Mozart y Don Juan
Un autor, se sabe, vuelve y vuelve obsesivamente sobre sus textos. Este imaginario diálogo del genial compositor y una de sus célebres creaciones fue reconstruido, re pensado y reescrito y, entonces, se asemeja y varía a la vez de la versión original publicada hace algunos meses en esta columna.
Pablo Mendieta Paz
Me llamo Don Juan. Al amanecer, cuando agitaba mis pies en
el agua cálida del río, vi cómo el sendero de arbustos nacientes había atrapado
en sus flores todavía no del todo abiertas al sol que despuntaba. Sabía que era
el momento en que vendrías, pues siempre apareces acompañado por la naturaleza
en toda su virtud. Tus pasos, de pronto, resonaron a mis espaldas y te sentaste
a mi lado. Me puse a tararear tus melodías mientras las escuchabas en silencio.
¡Mozart! Soy tu creación, y por eso mismo tu eternidad para
mí es vital. Si con el tiempo tu figura hubiera desaparecido en el misterio de
la nada, sin duda que el mundo, sobrellevándolo yo a cuestas por su terrible
tibieza, se habría desmoronado como un castillo de arena que ha sucumbido al
viento de los acantilados. ¿A qué le llamas “terrible tibieza”?, preguntó
mirándome a los ojos. Al desdén, a la fea indiferencia. Aunque no creo,
proseguí, que alguien pudiera anidar en su interior la idea de impedirte la
entrada al reino celestial, sí puedo dudar, con riesgo de que esto suene a puerilidad,
que no te acomoden a la cabecera de la mesa en la cena de la providencia. Y eso
podría dolerme más que a nadie ya que tú me moldeaste, me llenaste de
ornamentos y finalmente me diste vida.
No lo creo, y no me juzgues inmodesto, me dijo agitando su mano
en la corriente de agua. Desde niño, con aquello que todos llaman magia, hado,
estrella, y que en realidad es algo que solo yo conozco, tuve la gracia de
encantar, seducir, fortalecer el espíritu, alimentar corazones de alegría,
levantar exclamaciones; pero juntos, tú y yo, amigo infinito, en otra
naturaleza creadora, pudimos atravesar el umbral de lo humano y del tiempo.
Sonreí… Debo decirte, acerca de aquello que solo tú conoces,
que sé de lo que se trata; y lo sé porque tú me concebiste: es la más elevada
sensibilidad y la más suprema genialidad que un creador puede alojar en sus
emociones íntimas. Y ellas se traducen en mí, Mozart, con libertad de formas,
sonrisas en las notas, fortes en susurro, pianos en pianissimo, tristeza y
nostalgia que alucinan y, lo más elocuente, improvisaciones pletóricas de
inusual colorido, a tal punto que, por ejemplo, en dicha de libertad añadiste
trombones que no gozaban del gusto de una sociedad refinada. Único. Pero, sobre
todo, obsequiaste emoción estética, suprema belleza, como elegante era el andar
de la esbelta Aloysia, encendido amor con quien deseabas enlazarte en el monte
de Venus…
Me sorprende el conocimiento que tienes de mí, enfatizó sin
ocultar el brillo de sus ojos al oír ese nombre, Aloysia, ni el momento de
solaz que estaba viviendo junto al verdor de la naturaleza, junto al agua
cálida del río, al sol de la mañana, a lo que en ese paisaje su oído célico
recogía arrimado a mi presencia, su eminente creación.
Me conmueve tu eterna felicidad, Mozart; tu lenguaje en lo
semiótico-musical que despierta infinita pasión. Y me conmueve, en otro
sentido, recordar cómo cuando los vieneses me escucharon por primera vez me
dieron -nos dieron- la espalda. Reímos rememorando aquel día de octubre. Su
risa, ligera y suave, poco a poco se tornó en una estruendosa e impostada
risotada, como una evocación de sus lecciones de canto con la soprano Manzuoli.
