Tres cuartos de siglo sin James Joyce
Este año se recuerda el 75 aniversario de la muerte del escritor irlandés, probablemente el más influyente del siglo XX.
Ricard Bellveser
El Ulyses (1922), la célebre, extensa, discutida, admirada, denostada
e imprescindible novela de James Joyce, sucede en un solo día, un 16 de junio
de 1904, fecha que ha pasado a denominarse el Bloomsday en honor al personaje
principal de esta historia, Leopold Blomm, y se ha convertido en una fecha
mítica, ya que todos los 16 de junio, los admiradores de la novela y del
escritor se reúnen para oficiar un ritual en el que se leen páginas del libro,
se interpreta lo que allí dice, se proponen exégesis, y se come, se bebe, se
habla, se pasea, y se recrea la novela; se hace un recorrido por las calles y los
lugares citados en ella y se oficia una especie de misa pagana en la que el
texto joyciano es el centro de la reunión.
Por la correspondencia con su mujer Nora Barnacle
-de quien estaba enamorado hasta la sin razón, aunque el amor “es un maldito
fastidio, especialmente cuando también está unido a la lujuria”; con quien
vivió, se separó, volvió a vivir, se volvió a separar, y casi 30 años después y
dos hijos de por medio, se casó para oficializar la relación, todo ello en un
cataclismo de celos, peleas, alcoholismos y miseria económica-, sabemos que
Joyce, nacido James Augustine Aloysius Joyce, que por razones políticas,
económicas y sentimentales, vivió la mayor parte de su vida fuera de Irlanda, en
París, en Roma, en Zürich y en Trieste, le pedía a ella y a su tía Josephine,
planos, revistas y periódicos de Dublín, así como que le midieran la anchura de
una calle, le contaran el número de árboles que había en otra, que le informaran
de los comercios de determinados espacios, o les requería detalles mínimos de
su ciudad, de esa ciudad, Dublín, que según la leyenda, si fuera derribada por
un terremoto, a partir de la novela de Joyce se podría reconstruir.
En la búsqueda de la exactitud llegó a proponerle
a su mujer, -él, que era un tipo celoso hasta la enfermedad- que se acostara
con otro hombre y le contara la experiencia para él poder escribirla, que le
dijera qué le había hecho, si la había tocado por aquí o por allá, si había
llegado a más… Nora, muy enfadada, se negó a complacerle, y se lo comunicó en
una famosa carta que encabezó con “Mi querido cornudo”.
No son demasiado extrañas estas cosas, porque
la relación entre James y Nora está reflejada en su picante correspondencia,
(lectura que aconsejo con todo énfasis) escatológica y directa, como era su
relación tantas veces interrumpida y retomada de nuevo.
En su primer encuentro, que fue el 16 de junio
de 1904, fecha que entraría en la historia de la literatura, ella ya le abrió
la bragueta y lo manoseó hasta hacerle un hombre, según sus propias palabras, y
esa obviedad tan directa les acompañaría el resto de su vida, aunque James fue
constantemente infiel, y constantemente adicto a la botella de whisky, vicio
que había heredado de su padre Hon Stanislaw, un alcohólico, maltrabaja y
delirante personaje que le transmitió su afición por tocar la guitarra y su
dipsomanía, alguien que pasó a la literatura como el prototipo que inspiró el
Earwicker de Finnengans Wake.
Lo más asombroso es que James Joyce, por
encima de todo esto, lejos del realismo tan bien aceptado por sus
contemporáneos, estaba inventándose un género, un estilo, un modelo narrativo,
estaba experimentando una nueva forma de narrar que un siglo después sigue
teniendo una capital influencia entre los escritores de todo los países y todas
las lenguas.
Ulyses es, con toda probabilidad, el libro más influyente del siglo XX, un texto
en el que Joyce confesó haber puesto “tantos enigmas y acertijos que la novela
mantendrá ocupados a los profesores durante siglos, discutiendo acerca de lo
que quise decir. Esa es la única forma de asegurarse la inmortalidad”, tarea
propia de los genios de la literatura, entre los que se incluía, y en
consecuencia una novela que no contiene ningún error pues, “los genios no
cometemos errores. Nuestros errores son siempre voluntarios y originan algún
descubrimiento” que hace felices a los investigadores, doctorandos, estudiosos
y profesores.
La novela cuenta un día en la vida
de un agente de publicidad desde que se levanta, sale de casa hasta que
regresa, un recorrido como el que hizo el héroe griego, Odiseas, protagonista
de La ilíada y clave en La odisea, texto al que da nombre.
El escritor irlandés James Joyce, muerto
cuando estaba a punto de cumplir 58 años de edad y de cuya muerte se cumplió 75
años, concibió la novela de la misma forma con que Homero calculó sus dos
inolvidables poemas: como un viaje sin final, y al mismo tiempo, como una forma
de experimentar cuánto da de sí el idioma inglés.
Joyce escribió su novela estirando
el idioma, tensándolo, llevándolo hasta el extremo donde ya no puede dar más de
sí y el resultado es una novela sobre la que hay que volver una y otra vez, una
de las novelas que tiene mayor número de admiradores y también el mayor número
de personas que confiesan no haber podido leerla porque les produce
agotamiento.
Por lo que a mi respecta, he
regresado varias veces a ella y volveré a hacerlo. Yes I said yes I will
yes. (Sí, le dije sí, lo haré, sí).
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