miércoles, 12 de octubre de 2016

Memoria

Tres cuartos de siglo sin James Joyce


Este año se recuerda el 75 aniversario de la muerte del escritor irlandés, probablemente el más influyente del siglo XX.



Ricard Bellveser 

El Ulyses (1922), la célebre, extensa, discutida, admirada, denostada e imprescindible novela de James Joyce, sucede en un solo día, un 16 de junio de 1904, fecha que ha pasado a denominarse el Bloomsday en honor al personaje principal de esta historia, Leopold Blomm, y se ha convertido en una fecha mítica, ya que todos los 16 de junio, los admiradores de la novela y del escritor se reúnen para oficiar un ritual en el que se leen páginas del libro, se interpreta lo que allí dice, se proponen exégesis, y se come, se bebe, se habla, se pasea, y se recrea la novela; se hace un recorrido por las calles y los lugares citados en ella y se oficia una especie de misa pagana en la que el texto joyciano es el centro de la reunión.
Por la correspondencia con su mujer Nora Barnacle -de quien estaba enamorado hasta la sin razón, aunque el amor “es un maldito fastidio, especialmente cuando también está unido a la lujuria”; con quien vivió, se separó, volvió a vivir, se volvió a separar, y casi 30 años después y dos hijos de por medio, se casó para oficializar la relación, todo ello en un cataclismo de celos, peleas, alcoholismos y miseria económica-, sabemos que Joyce, nacido James Augustine Aloysius Joyce, que por razones políticas, económicas y sentimentales, vivió la mayor parte de su vida fuera de Irlanda, en París, en Roma, en Zürich y en Trieste, le pedía a ella y a su tía Josephine, planos, revistas y periódicos de Dublín, así como que le midieran la anchura de una calle, le contaran el número de árboles que había en otra, que le informaran de los comercios de determinados espacios, o les requería detalles mínimos de su ciudad, de esa ciudad, Dublín, que según la leyenda, si fuera derribada por un terremoto, a partir de la novela de Joyce se podría reconstruir.
En la búsqueda de la exactitud llegó a proponerle a su mujer, -él, que era un tipo celoso hasta la enfermedad- que se acostara con otro hombre y le contara la experiencia para él poder escribirla, que le dijera qué le había hecho, si la había tocado por aquí o por allá, si había llegado a más… Nora, muy enfadada, se negó a complacerle, y se lo comunicó en una famosa carta que encabezó con “Mi querido cornudo”.
No son demasiado extrañas estas cosas, porque la relación entre James y Nora está reflejada en su picante correspondencia, (lectura que aconsejo con todo énfasis) escatológica y directa, como era su relación tantas veces interrumpida y retomada de nuevo.
En su primer encuentro, que fue el 16 de junio de 1904, fecha que entraría en la historia de la literatura, ella ya le abrió la bragueta y lo manoseó hasta hacerle un hombre, según sus propias palabras, y esa obviedad tan directa les acompañaría el resto de su vida, aunque James fue constantemente infiel, y constantemente adicto a la botella de whisky, vicio que había heredado de su padre Hon Stanislaw, un alcohólico, maltrabaja y delirante personaje que le transmitió su afición por tocar la guitarra y su dipsomanía, alguien que pasó a la literatura como el prototipo que inspiró el Earwicker de Finnengans Wake.
Lo más asombroso es que James Joyce, por encima de todo esto, lejos del realismo tan bien aceptado por sus contemporáneos, estaba inventándose un género, un estilo, un modelo narrativo, estaba experimentando una nueva forma de narrar que un siglo después sigue teniendo una capital influencia entre los escritores de todo los países y todas las lenguas.
Ulyses es, con toda probabilidad, el libro más influyente del siglo XX, un texto en el que Joyce confesó haber puesto “tantos enigmas y acertijos que la novela mantendrá ocupados a los profesores durante siglos, discutiendo acerca de lo que quise decir. Esa es la única forma de asegurarse la inmortalidad”, tarea propia de los genios de la literatura, entre los que se incluía, y en consecuencia una novela que no contiene ningún error pues, “los genios no cometemos errores. Nuestros errores son siempre voluntarios y originan algún descubrimiento” que hace felices a los investigadores, doctorandos, estudiosos y profesores.
La novela cuenta un día en la vida de un agente de publicidad desde que se levanta, sale de casa hasta que regresa, un recorrido como el que hizo el héroe griego, Odiseas, protagonista de La ilíada y clave en La odisea, texto al que da nombre.
El escritor irlandés James Joyce, muerto cuando estaba a punto de cumplir 58 años de edad y de cuya muerte se cumplió 75 años, concibió la novela de la misma forma con que Homero calculó sus dos inolvidables poemas: como un viaje sin final, y al mismo tiempo, como una forma de experimentar cuánto da de sí el idioma inglés.
Joyce escribió su novela estirando el idioma, tensándolo, llevándolo hasta el extremo donde ya no puede dar más de sí y el resultado es una novela sobre la que hay que volver una y otra vez, una de las novelas que tiene mayor número de admiradores y también el mayor número de personas que confiesan no haber podido leerla porque les produce agotamiento.

Por lo que a mi respecta, he regresado varias veces a ella y volveré a hacerlo. Yes I said yes I will yes. (Sí, le dije sí, lo haré, sí).

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