Incluso en ella, en su carcajada, brotaban melodías. Pero bastó solo un año, y
otras audiciones, para que después de aquella aciaga jornada de octubre el
príncipe de Kaunitz ¿lo recuerdas? se refiriera a ti diciendo que “tales
hombres no vienen al mundo más que una vez en cien años”. Una vez en cien años,
me tocó a mí reír con estrépito. Se quedó corto, Mozart: no vienen al mundo
nunca más.
Aparte de las bromas, lo que señalaste antes sugiere mucho,
discurrió Mozart recostándose en el follaje. Y estás en lo cierto. De niño, oía
hablar a mis padres, a mis pequeños amigos, y oía la música. Y cuando a los
cuatro años escribía fragmentos para clavecín, de pronto, como algo que
inquietaba mi acelerado corazón, me preguntaba: ¿habrá algo en la naturaleza
que se dirija a mis oídos? Le pregunté a mi prodigiosa hermana Nannerl y no
dijo nada. Faltaba algo más que el poder de aquellas fuerzas irresistibles de
que te hablé antes. Luego comprendí que poseía algo en abundancia: estaba
infundido de una singular sensibilidad celeste. ¿Me comprendes?
Sí, de perfecta y múltiple forma. Y creaste lo que nadie. Y
a tal punto que llegaste a darme vida de superhombre, como un insolente que
retaba a los poderes divinos y a los preceptos terrenales con el fin de
alcanzar la belleza y el placer. Y entonces acomodaste acordes mágicos para
retratar con gran derroche de fantasía y pinceladas de sátira y brisa burlona
mi papel de seductor: me elevaste a otras regiones, lejos de lo mundano, con
frescura de originalidad, como poesía que obedece a la música.
¡He ahí tu genio!, pues aun sin pretenderlo, cruzaste de lo
trágico a lo sensual, de lo fatídico al éxtasis, y en un minuto, en alarde de
pura genialidad, hiciste que el suelo se abriera entre llamaradas y yo me
precipitara al abismo. En ese preciso instante cesó tu música, pero solo por
breve lapso pues luego de ocurrida mi muerte estalló, en intimidantes acentos
dramáticos, una artillería de solemnes acordes, como si todo el poder divino se
abatiera sobre mi cuerpo inerte.
No es que no lo haya pretendido, clavó su vista en el agua
que corría mansa. Si bien preparé todo para que hicieras felices a las mujeres,
pero también desdichadas, y pese a semejante paradoja que disfrutaran de ti,
quiero que te quede muy en claro lo que te diré -me tomó del brazo con firmeza. Al
crearte, burlé el libreto de Da Ponte, un Don Juan bufón, burlador, tal cual
fue, en música y texto, la singular trama y personajes de Las bodas de Fígaro. Y entonces todo se transformó. Exponiéndote a
los ojos y oídos de todos como un libertino, mi música adopta una naturaleza
distinta, fértil de un dramatismo que encarna la tragedia del castigo divino.
Por eso tu muerte, tu trágica destrucción, y entonces todo acaba en un grave
modo menor (re menor); sugestivo, además, de una melancolía y tristeza
femeninas que tu fin ha motivado.
Lo comprendí todo, Mozart. Mientras yo hacía de las mías,
libre hasta el desenfreno, ¡debía morir! Sí que lo comprendí... Y ahora, a tu
lado, quiero que me oigan todos; que delimiten la idea precisa de un Don Juan
de tono irónico que se consume en el fuego. Que escuchen la variedad de mi vida
a través de los sombríos fagotes, el júbilo de la sensualidad en el tañido
danzante de los violines, y finalmente mi destrucción en la turbulenta
agitación armónica. Y elevándose tu música como luz de bengala, que oigan el
murmullo del amor, el llamado lascivo de la tentación, el rumor de la seducción
suave y penetrante, y el dramático final. Escuchen. Para todos se abrirá el
mundo. Soy Don Juan, de Wolfgang Amadeus Mozart, mi creador inmortal.
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