martes, 14 de marzo de 2017

La palabra teleférica

Trilogía del agua II: Los
alkamaris de la ataguía

Dejar que las aguas corran… Segunda estación de este tríptico de Juan Pablo Piñeiro.



Juan Pablo Piñeiro 

El 16 de julio de 1990 se inauguró una obra fundamental para la ciudad de La Paz, la represa de Incachaca. En el acto protocolar fueron muy importantes las palabras de Simón Poma, uno de los capataces principales, quien afirmó visiblemente emocionado: “nos vamos tristes y a la vez felices por concluir esta obra, tristes porque en este lugar hemos sufrido como nunca y felices porque tampoco nunca antes habíamos trabajado tan unidos, como familia”.
Y es que cuando un hombre como Simón Poma dice que algo ha costado es porque ha costado. Así como ha costado todo lo que se ha construido en el frío y la altura. Por eso, es imprescindible conocer un lugar como Tiwanaku y descubrir en nuestro interior la preciosa sensación de no poder entender nada y aprender, quizás, que mirar callado es la única manera de encarar los restos del tiempo.
En Tiwanaku los monolitos, los muros y los detalles están tallados con maestría porque seguramente configuraban un poderoso mensaje. Desde aquí, desde este lugar del tiempo, solo nos queda la condena eterna de jamás poder descifrarlo. Quién sabe siquiera si el mensaje nos está mirando a nosotros. Quizás los monolitos en verdad se están comunicando con su pasado. Un pasado tan lejano que convive con todo lo inexistente. Lo único que podemos saber es que sus constructores, al igual que los obreros de la represa, tuvieron que trabajar duro a pesar del frío y la altura. Lo normal en la historia de la humanidad ha sido siempre fundar civilizaciones en lugares aptos para la vida, casi siempre cerca de un río de fértiles orillas. En cambio lugares como Tiwanaku han sido construidos seguramente con otras necesidades. Y es que a través del tiempo siempre existieron los que se quedaron cómodos junto al río y los que se animaron a construir en lugares donde el sufrimiento se hace uña y mugre con la vida.
Para poder construir la represa de Incachaca fue necesario excavar 8.000 metros cúbicos de roca sólida, en un lugar donde hasta escribir es difícil porque la mano se congela. Como el financiamiento principal provino de Alemania, los ingenieros alemanes estaban muy preocupados por el método que se debía usar para construir los bloques de hormigón, por eso era un requisito indispensable que en la obra se cuente con una bomba de hormigón. Lo curioso es que debido al cambio de moneda, comprar una bomba de hormigón en el extranjero hubiera costado lo mismo que toda la represa. Es decir, no era posible. Cuando el ingeniero alemán le preguntó al jefe de obra qué pensaba hacer, este último le mostró un sistema donde varias mezcladoras manuales pequeñas se colocaban en línea para poder lograr el hormigón en la calidad deseada. El alemán lo miró como a un loco. “¿Sabe cuánta gente se necesitaría?”, le preguntó. “Sí”, le respondió el boliviano: “110 personas”. Y así fue. Los 110 obreros lograron suplir a la costosa máquina con todo el sufrimiento y sacrificio que eso implica. Trabajaron codo a codo, y probablemente esa fue su victoriosa manera de resistir.
La escuela normal de Warisata también fue construida con sufrimiento, codo a codo. Cuando uno pasa por su fachada actualmente lo que más llama la atención son los tristes troncos con los que está apuntalada la deteriorada puerta principal. Salta a la vista que nadie está interesado en darle un brillo a tan importante legado. Pareciera que la historia de Warisata se hubiera ocultado en algún meandro del tiempo. Pareciera que la lucha y el sufrimiento por construir un faro de luz en medio del altiplano nunca hubieran existido. Las palabras son conjuros, por eso cuando se repiten sin cesar pierden su poder y su significado. Palabras y nombres como Warisata, Avelino, Elizardo, escuela o ayllu. Y aun así la puerta apuntalada continúa abierta pues ha sido construida a pesar del frío, la altura y muchas otras cosas más.
Antes de la nueva represa había una mucho más pequeña en Incachaca y era imprescindible demolerla para comenzar la obra. Los supervisores, algunos de ellos burócratas, presionaban constantemente para que se construya una ataguía. La ataguía es una palabra que deriva del árabe taqiyyah que significa “prevención”, y se trata de un macizo de tierra impermeable que se utiliza para encauzar flujos de agua provisionalmente. Es decir, que el agua atajada por la represa anterior debía retenerse en algún lugar para iniciar la demolición. Un viernes el jefe de obra recibió un plazo fatal, debía entregar la ataguía un mes después.

Al día siguiente el ingeniero decidió subir al cerro muy temprano para poder tener un panorama más claro. La perspectiva brindada por la montaña permite que una gran obra se convierta en una maqueta. Y gracias a eso el ingeniero pudo advertir que había diferentes colores en la tierra, y se le ocurrió que quizás se podía aprovechar los desniveles naturales para construir sin mucho esfuerzo una ataguía un poco más arriba de lo planeado. Entonces entusiasmado silbó al tractorista para que suba hasta su atalaya y contemple desde ahí las posibilidades del nuevo plan. El tractorista llegó lo más rápido que pudo, y cuando el jefe de obra le preguntó qué le parecía la idea, tres alkamaris volaron rápidamente por encima de sus cabezas. Entonces el tractorista se emocionó y le dijo: “eso es ingeniero, los alkamaris están avisando”. Cinco horas después la obra que se construiría en un mes, estaba hecha y llena de agua. Al lunes siguiente, los supervisores alemanes no pudieron decir mucho, y es que el muro de Berlín se había caído un día antes de la construcción de la ataguía y con seguridad seguían pasmados. En cambio los doctorcitos bolivianos se enojaron mucho, pues no existían los respaldos escritos necesarios para justificar burocráticamente que la obra que estaban mirando ya estaba construida, a pesar de que no había dudas de que estaba construida. Seguramente estos eternos doctorcitos nuestros siguen reunidos buscando otros documentos, y es que siempre estuvieron reunidos y seguirán reunidos hasta que se agote la última gota de agua.

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