martes, 18 de octubre de 2016

Ensayo

A manera de prólogo


Fragmento del texto prologal del libro Territorios, razas y etnias en la novela boliviana (1904-1952) de Willy Óscar Muñoz, recién editado por Kipus y presentado en la FIL Cochabamba.



Luis H. Antezana J. 

Este Territorios, razas y etnias en la novela boliviana (1904-1952) de Willy Óscar Muñoz incluye una detallada “Introducción” en la que el autor presenta los alcances y características de su propuesta y, también, motiva la pertinencia de las obras que ha escogido para tratar los temas que le ocupan.
Dicha “Introducción” cumple una función que, en cierta forma, condenaría a la repetición o paráfrasis a notas prologales como ésta que, en principio, precede al libro. Por ello, para evitar una posible versión meramente especular de lo venidero, en lo que sigue y porque el período tratado por Muñoz (1904-1952) lo permite, voy a tratar de evitar reiteraciones ─sean estas “previas”─ y, simplemente, voy a intentar acompañar este libro ─y, claro, su “Introducción”─ desde una perspectiva, se diría, más general, una relativa a las posibles condiciones de emisión y recepción de las obras y temas aquí tratados. El período (1904-1952), reitero, permite tratar ─sea conjeturalmente─ esas huellas ─a su manera─ previas.
Tomando, simplemente como señal, a Yanakuna de Jesús Lara, la última obra cronológicamente tratada en este estudio, podemos aprovechar el año de su publicación (1952) para evocar la Revolución de Abril que, a su manera, contextualmente, con la instauración del “Estado del 52”, marcaría el fin de este período donde abundan las búsquedas de sentido ─conjeturas, cartografías, privilegios y exclusiones, de por medio─ de la posible “nación boliviana” que, como se sabe, caracterizan a buena parte de la literatura boliviana de esa primera mitad del siglo XX. O sea, estaríamos en un período donde las preguntas y las búsquedas priman sobre las respuestas y los hallazgos. El “¿quiénes somos?” ─de siempre─ es harto explícito en esos tiempos. (…)
(…) Por las primeras producciones, como las tratadas en este libro de Muñoz, junto a la ciudadanía, el territorio común (Bolivia, en este caso) suele ser considerado como el referente articulador de una literatura, como el catalizador significativo del y para el ámbito discursivo común. No es un parámetro equivocado, pero, sí, es insuficiente.
Por cosas de la época, las prácticas del costumbrismo, realismo y, luego, naturalismo facilitan sin duda el uso de ese catalizador territorial. Y, no solo la narrativa sigue esos caminos sino, también, pese a su mayor independencia referencial, la poesía también los frecuenta. O, por lo menos, también es posible leer la poesía producida en Bolivia como parte de un proceso análogo de nominación territorial.
Creo que Itinerario espiritual  de Bolivia de José Eduardo Guerra, que recorre el territorio boliviano (“La puna”, “La selva” y “El Valle”) prestando atención a sus expresiones poéticas relativas, ilustra bastante bien esa posibilidad. Pero, obviamente, esa es solo una limitada faceta del hacer literario y, ahí, la poesía, precisamente, es la que mejor indica la complejidad en juego.
Desde ya, para comprobar ese hecho, no es necesario llegar a nuestros tiempos donde la arbitrariedad de la poesía respecto a los referentes es moneda corriente. Ya desde fines del siglo XIX, el modernismo ─impulsado por Rubén Darío─ no necesitaba ese código; podía ser poco o nada referencial: nórdico en manos de Ricardo Jaimes Freyre, griego en manos de Franz Tamayo, por ejemplo, y, sin embargo, pese a la ausencia de referencias territoriales inmediatas (ostensibles), a la larga, esa producción resulta parte nomás de la “literatura boliviana” y, en este caso, una parte harto notable, con las “cuatro constelaciones” (Mitre) que, por estos lares, ahora marcan ese cielo: las poesías de Jaimes Freyre, Tamayo, Reynolds y Guerra. Desde ya, pese a las apariencias “nominativas”, entre las obras estudiadas en este libro, no faltan tempranas “libertades” referenciales; mencionaría, por ejemplo, que, en La Chaskañawi, Medinaceli denomina “San Javier de Chirca” su lugar de referencia y no, diríamos, la posible Cotagaita de su errante vida; análogamente, la mina “Espíritu Santo” de Aluvión de fuego también carece de referencia ostensible. Cosas así que, más adelante, vía la más amplia literatura latinoamericana, por ejemplo, permiten no hacerse líos referenciales con Comala o Macondo… o ─valga la connotación─ La Paz de Saenz o el Buenos Aires de Arlt.
Por supuesto, esta constitución discursiva de una “literatura nacional” no supone una reducción ignorante de las variables internacionales. La literatura, pese a todo, no sucede en el aire, menos en el aire inmediato; por ejemplo, no hay por qué ignorar que las mencionadas “cuatro constelaciones” del modernismo en Bolivia siguen las huellas del nicaragüense Darío quien, a su vez, reformuló iniciativas europeas, y no hay por qué olvidar que los costumbrismos, realismos o naturalismos de la narrativa, afines al período aquí estudiado, tuvieron previos impulsos europeos.
La constitución de los ámbitos discursivos literarios ─y, prácticamente de todos, en general─ supone, a priori, varias tensiones internas como ─en el discurso literario─ indican las que suceden cuando, por ejemplo, en un mismo período, surgen varias propuestas alternas, tipo “modernismo” versus “romanticismo” o “realismo” versus “naturalismo” o “dadaísmo” versus “surrealismo”, y, así, ilimitadamente, propuestas por el estilo que, dentro del mismo discurso, tiende a marcar sus diferencias, supuestas excelencias o hasta posibles cánones: “realismo mágico”, “hiperrealismo”…  
Lo importante del gesto de Moreno, Bustillo y, notablemente, Medinaceli es el de constituir un ámbito local de interpelación relativa (escritura/lectura), que, además, no tiene por qué ser autista. Medinaceli leía todo lo que estaba a su alcance. Una prueba: hoy en día, este libro de Muñoz puede leer, como parte de un mismo proceso literario, obras originalmente escritas en inglés o francés… No hay problema.
Ojalá estos índices, quizá conjeturales, acompañen aceptablemente este libro. Aunque he querido evitar reiteraciones, para terminar, quisiera, de todas maneras, destacar que, felizmente, aquí se tratan dos obras generalmente ignoradas por nuestro horizonte de recepción: estas son El valle del sol de Diómedes de Pereyra, recientemente editada, y Aguafuertes (1928) de Roberto Leitón, valorada, en su momento, por Medinaceli y, luego, destacada por Augusto Guzmán en su Panorama de la novela en Bolivia, pero, más tarde, prácticamente ignorada.
Por supuesto, Willy Muñoz destaca esos descuidos, pero, creo que conviene subrayarlos para, precisamente, ilustrar la apertura del “momento constitutivo” indicado: capaz, ahora, de también rescatar no solo recuerdos sino también olvidos.




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