Aquel sótano guardaba el universo
Libros & películas. Una mirada. Una lectura de los pasajes que cambiaron nuestra forma de ver el mundo.
Aldo Medinaceli
Un círculo que mide de dos a tres centímetros y que contiene
todas las cosas, vistas desde todos los ángulos, durante todos los tiempos. El
cuento El Aleph, de Jorge Luis
Borges, publicado en 1949 nos hablaba de amor, locura y muerte, esa tríade tan
revisitada pero siempre efectiva.
Beatriz Viterbo, la cita pálida y fantasmagórica a la
Beatriz de Dante, es, en el caso del cuento de Borges, una mujer alta, delgada
y poseedora de una torpeza que no carece de cierta gracia.
Al final del cuento, el narrador olvida los rasgos de su
rostro, no sin antes conocer un lugar inolvidable que guarda todos los secretos
del mundo.
En el viejo sótano de Carlos Argentino, primo hermano de
Beatriz, el protagonista vislumbra un inverosímil descubrimiento: un aleph, es
decir, el mismo círculo que mide de a tres centímetros y que contiene todas las
cosas, vistas desde todos los ángulos, durante todos los tiempos.
Jorge Luis Borges afirmaba -acerca de la relativa
popularidad de esta su historia-, con su acostumbrada ironía, que tal vez
aquello se debía a que en el título había una palabra en un idioma extranjero,
que además sonaba bien y que se escribía con “ph” en lugar de “f”. Sin embargo,
al igual que muchas de sus narraciones breves, esta brilla con contundencia y
solidez propias.
Vastísimo conocedor de tradiciones antiguas, algunas
apócrifas, paganas, más o menos oficiales o incluso crípticas, el autor lograba
resumir un concepto transversal en muchas de ellas con la creación artística de
su infinito aleph.
En la escena transcrita a continuación, que para esta
oportunidad me permito citar in extenso, el narrador nos confiaba una
experiencia completamente iniciática, rozando los bordes de la racionalidad,
en medio de una visión deslumbrante de
aquel pequeño círculo oculto en el sótano del primo Carlos Argentino:
“Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza,
aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos
cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo
transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas
abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar
la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los
pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la
circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un
tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano
rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.).
(….). En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera
tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego
comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos
espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres
centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo
claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi
el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en
el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi
interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos
los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle
Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en
Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi
convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en
Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo
cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda,
donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera
versión inglesa de Plinio, (…) vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y
ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa,
vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas,
increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un
adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que
deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura
sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph,
desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el
Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí
vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural,
cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el
inconcebible universo”.
Mediante esta hermosa imagen y la detallada descripción de
sus efectos, Borges nos hablaba también de la posibilidad de que todo esté en
todas partes, acerca de un espacio que abarcaba una totalidad de posibilidades,
y de un universo conectado íntimamente con cada una de sus partes y habitantes.
Una teología panteísta y a la vez urbana, allí buena parte
de su originalidad, resumida en esa imagen de abrumadora riqueza y poseedora de
diversos detonantes para estudios teóricos.
Esta escena bien podría representar gran parte de la obra
del gran escritor argentino, tal y como lo plantea en este cuento, es decir: la
parte que contiene al todo, en una correlación entre lo micro y lo macro, entre
lo diminuto y lo inconmensurable. Un átomo que repite el sistema solar,
navegando acompañado en una gota de lluvia. Las rayas del tigre que a la vez
son rastros de cometas pasados. Una mujer, Beatriz, que es al mismo tiempo
todas las mujeres amadas y un observador que por supuesto también somos
nosotros mismos, como lectores, asistiendo fascinados al espectáculo de un
símbolo mágico que, dentro de los
márgenes de la propia ficción, cobraban vida sin derecho a réplica.
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