domingo, 26 de marzo de 2017

Patio interior

El loro de Humboldt



Sigue adentrándose el autor en las selvas más remotas del lenguaje; en sus arcanos, en sus casos extraordinarios… en sus riquezas e irreparables pérdidas.


Juan Cristóbal Mac Lean E. 

Hay anécdotas o episodios de la pequeña historia en que la ironía y las ruinas, lo improbable y la atención rigurosa, se aúnan y dan a luz a frutos a su vez inútiles, pero tanto como puedan serlo un arcoíris o unos pétalos.
Una historia semejante la protagonizó Alexander von Humboldt, ese prodigio del estudio de la naturaleza y de las lenguas. En sus viajes por Sudamérica (a los que dedicó varios tomos de sus obras), a principios de 1800 se encontraba, junto a su amigo Bonpland, por las selvas de la actual Venezuela, en zonas que ya habían conocido la fatalidad de las misiones cristianas y todo el desastre que también viene con ellas. Tratando como siempre  de identificar y dar cuenta de familias lingüísticas y datos etnográficos del área, Humboldt se interesó, de oídas, por los atures, tribu guerrera que tuvo sus asentamientos por el margen izquierdo del gran Orinoco. Y por ahí salió Humboldt a buscarlos. Pero, desgracia, ya no había atures ni nada atur que encontrar: los habían exterminado los terribles caribes, muy feroces por las selvas.
Ahorrando peripecias, el caso es que de pronto vemos a Humboldt en un caserío de los tales caribes, donde escucha que perora y perora un loro viejo, y lo que diga un loro es algo que no podía pasársele por alto al fino oído del gran lingüista. Se entera de que ese viejo loro perteneció a los exterminados atures, y que las palabras que perora, si tales son, palabras atures serán. Esta imagen, no es necesario decirlo, conjuga el colmo de la ironía, de la risa y de la ruina; de la tragedia y las apostillas del azar. No queda nada de los atures, que vivieron siglos por esas orillas, no queda absolutamente nada sino un puñado de palabras en atur, apenas graznadas por un loro viejo, ahora encaramado entre las chozas de los enemigos caribes, comiendo de su yuca.
Humboldt sabe inmediatamente lo que tiene que hacer y se pasa horas con loro, papel y pluma. Al cabo de haber ejercitado al máximo su entrenado oído, logra determinar, aunque sea algo azarosamente, unas cuarenta palabras atures. Y las registra. Aunque ni él mismo, ni nadie más, supiese qué significaban, intraducibles para siempre. Ese fue el homenaje y el duelo más hermoso que jamás hubieran podido recibir los atures.
Inevitablemente el gesto de esa transcripción, por llamarla así, nos interpela ceñudamente, hoy que vemos morir lenguas y lenguas por doquier. La de los caribes, de hecho, desapareció hacia 1920. Y hace poco nomás, se certificaba como extinta, en Bolivia, la lengua de los guarasug’we, de quienes sabíamos gracias al muy hermoso  libro que les dedicó Jurgen Riesler -otro alemán tenía que ser: Los guarasug’we. Crónica de sus últimos días. (Los Amigos del Libro, 1977).
¿Pero qué se pierde, qué se va con cada lengua que desaparece? Y los lenguajes de tribus o sociedades tan pequeñas, tan frágiles y efímeras en estos tiempos ¿tienen particularidades que las delatan como tales, expresan mundos totalmente diferentes de los que podamos imaginar? Las relaciones lenguaje-pensamiento-sociedad, ¿hasta qué punto pueden diferenciarse unas de otras? Para saber de ello, y de paso acabar con la idea de la supuesta gramática universal de Chomsky, nada mejor que acercarse a la lengua de los pirahã, otra pequeña tribu de la Amazonia.
De entrada, empecemos con las sorprendentes singularidades de los  pirahã: 1) No tienen números o numerales, ninguna forma de cuantificación o concepto de conteo. 2) No tienen términos para referirse a los colores. 3) No tienen subordinación ni recursividad en la gramática. 4) Tienen el inventario de pronombres más simple conocido. 5) No tienen tiempos relativos, solo conocen el presente. 6) Tienen el sistema de parentesco más simple conocido. 7) No tienen mitos de creación ni ningún tipo de ficción. 8) No tienen memoria colectiva de más de una o dos generaciones hacia atrás. 9) No tienen dibujos u otro tipo de arte. 10) Tienen una de las culturas materiales más simples documentadas. 11) Siguen siendo monolingües después de 200 años interrumpidos de contacto con brasileños y kawahiv (etnia tupí-guaraní). ¿Y cómo se llegaron a saber tan sorprendentes cosas? Bueno, pues esa es la historia de otra aventura, de otra gramática y otra felicidad.
En los años 90 Daniel Everett, lingüista y pastor cristiano se acercó a los pirahã, inicialmente queriendo convertirlos. Pero afortunadamente nunca logró convertir a nadie y le dijeron que no querían saber de nada de “arriba”, que con lo que había abajo, en la frondosa tierra y en el río, ya tenían bastante. A la postre es Everett quien, en un caso del todo inusual, acaba tirando, por así decirlo, los hábitos, y se queda a vivir con ellos por siete años, del todo “convertido” a su paganismo alegre y vacío. Y así llegó a aprender su dificilísima lengua verbal. Que hay otra (que también llegó a aprender) que consta puramente de silbidos. Quien lea el artículo de Wikipedia Pirahã language, se enterará de otras particularidades que la complejizan. Y, una pequeña maravilla: cuenta Everett que, desde chicos, todos los pirahã se saben los nombres, lugares y costumbres de miles de especies. Que no hay planta o bicho de la vasta selva que no se conozcan al dedillo. El caso y la aventura de Everett pueden seguirse en Youtube. El documental más completo se llama The grammar of happiness y también hay versiones en español. Se ve a gente que está perfectamente bien, suficientemente alimentada, a veces guapa, de excelente humor y muy eficaz en lo suyo. No conocen, simplemente, preocupaciones -ni quieren tenerlas.
Y lo peor para Chomsky y sus acólitos: la lengua pirahã carece totalmente de recursividad, eso que postulaban como una piedra angular y necesaria de cualquier lengua. Para explicarlo en simple, una frase recursiva, que mete a otras dentro sí, es por ejemplo “el hermano de Juan tiene una casa”. Los pirahã no pueden decir eso y entonces tienen que desdoblarlo así: “Juan tiene un hermano. El hermano tiene una casa”. Eso que nos parece tan simple resultó demoledor para la gramática universal de Chomsky, que resultó no ser nada universal.

Querría uno creer, por último que como otros (Weissman) lo han señalado, Humboldt confirmaba también al transcribir el parloteo del loro su creencia en “una zona originaria de indistinción que opera entre varias lenguas”. Tras ella seguiremos.

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