Gilberto Rojas, una leyenda
El autor se suma a las conmemoraciones y homenajes por el centenario del prolífico compositor orureño.
Pablo Mendieta Paz
Los criterios que puedan formularse sobre el folklore
musical, o música popular de una nación pueden ser, por su inveterada esencia,
tanto de carácter particularmente múltiple
como variado, si se tiene en cuenta que, orgánicamente, tratan de la vida de
los pueblos, de su memoria colectiva, esto es, de su tradición.
Con una visión aún más ancha, manifestaba un investigador
argentino que el folklore total “proviene de un pretérito indeterminado vigente
hoy en las preferencias colectivas, en los ideales comunes, en las costumbres,
en las normas consuetudinarias”.
Si se parte de este incontestable fundamento, es posible
inferir que la música folklórica o popular establece modelos de conducta
colectiva pasada, y también actual (vigente hoy), pues sustenta la forma de ser
de los hombres y mujeres de las comunidades que la propagan, hasta llegar a un
punto en que integra funcionalmente -como ya se afirmó- la vida de un pueblo o
de los pueblos. En nuestra realidad, no es posible mayor certeza por las
expresiones de telurismo, de biotipología, y de tanto otro factor que fija
escenarios musicales tan diversos y expresivos de la música en Bolivia.
Apercibido de esta filosofía, uno de los mayores y más prolíficos
compositores de música popular que ha dado nuestro país ha sido el orureño
Gilberto Rojas quien, persuadido de que su creación debe abrazar la abundancia
de formas que hacen a la extensa y heterogénea fisonomía musical de nuestra
geografía, compuso más de 400 canciones que, favorecidas por su prodigio, integraron
a un país de concepción tan disímil en lo estrictamente artístico.
Hombre originario del ande, en su más tierna infancia
descubrió al charango como el más asombroso vehículo para transmitir el sonido
de su terruño, de aquella policromía musical de las montañas que cobijan al
mítico altiplano; y, en su caso, más aún, pues por la especial ubicación de su
natal Oruro tuvo la virtud de difundir el excepcional lirismo quechua y el
místico “panteísmo” aymara, cuyos valores estéticos fuertemente arraigados en
su naturaleza íntima forjaron al inspirado artista andino.
No obstante, músico visionario y comprometido con todo lo
que obsequiaba su tierra, su país, advirtió, como esclarecido pionero, que el
“universo nacional” ofrecía perspectivas de una riqueza musical inacabable.
Vislumbraba como muy posible, si no con absoluto convencimiento e indisimulable
entusiasmo, que aquel ideario de integración nacional era factible, por mucho
que la desemejanza de las formas musicales de una región a otra fuera en
extremo marcada. Nació en él, entonces, su gran proyecto: la creación a
ultranza de todos los géneros, de la multiplicidad de expresiones musicales de
su patria.
Bajo la tutela en formas musicales, en instrumentación y en
técnicas compositivas del artista paceño Antonio Gonzales Bravo, musicólogo de
gran predicamento que recorrió el territorio nacional compilando los distintos
aires nativos (en 1948 orquestó una suite para conjunto de cuerdas sobre
melodías aymaras, entre otros trabajos fundamentales), Gilberto Rojas, en clara
comprensión de los fenómenos, estilos y facetas estético-musicales de una
patria artística tan singular como la nuestra, emprendió un gigantesco trabajo
creador cuyo propósito era componer música para todas las regiones del país,
una auténtica gesta épica que consistía en enlazar hacia toda su diversidad el
arte sonoro de Bolivia. Y así lo hizo.
Escribió música para todos los rincones de una exquisita
geografía nacional en arte. Animado por un espíritu libre de toda condición
regionalista -tal cual se ha mencionado-, su privilegiado oído lo transportó a
todo género musical. Con el fin de dar forma a un privativo arte situado en
raíces de carácter expansivo, se aproximó a los pueblos, a sus prácticas
tradicionales, a los rasgos, temperamentos y cualidades distintivos y propios
de ellos, a través de los cuales Gilberto Rojas se empapó de su música; de una
música que se antojaba perfectamente original de cada departamento, provincia,
pueblo, o de toda otra región nativa.
En pleno ejercicio de esta magnífica tarea, corresponde aquí
retroceder en el tiempo. Admiten quienes lo conocieron de cerca que antes de
proyectarla y hacerla efectiva, él, sin duda, ya la intuía, la presentía, pero
quiso el destino que ante el estallido de la Guerra del Chaco solo pudiera
fantasearla en el escenario de la contienda, del vacío, de la nostalgia, de la
extirpación de los vínculos afectivos.
Sin embargo, quién sabe si a raíz de esa conflagración,
Gilberto Rojas fue alimentando día tras día, íntimamente, el plan de unir a
Bolivia con su música; y al fin, toda escaramuza, toda sangre derramada, toda
muerte, no fueran en vano. Por lo contrario, fueron, en suma, los factores, la
causa ya vital para hacer aún más potente esa noble convicción. No por nada su
música, fértil en exposición de motivos, en construcción de frases, pero sobre
todo en tejido melódico, inspira a la par visos de ausencia así como una
desbordante alegría.
Los ejemplos, a poco andar, saltan a la vista, al oído:
taquiraris de compás ternario y variaciones rítmicas como Cunumicita, Viborita chis chis chis, Negrita, Luna chapaca, Oh mi
Oruro, Viva Santa Cruz, entre otros. Huayños en dos por cuatro, como A Uyuni, Viva Cochabamba, Ojos azules.
Palmeras, en ritmo de polca sudamericana (conocida internacionalmente por
la interpretación del trío Los Panchos), y tantas otras canciones que avalan la
fuente y el desarrollo de la música de este ilustre y talentoso músico orureño,
Gilberto Rojas Enríquez quien -en recuerdo de los 100 años de su natalicio- es
conceptuado hoy como un auténtico emblema y bastión de la música popular de
Bolivia: una leyenda.
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