Caracteres, pinceles y palabras
Sobre el arte –en todo el sentido de la palabra- de escribir en chino.
Juan Cristóbal Mac Lean E.
Traducir poesía, es por demás sabido, resulta en general tarea vana,
traidora y traicionera, y lo es muchísimo más que tratándose de cualquier otro
tipo de texto, documento o escritura, pues en el poema, precisamente, cada
palabra está vigilada, acogida o producida en su justo sitio -ella y no otra,
ahí y no en otra parte. Es absolutamente irreemplazable, de ninguna manera
intercambiable, dirá el poeta. Y, si es verdadero poeta, no es que se haya
servido de una palabra, que meramente la
haya utilizado, sino que la halló –o llegó ella sola al poema que iba a su
encuentro.
¿Y qué pasa si además de cambiarla, se lo hace por otra que encima es de
otro idioma y jamás será “igual”, o incluso muy vagamente, apenas, tendrá un
significado como el de la palabra original? Si ya hay, de entrada, tan formidables
problemas de traducción en lenguas aún emparentadas, pertenecientes al fin y al
cabo a una misma familia, digamos la indoeuropea, la distancia que en cambio se
da con lenguas de otras familias lingüísticas o lejanísimos universos
semióticos, como por ejemplo el sino-japonés, parece ya infranqueable.
Claude Roy, que él mismo tradujo poemas del chino o se inspiró en ellos
para escribir los suyos, tiene un artículo citado por F. Cheng y se llama “La
vana tarea de traducir poesía china”.
Siguiendo el tema en algunos libros (la árida parte “técnica” del libro
de Cheng o Quelque particularités de la
langue et la pensé chinoise del gran Marcel Granet, -disponible en internet)
las dificultades no hacen sino ahondarse. Y no solo están las lingüísticas,
lexicales y sintácticas, sino las “escriturales”, que a su vez son otro rasgo
fundamental de esta primerísima “poesía visual” -nunca mejor usada la expresión.
Explicando los caracteres en su
relación con el lenguaje, M. Granet habla a su vez de “pintura vocal”, mientras
F. Cheng se refiere a “ritmos visuales”.
Los caracteres mismos que componen
la escritura china y como se presiente, tienen pues un puesto y una historia radicalmente
diferentes de los de otras escrituras, por ejemplo las que desembocaron en la
occidental y que usamos en esta parte del mundo.
La letra, efectivamente, es
totalmente distinta de lo que es el caracter.
En un primer momento, en los albores de esta escritura, se cuenta, hubo un
ademán pictogramático en que el caracter copiaba, estilizaba y esquematizaba la
idea o imagen de lo referido. Así, los caracteres para las palabras tierra,
cielo, árbol, sol, luna o bosque, son miméticas y fáciles de entender,
memorizar. Pero los caracteres no dejaron de evolucionar, agregando complejidades
en cuanto a su pronunciación y otras precisiones semánticas.
Conviene recordar que no hay abecedario en chino por lo mismo que cada
carácter es una sola palabra completa y monosilábica, aunque su significado
mismo esté sujeto a desplazamientos o
variaciones contextuales, y ello por mucho que el carácter en sí se mantenga
inmutable. Esto lo capta bellamente Elias Canetti, en cuya obra tan singular
importancia tiene todo lo chino: “Las anécdotas de los chinos con
sus nombres monosílabos: todo reducido a fórmulas que para nosotros resultan
inimitables. Incluso lo más ambiguo está bien; cada palabra, en su forma
exacta, es como una nota; en ella resuenan muchas cosas y cuando junto con ella
suenan otras notas, éstas tienen un carácter único y definido. (…) Como si
fuera un instrumento, toca órdenes pero no deja de ser libre. Todos y cada uno
de estos caracteres son independientes los unos de los otros”.
De la singular importancia de dichos caracteres y su escritura, atestigua
también el hecho de que la sola caligrafía haya sido, sea, un gran arte. Y no
en vano poesía, pintura y caligrafía parecen aquí un trío indisociable,
proveniente de un mismo impulso esencial y del uso de las mismas herramientas
con que efectuarse: tinta, pincel, papel. (En YouTube es posible ver a eximios
calígrafos chinos, cuando no monjes zen japoneses, escribiendo-pintando
caracteres).
Y es también común, cuando se hojean antologías o historias, encontrarse
con que muchos de los poetas-pintores-calígrafos hayan sido monjes (taoístas,
budistas o confucianos, sin que jamás estas denominaciones interfieran entre
sí). De tal modo, no debe extrañar que en estas condensaciones de elementos, la
sola caligrafía resulte un arte profundamente espiritual. La tableta o tablilla
con caracteres escritos en ella puede ocupar, en los altares, el sitio que en otras
partes lo ocupan divinidades o sus personificaciones.
“La religión del signo” se llama un pequeño capítulo de Claudel (en Conaissance de l’Est) , donde considera
que “puede verse en el carácter chino un ser esquemático, una persona
escritural que tiene, como un ser que vive, su naturaleza y sus maneras, su
acción propia y su virtud íntima, su estructura y su fisonomía”.
François Cheng también subraya esos aspectos: “los signos ideográficos
apuntan menos a copiar el aspecto de las cosas que a figurarlas mediante rasgos
esenciales cuyas combinaciones revelarían su esencia así como los lazos
secretos que las unen”. Aquí los signos, que revelan pues la esencia de las
cosas y sus relaciones, tienen una función mágica y sagrada. En este contexto,
Cheng cita un verso-venablo del clásico Du Fu: “Terminado el poema, dioses y
demonios quedan estupefactos”.
No es de extrañar, así, que el mismo origen de los caracteres y su
historia mítica ya vienen envueltos en inimaginables aires esotéricos y
asociados con las artes de la adivinación, con trazos inscritos en caparazones
de tortugas, huesos animales. O están, y esto es muy hermoso, las huellas de
patitas de grullas en la arena que inspiraron al creador y sistematizador
mítico de los primeros caracteres, que en su primer momento puramente pictórico
y mímico, copiaban el mundo.
De ahí, entonces, el aspecto sacramental del carácter, que al venir-del-mundo
debe estar en armonía con este mismo mundo y por tanto exige, de quien lo
traza, su propia consonancia con dicha armonía, de manera que la sola escritura
como arte caligráfico ya es, por sí misma, lo que en occidente se llamó un
“ejercicio espiritual”. Es que se trata, apenas nos asomamos a él, de un mundo
plagado de ejercicios espirituales, de codificados ritos, gestos y modulaciones,
todos fijados e inamovibles en el espesor de la Tradición y en la que, otra
vez, la escritura (que va mucho más allá de meramente representar la palabra
hablada) desempeña un papel central.
Y si tales distancias o abismos se esbozan solamente al considerar la
escritura china, los problemas específicamente lingüísticos no son menores,
tratándose de una lengua en la que se cumple la apoteosis de lo concreto en
desmedro de la abstracción y del concepto, en la que a veces ni siquiera son
reconocibles ni los verbos como tales -tal como lo expone Granet. De pronto las
gramáticas de nuestra área lingüística no sirven para casi nada.
Siendo tan grandes las barreras, pues, ¿cómo se encaró o encaran los problemas
de traducción? Pero ello tiene inesperadas sorpresas. Así por ejemplo, la
profunda influencia de la poesía china en la de lengua inglesa. Y para contar
de ese extraordinario capítulo de la literatura universal, debemos referirnos a
Ezra Pound y su libro Cathay. Next.
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