Rosas de polvo sobre la calzada
El autor, uno de los privilegiados colaboradores y amigos de Jorge Suárez en sus últimos años, propone dos hipótesis para destacar su valía y singularidad en las letras bolivianas.
Gabriel
Chávez Casazola
No
es la primera vez que escribo acerca de Jorge Suárez -poeta, narrador y
periodista a quien tanto le debe la literatura boliviana- y de seguro tampoco
será la última. Un día como hoy, 26 de
marzo, aunque de 1931, nació en La Paz (su hija Mirella, custodia de su legado
literario, así lo precisa, aclarando versiones de que nació en Los Yungas), y
falleció en Sucre el 27 de julio de 1998, a la edad de 67, en circunstancias
que bien podríamos calificar de negligencia hospitalaria.
El
próximo año se cumplirán, pues, 20 años de su muerte, pero Suárez -don Jorge,
para sus amigos de menor edad- goza de una excelente salud. Al menos, su
literatura y su recuerdo están más vivos que nunca. Su ya clásica nouvelle El otro gallo ha sido incluida y reeditada entre las 15 novelas
fundamentales de Bolivia (canon ciertamente discutible, pero más por algunos
libros excluidos que por los seleccionados); pronto una porción sustancial de
su obra poética y narrativa verá la luz en la Biblioteca del Bicentenario, en
una edición cuidada por Luis H. Antezana, que pondrá a disposición de las
nuevas generaciones de lectores algunos títulos imprescindibles aunque hoy inencontrables,
como Sonetos con infinito, Sinfonía del
tiempo inmóvil, Oda al padre Yunga y Rapsodia
del cuarto mundo; se anuncia la publicación de más prosa y poesía hasta
ahora inéditas o aparecidas de manera dispersa; y los jóvenes autores, al menos
en Santa Cruz, lo leen con fruición y creciente interés.
¿A
qué atribuir este fenómeno, en un país tan propenso a la ingratitud para con
sus creadores? A la calidad de la obra, desde luego, pero esa nunca es
explicación suficiente. Hay autores que tienen una obra valiosa pero olvidada,
poco o nada disponible para los lectores actuales, al haber sido o estar
subvalorada por la academia y/o el mundo editorial y/o la crítica y/o la moda
y/o los artífices circunstanciales de esas instancias de legitimación. ¿A qué más
atribuir, entonces, la vitalidad de la literatura de Jorge Suárez?
Voy
a arriesgar una hipótesis. Creo que además de cuidar celosamente la calidad de
su escritura, Suárez escribió con plena conciencia de que el único certero
antólogo de la literatura es el tiempo. Don Jorge jamás iba al compás de las
modas. Solía proferir, con su habitual humor negro, frases lapidarias sobre autores
y tendencias en boga, cuántos de ellos ya desvanecidos por el tiempo en estas
últimas décadas, para luego pasar con deleite a recitar, de memoria las más de
las veces, algunos inolvidables versos del Siglo de Oro.
Me
lo dijo muchas veces: si bien era un hombre de manifiestas ideas políticas de
izquierda, no cedió a la tentación de escribir poesía de coyuntura ni contra lo
que fuera que preocupaba a su entorno: un determinado sistema social, una
manera de gobernar. Sabía que esas eran –son- situaciones con fecha de
vencimiento, mientras que la belleza permanece. En poesía, ese era su credo. Cifrar
la humanidad en la belleza, y además, de ser posible, en la belleza de las
formas clásicas, que manejaba con maestría. En el periodismo, eso sí, era otra
cosa. Allí decía su verdad sin ambages. No en vano llegó a ser jefe de
redacción de Puro Chile, diario del Partido Comunista del país vecino durante
el gobierno de la Unidad Popular. Mientras, en narrativa, procuraba combinar elementos:
su inconclusa novela La realidad y los
símbolos (publicada con el título Las
realidades y los símbolos) es un testimonio de los años de la dictadura de
García Meza pero, sobre todo, de cómo la pez del narcotráfico puede impregnar
toda una sociedad (lo que también denunció como periodista en sus documentales
de televisión).
Pero
además, Suárez tampoco cedió a la tentación de complacer a los periodistas
literarios, a los críticos, a los académicos o a los canonizadores de turno; es
más, era visceralmente antiacadémico. No escribía para gustar a sus contemporáneos
y -según me temo- a veces incluso procuraba desagradarles, nadando a
contracorriente. ¿O qué otra cosa representaba escribir sonetos u odas cuando
el marginalismo malditista -al que detestaba- estaba en su auge y la
frecuentación mayor o menor de las chinganas paceñas dictaba la medida de la
poesía boliviana? En esa época, no muy
lejana, Suárez se atrevía a despreciar lo saenzeano y lo marginal sin que eso
quisiera decir que no tuviera respeto a Saenz como poeta, que sí lo tenía y
mucho, aunque de ninguna manera a sus (malos) epígonos.
Y
aquí aventuro otra hipótesis, complementaria de la primera: Jorge Suárez no solo
no escribió para sus contemporáneos -de hecho, varios de ellos lo detestaban,
era un hombre sin duda provocador y polémico-, sino que, con sabiduría,
escribió deliberadamente para el futuro, es decir, para hoy, mañana y pasado
mañana. Por algo le interesaba mucho que lo leyeran los jóvenes y no en vano
fundó talleres de narrativa en Santa Cruz y Sucre que, hoy lo sabemos, han
transformado la literatura producida en ambas ciudades, con repercusiones en
todo el país. Los nombres de Blanca Elena Paz, Juan Simoni, Homero Carvalho, Oscar
Barbery, Germán Araúz, Mauricio Souza, Beatriz Kuramoto, Miguel Ángel Gálvez,
Oscar Díaz, Amparo Silva, Marco Subieta o Milovan España dan fe de ello, todos
ellos orgullosos discípulos de don Jorge, y esto sin olvidar a poetas como Luis
Andrade, Amilkar Jaldín y este un poco rebelde amigo suyo, que también bebimos
del venero de sus enseñanzas.
Hoy
que estaríamos celebrando su cumpleaños número 86 he querido pensar en él y
escribir sobre él, acaso porque todavía me siento en deuda con su magisterio
oral, su literatura y su amistad. Cuando nos conocimos, allá por 1996, se había
convertido en un hombre solitario y se notaba que más de una herida y más de
una memoria (o de un olvido) le laceraban el espíritu. Sin embargo, dejó, como en su poema, El caminante, rosas de polvo que el
tiempo no ha querido borrar sino que ha trocado en mármol vivo: “Fiel monólogo, lengua demorada / en la miel
del recuerdo, pero en vano: /todo recuerdo es un licor lejano / y toda
evocación es siempre nada. // Nada, la red febril de tu mirada / captura sólo
el humo del verano / y la piel que acaricias en tu mano / es ya tacto sin luz.
Acongojada // por tanta sombra, sus farolas verdes / prende la calle taciturna.
Muerdes / tu soledad, tu soledad, tu grito, // mientras que va dejando tu
pisada / rosas de polvo, sobre la calzada, / camino de la muerte, al infinito”.
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