domingo, 26 de marzo de 2017

Sombras nada más

Rosas de polvo sobre la calzada



El autor, uno de los privilegiados colaboradores y amigos de Jorge Suárez en sus últimos años, propone dos hipótesis para destacar su valía y singularidad en las letras bolivianas.


Gabriel Chávez Casazola 

No es la primera vez que escribo acerca de Jorge Suárez -poeta, narrador y periodista a quien tanto le debe la literatura boliviana- y de seguro tampoco será la última.  Un día como hoy, 26 de marzo, aunque de 1931, nació en La Paz (su hija Mirella, custodia de su legado literario, así lo precisa, aclarando versiones de que nació en Los Yungas), y falleció en Sucre el 27 de julio de 1998, a la edad de 67, en circunstancias que bien podríamos calificar de negligencia hospitalaria. 
El próximo año se cumplirán, pues, 20 años de su muerte, pero Suárez -don Jorge, para sus amigos de menor edad- goza de una excelente salud. Al menos, su literatura y su recuerdo están más vivos que nunca. Su ya clásica nouvelle El otro gallo ha sido incluida y reeditada entre las 15 novelas fundamentales de Bolivia (canon ciertamente discutible, pero más por algunos libros excluidos que por los seleccionados); pronto una porción sustancial de su obra poética y narrativa verá la luz en la Biblioteca del Bicentenario, en una edición cuidada por Luis H. Antezana, que pondrá a disposición de las nuevas generaciones de lectores algunos títulos imprescindibles aunque hoy inencontrables, como Sonetos con infinito, Sinfonía del tiempo inmóvil, Oda al padre Yunga y Rapsodia del cuarto mundo; se anuncia la publicación de más prosa y poesía hasta ahora inéditas o aparecidas de manera dispersa; y los jóvenes autores, al menos en Santa Cruz, lo leen con fruición y creciente interés.
¿A qué atribuir este fenómeno, en un país tan propenso a la ingratitud para con sus creadores? A la calidad de la obra, desde luego, pero esa nunca es explicación suficiente. Hay autores que tienen una obra valiosa pero olvidada, poco o nada disponible para los lectores actuales, al haber sido o estar subvalorada por la academia y/o el mundo editorial y/o la crítica y/o la moda y/o los artífices circunstanciales de esas instancias de legitimación. ¿A qué más atribuir, entonces, la vitalidad de la literatura de Jorge Suárez?
Voy a arriesgar una hipótesis. Creo que además de cuidar celosamente la calidad de su escritura, Suárez escribió con plena conciencia de que el único certero antólogo de la literatura es el tiempo. Don Jorge jamás iba al compás de las modas. Solía proferir, con su habitual humor negro, frases lapidarias sobre autores y tendencias en boga, cuántos de ellos ya desvanecidos por el tiempo en estas últimas décadas, para luego pasar con deleite a recitar, de memoria las más de las veces, algunos inolvidables versos del Siglo de Oro.
Me lo dijo muchas veces: si bien era un hombre de manifiestas ideas políticas de izquierda, no cedió a la tentación de escribir poesía de coyuntura ni contra lo que fuera que preocupaba a su entorno: un determinado sistema social, una manera de gobernar. Sabía que esas eran –son- situaciones con fecha de vencimiento, mientras que la belleza permanece. En poesía, ese era su credo. Cifrar la humanidad en la belleza, y además, de ser posible, en la belleza de las formas clásicas, que manejaba con maestría. En el periodismo, eso sí, era otra cosa. Allí decía su verdad sin ambages. No en vano llegó a ser jefe de redacción de Puro Chile, diario del Partido Comunista del país vecino durante el gobierno de la Unidad Popular. Mientras, en narrativa, procuraba combinar elementos: su inconclusa novela La realidad y los símbolos (publicada con el título Las realidades y los símbolos) es un testimonio de los años de la dictadura de García Meza pero, sobre todo, de cómo la pez del narcotráfico puede impregnar toda una sociedad (lo que también denunció como periodista en sus documentales de televisión).
Pero además, Suárez tampoco cedió a la tentación de complacer a los periodistas literarios, a los críticos, a los académicos o a los canonizadores de turno; es más, era visceralmente antiacadémico. No escribía para gustar a sus contemporáneos y -según me temo- a veces incluso procuraba desagradarles, nadando a contracorriente. ¿O qué otra cosa representaba escribir sonetos u odas cuando el marginalismo malditista -al que detestaba- estaba en su auge y la frecuentación mayor o menor de las chinganas paceñas dictaba la medida de la poesía boliviana?  En esa época, no muy lejana, Suárez se atrevía a despreciar lo saenzeano y lo marginal sin que eso quisiera decir que no tuviera respeto a Saenz como poeta, que sí lo tenía y mucho, aunque de ninguna manera a sus (malos) epígonos.
Y aquí aventuro otra hipótesis, complementaria de la primera: Jorge Suárez no solo no escribió para sus contemporáneos -de hecho, varios de ellos lo detestaban, era un hombre sin duda provocador y polémico-, sino que, con sabiduría, escribió deliberadamente para el futuro, es decir, para hoy, mañana y pasado mañana. Por algo le interesaba mucho que lo leyeran los jóvenes y no en vano fundó talleres de narrativa en Santa Cruz y Sucre que, hoy lo sabemos, han transformado la literatura producida en ambas ciudades, con repercusiones en todo el país. Los nombres de Blanca Elena Paz, Juan Simoni, Homero Carvalho, Oscar Barbery, Germán Araúz, Mauricio Souza, Beatriz Kuramoto, Miguel Ángel Gálvez, Oscar Díaz, Amparo Silva, Marco Subieta o Milovan España dan fe de ello, todos ellos orgullosos discípulos de don Jorge, y esto sin olvidar a poetas como Luis Andrade, Amilkar Jaldín y este un poco rebelde amigo suyo, que también bebimos del venero de sus enseñanzas. 
Hoy que estaríamos celebrando su cumpleaños número 86 he querido pensar en él y escribir sobre él, acaso porque todavía me siento en deuda con su magisterio oral, su literatura y su amistad. Cuando nos conocimos, allá por 1996, se había convertido en un hombre solitario y se notaba que más de una herida y más de una memoria (o de un olvido) le laceraban el espíritu.  Sin embargo, dejó, como en su poema, El caminante, rosas de polvo que el tiempo no ha querido borrar sino que ha trocado en mármol vivo: “Fiel monólogo, lengua demorada / en la miel del recuerdo, pero en vano: /todo recuerdo es un licor lejano / y toda evocación es siempre nada. // Nada, la red febril de tu mirada / captura sólo el humo del verano / y la piel que acaricias en tu mano / es ya tacto sin luz. Acongojada // por tanta sombra, sus farolas verdes / prende la calle taciturna. Muerdes / tu soledad, tu soledad, tu grito, // mientras que va dejando tu pisada / rosas de polvo, sobre la calzada, / camino de la muerte, al infinito”.




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