El loro de Humboldt
Sigue adentrándose el autor en las selvas más remotas del lenguaje; en sus arcanos, en sus casos extraordinarios… en sus riquezas e irreparables pérdidas.
Juan
Cristóbal Mac Lean E.
Hay
anécdotas o episodios de la pequeña historia en que la ironía y las ruinas, lo
improbable y la atención rigurosa, se aúnan y dan a luz a frutos a su vez
inútiles, pero tanto como puedan serlo un arcoíris o unos pétalos.
Una
historia semejante la protagonizó Alexander von Humboldt, ese prodigio del
estudio de la naturaleza y de las lenguas. En sus viajes por Sudamérica (a los
que dedicó varios tomos de sus obras), a principios de 1800 se encontraba,
junto a su amigo Bonpland, por las selvas de la actual Venezuela, en zonas que
ya habían conocido la fatalidad de las misiones cristianas y todo el desastre
que también viene con ellas. Tratando como siempre de identificar y dar cuenta de familias
lingüísticas y datos etnográficos del área, Humboldt se interesó, de oídas, por
los atures, tribu guerrera que tuvo sus asentamientos por el margen izquierdo
del gran Orinoco. Y por ahí salió Humboldt a buscarlos. Pero, desgracia, ya no
había atures ni nada atur que encontrar: los habían exterminado los terribles
caribes, muy feroces por las selvas.
Ahorrando
peripecias, el caso es que de pronto vemos a Humboldt en un caserío de los
tales caribes, donde escucha que perora y perora un loro viejo, y lo que diga
un loro es algo que no podía pasársele por alto al fino oído del gran
lingüista. Se entera de que ese viejo loro perteneció a los exterminados
atures, y que las palabras que perora, si tales son, palabras atures serán.
Esta imagen, no es necesario decirlo, conjuga el colmo de la ironía, de la risa
y de la ruina; de la tragedia y las apostillas del azar. No queda nada de los atures,
que vivieron siglos por esas orillas, no queda absolutamente nada sino un puñado
de palabras en atur, apenas graznadas por un loro viejo, ahora encaramado entre
las chozas de los enemigos caribes, comiendo de su yuca.
Humboldt
sabe inmediatamente lo que tiene que hacer y se pasa horas con loro, papel y
pluma. Al cabo de haber ejercitado al máximo su entrenado oído, logra
determinar, aunque sea algo azarosamente, unas cuarenta palabras atures. Y las
registra. Aunque ni él mismo, ni nadie más, supiese qué significaban,
intraducibles para siempre. Ese fue el homenaje y el duelo más hermoso que
jamás hubieran podido recibir los atures.
Inevitablemente
el gesto de esa transcripción, por llamarla así, nos interpela ceñudamente, hoy
que vemos morir lenguas y lenguas por doquier. La de los caribes, de hecho,
desapareció hacia 1920. Y hace poco nomás, se certificaba como extinta, en
Bolivia, la lengua de los guarasug’we, de quienes sabíamos gracias al muy
hermoso libro que les dedicó Jurgen
Riesler -otro alemán tenía que ser: Los guarasug’we.
Crónica de sus últimos días. (Los Amigos del Libro, 1977).
¿Pero
qué se pierde, qué se va con cada lengua que desaparece? Y los lenguajes de
tribus o sociedades tan pequeñas, tan frágiles y efímeras en estos tiempos
¿tienen particularidades que las delatan como tales, expresan mundos totalmente
diferentes de los que podamos imaginar? Las relaciones
lenguaje-pensamiento-sociedad, ¿hasta qué punto pueden diferenciarse unas de
otras? Para saber de ello, y de paso acabar con la idea de la supuesta
gramática universal de Chomsky, nada mejor que acercarse a la lengua de los pirahã, otra
pequeña tribu de la Amazonia.
De
entrada, empecemos con las sorprendentes singularidades de los pirahã: 1) No
tienen números o numerales, ninguna forma de cuantificación o concepto de
conteo. 2) No tienen términos para referirse a los colores. 3) No tienen
subordinación ni recursividad en la gramática. 4) Tienen el inventario de pronombres
más simple conocido. 5) No tienen tiempos relativos, solo conocen el presente.
6) Tienen el sistema de parentesco más simple conocido. 7) No tienen mitos de
creación ni ningún tipo de ficción. 8) No tienen memoria colectiva de más de
una o dos generaciones hacia atrás. 9) No tienen dibujos u otro tipo de arte.
10) Tienen una de las culturas materiales más simples documentadas. 11) Siguen
siendo monolingües después de 200 años interrumpidos de contacto con brasileños
y kawahiv (etnia tupí-guaraní). ¿Y cómo se llegaron a saber tan sorprendentes
cosas? Bueno, pues esa es la historia de otra aventura, de otra gramática y
otra felicidad.
En
los años 90 Daniel Everett, lingüista y pastor cristiano se acercó a los pirahã,
inicialmente queriendo convertirlos. Pero afortunadamente nunca logró convertir
a nadie y le dijeron que no querían saber de nada de “arriba”, que con lo que
había abajo, en la frondosa tierra y en el río, ya tenían bastante. A la postre
es Everett quien, en un caso del todo inusual, acaba tirando, por así decirlo,
los hábitos, y se queda a vivir con ellos por siete años, del todo “convertido”
a su paganismo alegre y vacío. Y así llegó a aprender su dificilísima lengua
verbal. Que hay otra (que también llegó a aprender) que consta puramente de
silbidos. Quien lea el artículo de Wikipedia Pirahã
language,
se enterará de otras particularidades que la complejizan. Y, una pequeña
maravilla: cuenta Everett que, desde chicos, todos los pirahã se
saben los nombres, lugares y costumbres de miles de especies. Que no hay planta
o bicho de la vasta selva que no se conozcan al dedillo. El caso y la aventura
de Everett pueden seguirse en Youtube. El documental más completo se llama The grammar of happiness y también hay
versiones en español. Se ve a gente que está perfectamente bien,
suficientemente alimentada, a veces guapa, de excelente humor y muy eficaz en
lo suyo. No conocen, simplemente, preocupaciones -ni quieren tenerlas.
Y
lo peor para Chomsky y sus acólitos: la lengua pirahã carece
totalmente de recursividad, eso que postulaban como una piedra angular y
necesaria de cualquier lengua. Para explicarlo en simple, una frase recursiva,
que mete a otras dentro sí, es por ejemplo “el hermano de Juan tiene una casa”.
Los pirahã no
pueden decir eso y entonces tienen que desdoblarlo así: “Juan tiene un hermano.
El hermano tiene una casa”. Eso que nos parece tan simple resultó demoledor
para la gramática universal de Chomsky, que resultó no ser nada universal.
Querría
uno creer, por último que como otros (Weissman) lo han señalado, Humboldt
confirmaba también al transcribir el parloteo del loro su creencia en “una zona
originaria de indistinción que opera entre varias lenguas”. Tras ella
seguiremos.
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