Trilogía
del agua II: Los
alkamaris de la ataguía
Dejar que las aguas corran… Segunda estación de este tríptico de Juan Pablo Piñeiro.
Juan
Pablo Piñeiro
El
16 de julio de 1990 se inauguró una obra fundamental para la ciudad de La Paz,
la represa de Incachaca. En el acto protocolar fueron muy importantes las
palabras de Simón Poma, uno de los capataces principales, quien afirmó
visiblemente emocionado: “nos vamos tristes y a la vez felices por concluir
esta obra, tristes porque en este lugar hemos sufrido como nunca y felices
porque tampoco nunca antes habíamos trabajado tan unidos, como familia”.
Y
es que cuando un hombre como Simón Poma dice que algo ha costado es porque ha
costado. Así como ha costado todo lo que se ha construido en el frío y la
altura. Por eso, es imprescindible conocer un lugar como Tiwanaku y descubrir
en nuestro interior la preciosa sensación de no poder entender nada y aprender,
quizás, que mirar callado es la única manera de encarar los restos del tiempo.
En
Tiwanaku los monolitos, los muros y los detalles están tallados con maestría porque
seguramente configuraban un poderoso mensaje. Desde aquí, desde este lugar del
tiempo, solo nos queda la condena eterna de jamás poder descifrarlo. Quién sabe
siquiera si el mensaje nos está mirando a nosotros. Quizás los monolitos en
verdad se están comunicando con su pasado. Un pasado tan lejano que convive con
todo lo inexistente. Lo único que podemos saber es que sus constructores, al
igual que los obreros de la represa, tuvieron que trabajar duro a pesar del
frío y la altura. Lo normal en la historia de la humanidad ha sido siempre fundar
civilizaciones en lugares aptos para la vida, casi siempre cerca de un río de
fértiles orillas. En cambio lugares como Tiwanaku han sido construidos
seguramente con otras necesidades. Y es que a través del tiempo siempre
existieron los que se quedaron cómodos junto al río y los que se animaron a
construir en lugares donde el sufrimiento se hace uña y mugre con la vida.
Para
poder construir la represa de Incachaca fue necesario excavar 8.000 metros
cúbicos de roca sólida, en un lugar donde hasta escribir es difícil porque la
mano se congela. Como el financiamiento principal provino de Alemania, los
ingenieros alemanes estaban muy preocupados por el método que se debía usar
para construir los bloques de hormigón, por eso era un requisito indispensable
que en la obra se cuente con una bomba de hormigón. Lo curioso es que debido al
cambio de moneda, comprar una bomba de hormigón en el extranjero hubiera
costado lo mismo que toda la represa. Es decir, no era posible. Cuando el
ingeniero alemán le preguntó al jefe de obra qué pensaba hacer, este último le
mostró un sistema donde varias mezcladoras manuales pequeñas se colocaban en
línea para poder lograr el hormigón en la calidad deseada. El alemán lo miró
como a un loco. “¿Sabe cuánta gente se necesitaría?”, le preguntó. “Sí”, le
respondió el boliviano: “110 personas”. Y así fue. Los 110 obreros lograron
suplir a la costosa máquina con todo el sufrimiento y sacrificio que eso
implica. Trabajaron codo a codo, y probablemente esa fue su victoriosa manera de
resistir.
La
escuela normal de Warisata también fue construida con sufrimiento, codo a codo.
Cuando uno pasa por su fachada actualmente lo que más llama la atención son los
tristes troncos con los que está apuntalada la deteriorada puerta principal.
Salta a la vista que nadie está interesado en darle un brillo a tan importante
legado. Pareciera que la historia de Warisata se hubiera ocultado en algún
meandro del tiempo. Pareciera que la lucha y el sufrimiento por construir un
faro de luz en medio del altiplano nunca hubieran existido. Las palabras son
conjuros, por eso cuando se repiten sin cesar pierden su poder y su
significado. Palabras y nombres como Warisata, Avelino, Elizardo, escuela o
ayllu. Y aun así la puerta apuntalada continúa abierta pues ha sido construida
a pesar del frío, la altura y muchas otras cosas más.
Antes
de la nueva represa había una mucho más pequeña en Incachaca y era
imprescindible demolerla para comenzar la obra. Los supervisores, algunos de
ellos burócratas, presionaban constantemente para que se construya una ataguía.
La ataguía es una palabra que deriva del árabe taqiyyah que significa “prevención”, y se trata de un macizo de
tierra impermeable que se utiliza para encauzar flujos de agua provisionalmente.
Es decir, que el agua atajada por la represa anterior debía retenerse en algún
lugar para iniciar la demolición. Un viernes el jefe de obra recibió un plazo
fatal, debía entregar la ataguía un mes después.
Al
día siguiente el ingeniero decidió subir al cerro muy temprano para poder tener
un panorama más claro. La perspectiva brindada por la montaña permite que una
gran obra se convierta en una maqueta. Y gracias a eso el ingeniero pudo
advertir que había diferentes colores en la tierra, y se le ocurrió que quizás
se podía aprovechar los desniveles naturales para construir sin mucho esfuerzo
una ataguía un poco más arriba de lo planeado. Entonces entusiasmado silbó al
tractorista para que suba hasta su atalaya y contemple desde ahí las posibilidades
del nuevo plan. El tractorista llegó lo más rápido que pudo, y cuando el jefe
de obra le preguntó qué le parecía la idea, tres alkamaris volaron rápidamente
por encima de sus cabezas. Entonces el tractorista se emocionó y le dijo: “eso
es ingeniero, los alkamaris están avisando”. Cinco horas después la obra que se
construiría en un mes, estaba hecha y llena de agua. Al lunes siguiente, los
supervisores alemanes no pudieron decir mucho, y es que el muro de Berlín se
había caído un día antes de la construcción de la ataguía y con seguridad
seguían pasmados. En cambio los doctorcitos bolivianos se enojaron mucho, pues
no existían los respaldos escritos necesarios para justificar burocráticamente
que la obra que estaban mirando ya estaba construida, a pesar de que no había
dudas de que estaba construida. Seguramente estos eternos doctorcitos nuestros
siguen reunidos buscando otros documentos, y es que siempre estuvieron reunidos
y seguirán reunidos hasta que se agote la última gota de agua.
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