martes, 18 de octubre de 2016

El chicuelo dice

Definición para el fenómeno
de la aparición de las nubes

Las vacaciones de una familia pobre, los inicios de una enfermedad, las nostalgias de tiempos peores…



Wilmer Urrelo 

Digo: nos habíamos acostumbrado a ser pobres. La misma ropa todos los años, Chicuelo, las mochilas colegiales costuradas, los zapatos de hace siglos. Digo y afirmo: acostumbrados a ser una familia pobre post desastre económico de 1985. A contar los centavos para comparar tan solo cinco panes. A pedir prestado perdiendo la poca vergüenza que adquieren los pobres cuando aparecen, de la nada, las nubes en el cielo familiar.
—En esa polaroid estamos tu papá —dice mi mamá—, tu hermana, tu hermano, el Chiquito, ese pequinés malhumorado que fue nuestro perro, yo y vos también.
—¿Qué es la familia? —reflexiona la Ovejita Literaria—. ¿La base de esta sociedad?, ¿o tan sólo un grupo de personas unidas por el azar?
A continuación la definición para el fenómeno de la aparición de las nubes: antes de 1985, digo, éramos de una clase media media mediocre, luego de 1985 el mundo se dio vuelta: chau colegio privado de cierta categoría, hola realidad de la bestialidad boliviana.
—Lo recuerdo y lo confirmo, pequeño niño blasfemo —dice el Chicuelo viendo la polaroid de esas extrañas vacaciones en Copacabana—, éramos la familia que empezaba a partirse no en mil pedazos, solo que se partía y ya, y que se iba al fondo del fondo de las familias plomizas de este país. Lo afirmo sin dudarlo, Florecita Rockera: la familia pobre que no podía gozar nunca en su vida, es decir, jamás gozar de paseos los domingos, de algún helado que abriera la senda de la esperanza de mejores días. La familia que un día, no se sabe cómo, se fue de vacaciones a Copacabana, lugar de rezos, de un lago no tan limpio, de ese cerro inabarcable llamado Calvario. Copacabana: el refugio para las parejitas que empezaban a conocerse en lo íntimo, en la desnudez de sus cuerpos y de sus pieles brillantes y grandiosas.
—Las parejitas que empiezan a conocerse —reflexiona la Ovejita Literaria—. Las que experimentan qué significa respirar al lado de otro ser humano. De dormir juntos. De ver a la otra persona por las mañanas.
—Además un lugar para poder olvidar por un par de días el trabajo en el hospital — dice la mamá del Chicuelo.
—O del colegio donde éramos un desastre —dice mi hermano.
—Menos yo —dice mi hermana—. Yo siempre fui una buena alumna, hasta estaba becada. ¿Se olvidaron de eso, par de idiotas?  
Miren los detalles de la polaroid: esta familia, esa familia de polaroid, todos ellos ahora están fuera del tiempo, es la tristeza que acumulan las familias, la tristeza imposible de describir, la tristeza que no tiene lugar pero que está al interior de todas las familias. Las familias fuera del tiempo que llegaba con las justas (a veces ni eso) a fin de mes. Y los pocos recuerdos que tengo cuando era un niño (que tienes, Chicuelo) a veces se iluminan gracias a esas vacaciones. Digo: las vacaciones en Copacabana, el lugar más sucio de toda Bolivia. El más antihigiénico y por lo tanto el más religioso.
—Cuando vi la playa —dice el Chicuelo—, lo primero que hice fue blasfemar, mentarle la madre a Jesús y…
 —Y encomendarte al oscuro —interrumpe la Ovejita Literaria—, eso ya lo sabemos.
—¿Puedes dejar de escribir tremendas barbaridades? —reclama mi mamá—. ¿No te acuerdas que Copacabana fue el lugar donde tu papá y yo nos casamos por la iglesia?
—Dice esas burreras solo para llamar la atención —se carcajea de pronto la Ovejita Literaria—. Para que la Florecita Rockera lo recuerde, para que se acuerde de su existencia.
Recuerdo: el tiempo siempre doloroso e incomprensible. Por ejemplo, la Florecita Rockera (ya que hablamos de lo incomprensible), tan lejos de acá, tan grande la inmensidad que nos separa…, y el Chicuelo prefiere cambiar de tema: más bien piensa en ese perrito que, hace años atrás, estuvo en esas vacaciones, ese perrito pequinés de terrible carácter.
—Como todos los perros extranjeros —anota el pequeño niño blasfemo.
