sábado, 11 de junio de 2016

Las escenas

Aquel sótano guardaba el universo

Libros & películas. Una mirada. Una lectura de los pasajes que cambiaron nuestra forma de ver el mundo.



Aldo Medinaceli 

Un círculo que mide de dos a tres centímetros y que contiene todas las cosas, vistas desde todos los ángulos, durante todos los tiempos. El cuento El Aleph, de Jorge Luis Borges, publicado en 1949 nos hablaba de amor, locura y muerte, esa tríade tan revisitada pero siempre efectiva.
Beatriz Viterbo, la cita pálida y fantasmagórica a la Beatriz de Dante, es, en el caso del cuento de Borges, una mujer alta, delgada y poseedora de una torpeza que no carece de cierta gracia.
Al final del cuento, el narrador olvida los rasgos de su rostro, no sin antes conocer un lugar inolvidable que guarda todos los secretos del mundo.
En el viejo sótano de Carlos Argentino, primo hermano de Beatriz, el protagonista vislumbra un inverosímil descubrimiento: un aleph, es decir, el mismo círculo que mide de a tres centímetros y que contiene todas las cosas, vistas desde todos los ángulos, durante todos los tiempos.
Jorge Luis Borges afirmaba -acerca de la relativa popularidad de esta su historia-, con su acostumbrada ironía, que tal vez aquello se debía a que en el título había una palabra en un idioma extranjero, que además sonaba bien y que se escribía con “ph” en lugar de “f”. Sin embargo, al igual que muchas de sus narraciones breves, esta brilla con contundencia y solidez propias.
Vastísimo conocedor de tradiciones antiguas, algunas apócrifas, paganas, más o menos oficiales o incluso crípticas, el autor lograba resumir un concepto transversal en muchas de ellas con la creación artística de su infinito aleph.
En la escena transcrita a continuación, que para esta oportunidad me permito citar in extenso, el narrador nos confiaba una experiencia completamente iniciática, rozando los bordes de la racionalidad, en  medio de una visión deslumbrante de aquel pequeño círculo oculto en el sótano del primo Carlos Argentino:

“Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.). (….). En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, (…) vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.

Mediante esta hermosa imagen y la detallada descripción de sus efectos, Borges nos hablaba también de la posibilidad de que todo esté en todas partes, acerca de un espacio que abarcaba una totalidad de posibilidades, y de un universo conectado íntimamente con cada una de sus partes y habitantes.
Una teología panteísta y a la vez urbana, allí buena parte de su originalidad, resumida en esa imagen de abrumadora riqueza y poseedora de diversos detonantes para estudios teóricos.
Esta escena bien podría representar gran parte de la obra del gran escritor argentino, tal y como lo plantea en este cuento, es decir: la parte que contiene al todo, en una correlación entre lo micro y lo macro, entre lo diminuto y lo inconmensurable. Un átomo que repite el sistema solar, navegando acompañado en una gota de lluvia. Las rayas del tigre que a la vez son rastros de cometas pasados. Una mujer, Beatriz, que es al mismo tiempo todas las mujeres amadas y un observador que por supuesto también somos nosotros mismos, como lectores, asistiendo fascinados al espectáculo de un símbolo  mágico que, dentro de los márgenes de la propia ficción, cobraban vida sin derecho a réplica.


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