miércoles, 12 de octubre de 2016

Libros

De La odisea al Ulises de James Joyce

Porque nunca está demás, el autor boliviano ofrece una lectura detallada de la obra maestra de Joyce, sin perder de vista la legendaria odisea de Homero.



Enrique Rocha Monroy 

Al componer La odisea, Homero comprendió que no podía repetir los efectos dramáticos de La ilíada. Por tanto, su segunda obra es una historia de aventuras que tiene origen no en los cantos heroicos sino en los antiguos relatos y narraciones folklóricas.
La odisea narra la historia de Ulises, un hombre que tras muchos padecimientos y vagabundeos vuelve a su hogar donde le espera su esposa, materialmente sitiada por un puñado de pretendientes. Al llegar disfrazado de mendigo, Ulises arroja al suelo los harapos que lo cubren. Cuando concluye con la matanza a flechazos -por su destreza en el dominio del arco lo descubre su mujer- de todos los pretendientes de Penélope (eran más de cien) se acuesta vestido y agotado al lado del cuerpo palpitante de horror de la reina. Olía a sangre humana.
No dio ninguna importancia al llanto de Penélope por la pérdida de tanta belleza y juventud. El no creía en el amor desinteresado de su mujer. Esos hombres, todos jóvenes y hermosos, estaban bien muertos. Su conciencia de héroe no le daría sobresaltos a partir de ese momento.
Ulises, el libro de James Joyce, se basa escrupulosamente en cada uno de los 18 cantos de La odisea durante 18 horas del día 16 de junio de 1904 en Dublín. Lo que le sucede ese día al protagonista es una paráfrasis de lo que le ocurrió al rey Ulises durante su regreso a Ítaca después de la guerra de Troya.
Homero relata su epopeya en 18 episodios que duran unos 20 años. Al final, Ulises ha envejecido. Joyce utiliza al anciano guerrero como símbolo de las peripecias que vive su personaje, que no es precisamente un héroe. El también, cansado de lidiar con las Circe de los burdeles de Dublín, se acuesta agotado al lado de su mujer, palpitante de vida y con un agudo olfato para presentir la belleza del cuerpo joven de Telémaco (James Joyce), que duerme su borrachera en la habitación de al lado.
La historia comienza unos capítulos antes, pero en el momento de presentar a su personaje el autor lo hace con estas palabras: “Leopoldo Bloom comía con fruición órganos internos de bestias y aves”. Extraña manera de presentar a un héroe. El Ulises clásico es noble y todo en la epopeya homérica tiene elevado origen y selecta estirpe. Penélope es una reina, Ulises es el rey de Ítaca y Telémaco es un príncipe heredero obediente a los dictados de su ilustre padre. Todos están sometidos a las leyes de una noble concepción de la vida.
El tono de Homero no desciende jamás a la ironía ni deja dudas o sospechas sobre la conducta de sus personajes. Homero es “el padre Homero” de la epopeya clásica griega, y nada tiene que ver con el espíritu burlón de Aristófanes, por ejemplo. Todo en Homero es elevado, digno, sobrio y majestuoso.
El Ulises del siglo XX es un corredor de avisos comerciales para los diarios, un buen burgués que no conoce la felicidad plena de verse vivir en un ambiente adecuado a su personalidad. Tiene pies planos, es tacaño y judío, aunque se ha bautizado. En medio de las pullas antisemitas de algunos de la tertulia, Leopoldo Bloom reacciona bien: “¿Y qué? ¿Acaso Jesús no era judío también?”.
Su Penélope se llama Molly, Marion Tweed Bloom. Es gibraltareña, hija del general Bryan Cooper Tweed y de la judía española Lunita Laredo. El autor nos advierte que por ser descendiente de madre española, Molly es muy apasionada en el amor. Comete adulterio con Hugo Boylan.
El Ulises del siglo XX se levanta, se baña, prepara  el desayuno, se lo lleva a Molly a la cama, lee el diario, se entera de las noticias del día, entre ellas de la muerte de su amigo Dignam (“¡Pobre Dignam!”), y sale a la calle canturreando una canción de moda. Su mujer, que se desayunó en la cama, queda entre las sábanas perezosa y somnolienta para no entablar ningún diálogo con su marido que lo distraiga de sus ocupaciones. Pero tiene el oído alerta para adivinar la entrada de su amante, un tenor. “Los tenores -sostiene Mr. Bloom- siempre tienen mucha suerte con las mujeres”.
Como se ve, este Ulises de pies planos sabe que su Penélope lo engaña y esta Penélope no ignora que su marido se deja encantar fácilmente por las sirenas de los prostíbulos de Dublín. Ahora Bloom tiene cosas más importantes y piadosas que realizar: ir al entierro del amigo Dignam, aunque esto le impedirá ir a visitar a un cliente. Pero no, no, no puede faltar al entierro del amigo Dignam. ¿Qué dirían todos los amigos si no fuera? Lo acosarían a indirectas sobre su origen judío.
No hay antisemitismo en Ulises. Pero Joyce necesitaba un hombre con una serie de conflictos íntimos, un oriental preferiblemente, para simbolizar en él al hombre moderno acosado por los traumas que le crea una sociedad fragmentada y deshumanizada. Un simple irlandés no le servía. Leopoldo Bloom es un símbolo humano, una síntesis del hombre moderno que nos roza a todos con sus frustraciones y sus inhibiciones. Tenía que ser un judío. Un judío es un ser atemporal, ahistórico.
El mismo Bloom se autodefine: “El judío es un ser fuera del tiempo”. No vive para los onomásticos ni los aniversarios. Viene de la eternidad y va hacia la eternidad. Ese hombre venido del misterio de Oriente, deambulando siempre por Occidente, envuelto en conflictos de adaptabilidad y funcionabilidad -como las máquinas- en sociedades que no fueron creadas para él, era el personaje ideal para encarnar en él todo el dolor y las contradicciones de un mundo que la intuición genial del autor anticipó muchos años.
Este hombre sencillo y nada erudito  carga sobre sus hombros con una serie de complejos que el autor sabe dispersar hábilmente por el libro para llenarlo de dudas acerca del propio destino del hombre en el mundo.

A través de este personaje de pies planos, Joyce emite opiniones alarmantes sobre el mundo como una sirena que extiende su alarma por todo el planeta. Todo cae bajo su lupa implacable: países, religión, patriotismo, judaísmo, esoterismo, sexo, amor, Roma, Jerusalén, Nueva York, Paris Londres, los ingleses, Dublín... Dublín está presente en todo el libro. Es una lección de cómo describir una ciudad sin demostrar que se describe y sin detenerse en hablar de ella. El lector recorre Dublín en seguimiento de Bloom y entra y sale con él en todas partes. Están las calles, los puentes, los lugares más importantes, el río, la playa, el mar, las gaviotas, los prostíbulos, las mujeres, los borrachos. En todo se respira el aire de una ciudad durante 18 horas de un día de principios de siglo. Y en ella se mueve un hombre que habrá de poblar todas las ciudades de Occidente con su tedio vital durante el siglo que comienza: un solitario entre la multitud. Un humillado por la sociedad de masas, una víctima. Si Joyce hubiera descrito a Dublín como Balzac describió a París o como Galdós describió a Madrid, hubiéramos leído un relato realista. 

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