Digo: se llamaba Chiquito y odiaba a media humanidad. O recuerdo: las vacaciones en esa flota gigante, esas vacaciones en una sola habitación de un alojamiento llamado (¡qué creatividad¡) Mamita de Copacabana. Digo: las vacaciones donde unos niños más pobres que uno tenían un rasgo insoportable. Los niños rezadores. Los niños católicos que abundaban por el Calvario.
—Hubo uno que te acusó de no saber rezar —dice la Ovejita Literaria.
Recuerdo: la mañana en que salimos del alojamiento Mamita de Copacabana, para luego ir al mercado y comer las famosas truchas y después (¿fue tu mamá o tu papá, Chicuelo?) quien dijo que deberíamos subir al Calvario, y yo para esa época (sin saberlo) quizá ya empezaba a sentir los primeros síntomas de esta enfermedad que me está matando: me dolían las rodillas y mi papá diciendo hay que subir ahora, y mi mamá así machucan sus pecados, ¡jajaja!, y mi hermana yo subo fácil, en cinco minutos estoy arriba, y mi hermano encogiéndose de hombros, a mí no me importa nada, la verdad, y el perrito ladraba a todo el mundo mientras subíamos y mi mamá: hasta dueño del Calvario se cree este.
Entonces, cuando estábamos en una de las primeras paradas del Calvario, aparecieron. ¿Quiénes? ¿Los apóstoles? ¿Los que le tiraban piedras a Jesús mientras subía un lugar igualito?, y el Chicuelo diciendo no. Ahí estaba yo mirándolos rezar de rodillas y mientras tanto tu mamá se persignaba y a lo mejor tu papá fiambre pedía al cielo que vengan mejores días para esta familia, por favorcito, y yo invocando al oscuro, que se jodan todos, y la Ovejita Literaria diciendo: la ingratitud es lo peor que puede haber en este mundo. Entonces uno de los niños se da vuelta, te mira, me mira, y dice:
—¿Y vos no sabes rezar o qué?
Y el Chicuelo sin decir nada, quedándose de una sola pieza, como se dice.
—Un pobre impostor —dice el pequeño niño blasfemo—. ¿No tenías el valor de decirle a ese chiquillo estoy pactado con el Diablo, así que a callarse, mierda?
—Qué iba a decir eso —dice la Ovejita Literaria—. ¿No quieren entender que solo hace este teatro para que la Florecita Rockera lo mire? Si es un tremendo teatrero, yo lo conozco desde chiquito.
Lo cierto es que no dices nada, Chicuelo, no digo nada y los pobretones se ríen de él, y yo solo pensando mátalos de un rayo, Patrón, sin embargo ni rayo ni nada, y el Chicuelo había terminado de subir el Calvario, y ahí estaban, sin darme cuenta, los primeros rasgos de la enfermedad: el agotamiento, el dolor en las rodillas, mientras mis hermanos y mi papá y mi mamá miraban el lago: abajo las aguas verdosas, el cielo algo nublado, y mi papá había comprado una casita con la esperanza de tener una igual pero de verdad, y también un auto, y luego un señor había challado ambos objetos, y el Chicuelo diciendo:
—Eso me gustaba más que rezar. Ver la magia de la challa, oler el incienso y escuchar las palabras en aymara que vaya a saber uno qué significaban.
Ni casa ni coche propio, piensa el Chicuelo, ahí sí ese Dios nos falló, ¿no habría sido mejor pedirle esas cosas a Satanás? A lo mejor él si nos cumplía y mi mamá: ¡calla¡, si no se dio nada de eso será por algo y la Ovejita Literaria diciendo:
—Porque Dios odia a las familias polaroid a lo mejor. Y a los perros malhumorados también.
—Y a los niños satánicos que van tejiendo su enfermedad sin saberlo también —aporta el pequeño blasfemo—. ¡Qué injusticia! Con razón el mundo anda cada día peor.
Digo: las últimas vacaciones familiares sobre un cerro llamado Calvario, el cerro lleno de niños más pobres que uno…
—¿Y vos no sabes rezar o qué?
…más pobres que uno, la casita y el coche challado, el perro malhumorado, mi mamá pensando acá nos casamos con tu papá, qué nostalgia, y yo sintiendo el dolor en las rodillas. En eso quedó esa familia de cinco integrantes (o seis, si contamos al perrito): en una polaroid que lamentablemente no desaparecerá con el tiempo, que seguirá ahí, recordándonos qué familia más triste y pobre fuimos.

Digo: todos los de esta polaroid vamos a desaparecer de manera paulatina. Y nadie sabrá lo que pasó en ese febrero de 1988, y mi papá desde el otro lado: cuando las nubes invadieron nuestro miserable cielo que ya no se ve desde acá, hijito.

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