miércoles, 29 de junio de 2016

Patio interior

Caracteres, pinceles y palabras



Sobre el arte –en todo el sentido de la palabra- de escribir en chino.

  
Juan Cristóbal Mac Lean E. 

Traducir poesía, es por demás sabido, resulta en general tarea vana, traidora y traicionera, y lo es muchísimo más que tratándose de cualquier otro tipo de texto, documento o escritura, pues en el poema, precisamente, cada palabra está vigilada, acogida o producida en su justo sitio -ella y no otra, ahí y no en otra parte. Es absolutamente irreemplazable, de ninguna manera intercambiable, dirá el poeta. Y, si es verdadero poeta, no es que se haya servido  de una palabra, que meramente la haya utilizado, sino que la halló –o llegó ella sola al poema que iba a su encuentro.
¿Y qué pasa si además de cambiarla, se lo hace por otra que encima es de otro idioma y jamás será “igual”, o incluso muy vagamente, apenas, tendrá un significado como el de la palabra original? Si ya hay, de entrada, tan formidables problemas de traducción en lenguas aún emparentadas, pertenecientes al fin y al cabo a una misma familia, digamos la indoeuropea, la distancia que en cambio se da con lenguas de otras familias lingüísticas o lejanísimos universos semióticos, como por ejemplo el sino-japonés, parece ya infranqueable.
Claude Roy, que él mismo tradujo poemas del chino o se inspiró en ellos para escribir los suyos, tiene un artículo citado por F. Cheng y se llama “La vana tarea de traducir poesía china”.
Siguiendo el tema en algunos libros (la árida parte “técnica” del libro de Cheng o Quelque particularités de la langue et la pensé chinoise del gran Marcel Granet, -disponible en internet) las dificultades no hacen sino ahondarse. Y no solo están las lingüísticas, lexicales y sintácticas, sino las “escriturales”, que a su vez son otro rasgo fundamental de esta primerísima “poesía visual” -nunca mejor usada la expresión. Explicando los caracteres en su relación con el lenguaje, M. Granet habla a su vez de “pintura vocal”, mientras F. Cheng se refiere a “ritmos visuales”.
Los caracteres mismos que componen la escritura china y como se presiente, tienen pues un puesto y una historia radicalmente diferentes de los de otras escrituras, por ejemplo las que desembocaron en la occidental y que usamos en esta parte del mundo.
La letra, efectivamente, es totalmente distinta de lo que es el caracter. En un primer momento, en los albores de esta escritura, se cuenta, hubo un ademán pictogramático en que el caracter copiaba, estilizaba y esquematizaba la idea o imagen de lo referido. Así, los caracteres para las palabras tierra, cielo, árbol, sol, luna o bosque, son miméticas y fáciles de entender, memorizar. Pero los caracteres no dejaron de evolucionar, agregando complejidades en cuanto a su pronunciación y otras precisiones semánticas.
Conviene recordar que no hay abecedario en chino por lo mismo que cada carácter es una sola palabra completa y monosilábica, aunque su significado mismo esté sujeto a desplazamientos o  variaciones contextuales, y ello por mucho que el carácter en sí se mantenga inmutable. Esto lo capta bellamente Elias Canetti, en cuya obra tan singular importancia tiene todo lo chino: “Las anécdotas de los chinos con sus nombres monosílabos: todo reducido a fórmulas que para nosotros resultan inimitables. Incluso lo más ambiguo está bien; cada palabra, en su forma exacta, es como una nota; en ella resuenan muchas cosas y cuando junto con ella suenan otras notas, éstas tienen un carácter único y definido. (…) Como si fuera un instrumento, toca órdenes pero no deja de ser libre. Todos y cada uno de estos caracteres son independientes los unos de los otros”.
De la singular importancia de dichos caracteres y su escritura, atestigua también el hecho de que la sola caligrafía haya sido, sea, un gran arte. Y no en vano poesía, pintura y caligrafía parecen aquí un trío indisociable, proveniente de un mismo impulso esencial y del uso de las mismas herramientas con que efectuarse: tinta, pincel, papel. (En YouTube es posible ver a eximios calígrafos chinos, cuando no monjes zen japoneses, escribiendo-pintando caracteres).
Y es también común, cuando se hojean antologías o historias, encontrarse con que muchos de los poetas-pintores-calígrafos hayan sido monjes (taoístas, budistas o confucianos, sin que jamás estas denominaciones interfieran entre sí). De tal modo, no debe extrañar que en estas condensaciones de elementos, la sola caligrafía resulte un arte profundamente espiritual. La tableta o tablilla con caracteres escritos en ella puede ocupar, en los altares, el sitio que en otras partes lo ocupan divinidades o sus personificaciones.  
“La religión del signo” se llama un pequeño capítulo de Claudel (en Conaissance de l’Est) , donde considera que “puede verse en el carácter chino un ser esquemático, una persona escritural que tiene, como un ser que vive, su naturaleza y sus maneras, su acción propia y su virtud íntima, su estructura y su fisonomía”.
François Cheng también subraya esos aspectos: “los signos ideográficos apuntan menos a copiar el aspecto de las cosas que a figurarlas mediante rasgos esenciales cuyas combinaciones revelarían su esencia así como los lazos secretos que las unen”. Aquí los signos, que revelan pues la esencia de las cosas y sus relaciones, tienen una función mágica y sagrada. En este contexto, Cheng cita un verso-venablo del clásico Du Fu: “Terminado el poema, dioses y demonios quedan estupefactos”.
No es de extrañar, así, que el mismo origen de los caracteres y su historia mítica ya vienen envueltos en inimaginables aires esotéricos y asociados con las artes de la adivinación, con trazos inscritos en caparazones de tortugas, huesos animales. O están, y esto es muy hermoso, las huellas de patitas de grullas en la arena que inspiraron al creador y sistematizador mítico de los primeros caracteres, que en su primer momento puramente pictórico y mímico, copiaban el mundo.
De ahí, entonces, el aspecto sacramental del carácter, que al venir-del-mundo debe estar en armonía con este mismo mundo y por tanto exige, de quien lo traza, su propia consonancia con dicha armonía, de manera que la sola escritura como arte caligráfico ya es, por sí misma, lo que en occidente se llamó un “ejercicio espiritual”. Es que se trata, apenas nos asomamos a él, de un mundo plagado de ejercicios espirituales, de codificados ritos, gestos y modulaciones, todos fijados e inamovibles en el espesor de la Tradición y en la que, otra vez, la escritura (que va mucho más allá de meramente representar la palabra hablada) desempeña un papel central.
Y si tales distancias o abismos se esbozan solamente al considerar la escritura china, los problemas específicamente lingüísticos no son menores, tratándose de una lengua en la que se cumple la apoteosis de lo concreto en desmedro de la abstracción y del concepto, en la que a veces ni siquiera son reconocibles ni los verbos como tales -tal como lo expone Granet. De pronto las gramáticas de nuestra área lingüística no sirven para casi nada.

Siendo tan grandes las barreras, pues, ¿cómo se encaró o encaran los problemas de traducción? Pero ello tiene inesperadas sorpresas. Así por ejemplo, la profunda influencia de la poesía china en la de lengua inglesa. Y para contar de ese extraordinario capítulo de la literatura universal, debemos referirnos a Ezra Pound y su libro Cathay. Next.

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