De La odisea al Ulises de James Joyce
Porque nunca está demás, el autor boliviano ofrece una lectura detallada de la obra maestra de Joyce, sin perder de vista la legendaria odisea de Homero.
Enrique Rocha Monroy
Al componer La odisea,
Homero comprendió que no podía repetir los efectos dramáticos de La ilíada. Por tanto, su segunda obra es
una historia de aventuras que tiene origen no en los cantos heroicos sino en
los antiguos relatos y narraciones folklóricas.
La odisea narra la
historia de Ulises, un hombre que
tras muchos padecimientos y vagabundeos vuelve a su hogar donde le espera su
esposa, materialmente sitiada por un puñado de pretendientes. Al llegar
disfrazado de mendigo, Ulises arroja al suelo los harapos que lo cubren. Cuando
concluye con la matanza a flechazos -por su destreza en el dominio del arco lo
descubre su mujer- de todos los pretendientes de Penélope (eran más de cien) se
acuesta vestido y agotado al lado del cuerpo palpitante de horror de la reina.
Olía a sangre humana.
No dio ninguna importancia al llanto de Penélope por la
pérdida de tanta belleza y juventud. El no creía en el amor desinteresado de su
mujer. Esos hombres, todos jóvenes y hermosos, estaban bien muertos. Su
conciencia de héroe no le daría sobresaltos a partir de ese momento.
Ulises, el libro
de James Joyce, se basa escrupulosamente en cada uno de los 18 cantos de La odisea durante 18 horas del día 16 de
junio de 1904 en Dublín. Lo que le sucede ese día al protagonista es una
paráfrasis de lo que le ocurrió al rey Ulises durante su regreso a Ítaca
después de la guerra de Troya.
Homero relata su epopeya en 18 episodios que duran unos 20
años. Al final, Ulises ha envejecido. Joyce utiliza al anciano guerrero como
símbolo de las peripecias que vive su personaje, que no es precisamente un
héroe. El también, cansado de lidiar con las Circe de los burdeles de Dublín,
se acuesta agotado al lado de su mujer, palpitante de vida y con un agudo
olfato para presentir la belleza del cuerpo joven de Telémaco (James Joyce),
que duerme su borrachera en la habitación de al lado.
La historia comienza unos capítulos antes, pero en el
momento de presentar a su personaje el autor lo hace con estas palabras: “Leopoldo
Bloom comía con fruición órganos internos de bestias y aves”. Extraña manera de
presentar a un héroe. El Ulises clásico es noble y todo en la epopeya homérica
tiene elevado origen y selecta estirpe. Penélope es una reina, Ulises es el rey
de Ítaca y Telémaco es un príncipe heredero obediente a los dictados de su
ilustre padre. Todos están sometidos a las leyes de una noble concepción de la
vida.
El tono de Homero no desciende jamás a la ironía ni deja
dudas o sospechas sobre la conducta de sus personajes. Homero es “el padre
Homero” de la epopeya clásica griega, y nada tiene que ver con el espíritu
burlón de Aristófanes, por ejemplo. Todo en Homero es elevado, digno, sobrio y
majestuoso.
El Ulises del siglo XX es un corredor de avisos comerciales
para los diarios, un buen burgués que no conoce la felicidad plena de verse
vivir en un ambiente adecuado a su personalidad. Tiene pies planos, es tacaño y
judío, aunque se ha bautizado. En medio de las pullas antisemitas de algunos de
la tertulia, Leopoldo Bloom reacciona bien: “¿Y qué? ¿Acaso Jesús no era judío
también?”.
Su Penélope se llama Molly, Marion Tweed Bloom. Es
gibraltareña, hija del general Bryan Cooper Tweed y de la judía española Lunita
Laredo. El autor nos advierte que por ser descendiente de madre española, Molly
es muy apasionada en el amor. Comete adulterio con Hugo Boylan.
El Ulises del siglo XX se levanta, se baña, prepara el desayuno, se lo lleva a Molly a la cama,
lee el diario, se entera de las noticias del día, entre ellas de la muerte de
su amigo Dignam (“¡Pobre Dignam!”), y sale a la calle canturreando una canción
de moda. Su mujer, que se desayunó en la cama, queda entre las sábanas perezosa
y somnolienta para no entablar ningún diálogo con su marido que lo distraiga de
sus ocupaciones. Pero tiene el oído alerta para adivinar la entrada de su
amante, un tenor. “Los tenores -sostiene Mr. Bloom- siempre tienen mucha suerte
con las mujeres”.
Como se ve, este Ulises de pies planos sabe que su Penélope
lo engaña y esta Penélope no ignora que su marido se deja encantar fácilmente
por las sirenas de los prostíbulos de Dublín. Ahora Bloom tiene cosas más
importantes y piadosas que realizar: ir al entierro del amigo Dignam, aunque
esto le impedirá ir a visitar a un cliente. Pero no, no, no puede faltar al
entierro del amigo Dignam. ¿Qué dirían todos los amigos si no fuera? Lo
acosarían a indirectas sobre su origen judío.
No hay antisemitismo en Ulises. Pero Joyce necesitaba un
hombre con una serie de conflictos íntimos, un oriental preferiblemente, para
simbolizar en él al hombre moderno acosado por los traumas que le crea una
sociedad fragmentada y deshumanizada. Un simple irlandés no le servía. Leopoldo
Bloom es un símbolo humano, una síntesis del hombre moderno que nos roza a
todos con sus frustraciones y sus inhibiciones. Tenía que ser un judío. Un
judío es un ser atemporal, ahistórico.
El mismo Bloom se autodefine: “El judío es un ser fuera del
tiempo”. No vive para los onomásticos ni los aniversarios. Viene de la
eternidad y va hacia la eternidad. Ese hombre venido del misterio de Oriente,
deambulando siempre por Occidente, envuelto en conflictos de adaptabilidad y
funcionabilidad -como las máquinas- en sociedades que no fueron creadas para
él, era el personaje ideal para encarnar en él todo el dolor y las
contradicciones de un mundo que la intuición genial del autor anticipó muchos
años.
Este hombre sencillo y nada erudito carga sobre sus hombros con una serie de
complejos que el autor sabe dispersar hábilmente por el libro para llenarlo de
dudas acerca del propio destino del hombre en el mundo.
A través de este personaje de pies planos, Joyce emite
opiniones alarmantes sobre el mundo como una sirena que extiende su alarma por
todo el planeta. Todo cae bajo su lupa implacable: países, religión,
patriotismo, judaísmo, esoterismo, sexo, amor, Roma, Jerusalén, Nueva York,
Paris Londres, los ingleses, Dublín... Dublín está presente en todo el libro.
Es una lección de cómo describir una ciudad sin demostrar que se describe y sin
detenerse en hablar de ella. El lector recorre Dublín en seguimiento de Bloom y
entra y sale con él en todas partes. Están las calles, los puentes, los lugares
más importantes, el río, la playa, el mar, las gaviotas, los prostíbulos, las
mujeres, los borrachos. En todo se respira el aire de una ciudad durante 18
horas de un día de principios de siglo. Y en ella se mueve un hombre que habrá
de poblar todas las ciudades de Occidente con su tedio vital durante el siglo
que comienza: un solitario entre la multitud. Un humillado por la sociedad de
masas, una víctima. Si Joyce hubiera descrito a Dublín como Balzac describió a
París o como Galdós describió a Madrid, hubiéramos leído un relato realista.
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