, se referiría a una estética volcada “hacia adentro” y “desde
dentro”. Este doble movimiento, de posible resonancia romántica, pero también
de evidente procedencia futura y acaso ancestral, se constituye en una clave
interpretativa para acercarse al límite de su inimitable escritura tanteando en
la oscuridad.
La idea de límite, en este caso, no se refiere a
la de un “punto final”, que quizás no llega nunca, sino a la de un extraño y no
menos inasible “punto bruno”, para usar sus propias palabras. Esta singular
referencia se halla volcada hacia una dimensión de límite corporal desde la
cual irradia el heroísmo trágico de su escritura de aparente fragmentarismo.
Límite de una intensión totalizadora, en tal sentido, que señala el
momento de la articulación de una voz cuando los órganos abandonan el estado de
reposo, al adoptar, precisamente, la posición requerida para articular un
sonido.
En Borda aquel “punto bruno” es completamente
móvil y escurridizo. A veces aparece ligado a la sangre, otras veces a la respiración,
otras veces a la captación del instante, tantas otras a la repetición obsesiva
de un nombre o incluso a la imagen de una pulga inasible, como sucede en el
siguiente fragmento de El Loco que propongo leer con lente alegórico:
En mi casa hay una pulga que
salta maravillosamente. Salta y desaparece. Mis ojos giran ansiosos,
buscándola. El puntito bruno reaparece en distinto sitio, para desaparecer otra
vez. La veo y doy un manotón. (1064)
Bajo la forma de un ansia de áspera ironía o a
veces de una fuerza destructiva en permanente agitación libertaria, la “fase
inicial” de esta escritura se despliega desde una zona que tiende a la
irradiación y que prolifera hacia una totalidad nunca alcanzable.
Borda cifra este notable proceso de la siguiente
manera, esta vez, pienso, para leer sin lente alegórico:
Cuando nuestro cuerpo se
anestesia en vigilia, y de pronto, por intensidad ó debilidad en el ensueño,
volvemos á la vida de relación, entonces al menor ruido sentimos salir todo
nuestro yo por el oído larga y atentamente, como por un embudo acústico, ó
micrófono, indagando á través de la materia. (169 [sic])
Pienso que la tensión que proponen ambos textos,
entre una “fase final” y una “fase inicial”, respectivamente, podría
desplazarse hacia una mecánica distinta que esta vez se ubicaría en ese rasgo
pre-ontológico de una mano a-punto de escribir. Una mano a-punto
que hace borroso todo, pero que se anticipa a la idea de punto, si se quiere,
que “reaparece [siempre] en distinto sitio, para reaparecer otra vez”.
La lucha por traducir una lengua que pre-existe
a una lengua históricamente existente, quiero decir, la lucha del “manotazo”
limpio en lo inesperado de una página, es quizás aquello que hace posible
finalmente la intención de abertura de una escritura, en este caso, la
de una carta que se hace también para un “hacia fuera” insondable; quiero decir, que se hace para ese momento ciudadano íntimo y muchas veces crucial
de enviar una carta o no soltarla jamás.
La calle
La publicación
del manuscrito Nonato Lyra el año 2014 prefigura en este contexto una
resonancia callejera que también escuchamos en la carta de 1937, pues es en la
calle y en el periódico La Calle donde propiamente se engendra este
libro. La carta, por su lado, recogerá también una resonancia de estos papeles
y hará de ello la avanzada de un mundo anudado a su trama exterior.
Arturo Borda
no se cansa de sugerir que leer y escribir en Bolivia es también una aventura
callejera que opera en basural. Si deseamos que el puente, el recinto, la
estación, la caminata o el automóvil, se eleven a la dignidad de caligrafías
comunes, Nonato Lyra, personaje, se presenta más bien como un inmigrante
desarticulado, que se mueve abriendo las puertas de su lenguaje al magma
callejero y entroncado que no posee lugar. No confía en el destino, aunque lo
diga, y bebe “tempranito” en la orilla, mirando si pasa algo debajo de la
gente. Al cabo todo se vuelve borroso y solidario a la obsesión de reescribir
tal radicalismo de fuga: “Y así podemos pasar como una basurita que se lleva el
viento” (41), dice; y a bien, si aunamos el extraño derrotero de un papelito
suyo (¿una carta enviada a nadie, a todos?) hallado en un bolsillo de su
pantalón: “el tesoro de mi fortuna dejo para todos” (23).
Si bien un
genealogista se diferencia de un historiador no por su disputa en las maneras
de aprehender un pasado o un presente (al cabo siempre inasibles), propondría
más bien, a pura raíz de esta carta (la de Borda) y a puro “extraño derrotero” de la otra
carta que delira (la de Lyra), no una indagación histórica sucinta, pero sí un
recorrido de supracinta, si vale el término, capaz de atar y desatar lo que
significó 1937 en un contexto boliviano de intensa disyunción política y
cultural.
Sin embargo,
toda nomenclatura, en palabras de Borda, aparece en el cáucaso del no sé,
rebelde y astuto, a la sazón del periódico cortante llamado La Calle, que
sin saber da a luz al difunto memorable habido en Nonato Lyra, anarquista
real sin verano y escritor como nadie. Pero no solamente, pues aquel matutino
también hace tronar en su laboratorio, y sabiendo, el artículo sobre “Miss
Tarija” que provocará un escándalo y hasta sentencia de muerte a su autor
Medinaceli (que allí firma como Tristán Shandy). Y todo esto, que a la carta de
Borda llega enhebrado, se halla inmerso en esa otra maquinaria de la post
Guerra del Chaco, lúcidamente anunciada por Hilda Mundy en sus crónicas.
La Calle, que
hacía circular a tórax desnudo la Guerra Civil española y la hidroeléctrica del
crimen y la enfermedad en Bolivia, sopló sus tortas socialistas hasta 1946,
durante una década inmediatamente posterior a la campaña del Chaco, pues se
funda el martes 23 de junio de 1936, a la cabeza de Nazario Pardo Valle, dicho
sea, un emergente nacionalista pre-revolucionario. Sea como fuese, La Calle
fue un punto de convergencia, no diré bruno, pero sí un punto que llegó a
irradiador: allí Churata escribe sobre la “federación socialista”, en enero de
1937; Borda ya había publicado en 1936; allí también llega Hilda Mundy de
visita en febrero de 1937 (“Como mujer leal a mi sexo soy amiga de roscas...”, responde
en una nota no sin ironía que Pardo Valle reproduce); y allí también cavó su
tumba Medinaceli, que para el caso, luego de publicar su diatriba en enero de
1937, buscó refugio en la Embajada de México y luego fugó a la finca de
Francisco Medinaceli, su padre. Pero tal entrevero no acaba aquí. Será esa
embajada la que, pocos meses después, habrá de recibir los cuadernos de El
Loco, en calidad petitoria para su publicación (solicitud que sabemos
fracasa) y será la estación de trenes en La Paz, vísperas a la fuga de
Medinaceli y devolución de los cuadernos de El Loco, la que prefigurará
la primera escena de esta carta que aúna maravillosamente y que Borda escribe
apenas tres meses después.
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