Leonard Cohen: el músico, el poeta (I)
En tiempos en que el Nobel reivindicó la alta literatura de los mayores cantautores, viene muy bien este perfil de uno de los más grandes.
Pablo Mendieta Paz
Es un hecho puesto a prueba, atestiguado en el tiempo, que
cuando se alude a Leonard Cohen el universo de las artes se quiebra al minuto y
se divide en dos ramales muy visibles: los que se oponen a su vena creadora, o
que les resulta indiferente, o que lo encuentran nostálgico, aburrido y
cansador; y aquellos otros, los incondicionales, que forman de él el concepto
de auténtica estrella, el cantautor de inmenso talento que armoniza con
maestría música y mensaje poético: el arquetipo de una inspirada parte de la
historia del rock.
Leonard Cohen nació en 1934 en la provincia de Quebec, en
Westmount, un barrio de gente acomodada y anglófona de Montreal, hijo de una
familia judía ruso-polonesa. Apasionado desde muy temprano por la literatura y
la poesía, sus gustos jamás se limitaron únicamente a los autores anglosajones,
sino que como él mismo cuenta, se inició en Albert Camus y en Jean Paul Sartre
“¡como todo el mundo!”. Aunque por esa época leyó poca poesía, bastó la lectura
de Federico García Lorca, del poeta irlandés William Butler Yeats, y mucho de
la poesía de la Biblia para enrolarse activamente en ella.
A los 17 años, ya en plena creación de sus primeros poemas,
se inscribió en la facultad de historia de la universidad de McGill, y
paralelamente asomó su interés por la música. Enseguida participó en la
formación de un trío de country-music y de
folk “The Buckskin Boys”. En 1956, gracias a una convocatoria promovida
por el boletín de la universidad, el “McGill News Paper”, publicó su primer
poemario titulado Let Us Compare
Mythologies (Comparemos las
mitologías). Bien recibido por la crítica, las ventas, no obstante, no superaron
la expectativa de Cohen.
Favorecido por una beca otorgada por la oficina de asuntos
culturales del gobierno canadiense, Cohen partió a Europa. Primero a Londres y
luego a la isla de Hidra, en Grecia, donde se instaló en un apacible refugio
propicio para el encuentro con la inspiración. Ahí escribió, en 1964, un controvertido texto de poemas, Flores para Hitler, y dos novelas, Beautiful Losers (Hermosos perdedores),
una oscura epopeya religiosa de iluminada belleza, y The Favorite Game (El juego favorito),
retrato de un artista joven judío en Montreal. A raíz del éxito de estas dos
publicaciones, El Boston Globe escribió: “James Joyce no ha muerto. Vive bajo
el nombre de Leonard Cohen”.
No desatendida la música, halló influencia en los grandes
compositores clásicos, en los guitarristas flamencos, en la canción popular
portuguesa -el fado-, en las canciones del Medio Oriente y en la música pop;
por lo que, con todo ese bagaje, decidió establecerse en Nashville para tentar
grabar un álbum de country-western. Sin embargo, a mitad de camino descubrió en
Nueva York a Joan Baez, Phil Ochs, Joni Mitchell, Tim Buckley y Bob Dylan, con
quienes frecuentaría Greenwich Village, y ahí, con esos “monstruos” de la
escena folk, empezó a hacer oír su voz.
Entretanto, conoció a famosos como Allen Ginsberg y Andy
Warhol, y a músicos como Lou Reed, Jackson Brown, Nico y, sobre todo, a la gran
Judy Collins que lo ayudó a grabar su primer sencillo: Suzanne. Más tarde, conoció al productor y cazatalentos John Hammond quien gestionó la
firma de Cohen con el sello CBS, la casa del disco de Bob Dylan. Si para los
norteamericanos las canciones grabadas por el artista no fueron más que la obra
de un autor relativamente conocido que podía escribir música, para los europeos
Leonard Cohen era un perfecto desconocido. Con el tiempo, el mundo musical del
Viejo Continente conocería, de aquel primer álbum de la CBS, temas como So Long Marianne y Sisters of Mercy, junto a la “primeriza” Suzanne, tres canciones que le darían fama.
Entusiasmada la gente de su sello discográfico por la buena
acogida de su primer álbum (Songs Of
Leonard Cohen), renovaron contrato para un segundo. Cohen escogió Nashville
para grabarlo, célebre plaza en la que Bob Johnston había lanzado los álbumes
de Simon and Garfunkel, Johnny Cash y Bob Dylan. El resultado, precisamente con
Bob Johnston como productor, no defraudó: Songs
From a Room, álbum publicado en abril de 1969 -que abre con Bird On A Wire, -el My Way de los poetas-, fue todo un suceso.
El sello distintivo de la música de Cohen, precursora de
bellas y ondulantes melodías, y reveladora de armonías y ritmos muy propios de
su naturaleza compositiva, ha conferido un sentido muy fresco a la tradicional
concepción musical; es decir como una expresión innovadora y sutil que ha
sabido transformar los cánones expuestos por un sinnúmero de cantautores.
Y si se habla de innovación, de cambio, cómo no mencionar
una poesía, la de Cohen, si bien pulcra y rica, también directa y sin remilgos.
En ella no cabe la delicadeza exagerada o afectada, ni tampoco la redundancia
con adornos expresivos pues considera que no hay que dotar a la palabra de alas
empolvadas, ni pretender conferirle mayor sentido o perfección que la que posee
por propia naturaleza. En su ideal poético, cada término es unidad lingüística,
no una representación gráfica. “Di las palabras, transmite los datos y hazte a
un lado”. Esa es la filosofía de acción poética de un rapsoda que ha superado
la sensibilidad inútil y asfixiante “que esencialmente tendría que
desaparecer”.
Si bien estos criterios poéticos modelan a un Cohen
desembarazado de todo convencionalismo que, en rigor, manifiesta o expresa en
alto grado las cualidades propias de la poesía, en especial de aquella que él
ejerce -la lírica-, llama la atención que en muchas de sus creaciones se
involucre con miradas ardientes cuando habla de amor, o cuando invoca momentos
bíblicos en los que la belleza de esa lírica son palpables.
Y entonces Cohen es contradictorio. Basta leer uno o dos
párrafos de su composición más emblemática, Hallelujah,
para advertir que en su palabra hay expresión de belleza, de sentimiento,
exenta de aquello tan seco, tan árido, como “di las palabras, transmite los
datos y hazte a un lado”.
Si en la música es posible hallar en Leonard Cohen fórmulas
melódicas encantadas, mágicas, deslumbrantes, por un uso muy particular de
armonías y ritmos aparejados a esas melodías -lo cual es una reforma-,
advertimos que va a la búsqueda de una misma pretensión con la lírica, aunque
en este caso el resultado no sea, en definitiva, el pregonado de modo tan
drástico por él.
Si bien es posible admitir con deleite, con emoción
estética, que Cohen milita en una corriente literaria de vanguardia (a la que
hacía alusión el Boston Globe), no es menos cierto que el cantautor galardonado
con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras no haya podido sustraerse a
una lírica de tinte exquisitamente musical, tal cual es su música: “Tu fe era
fuerte, pero necesitabas una prueba/ La
viste bañarse en el tejado/ su belleza, y el brillo de la luna, te superaron…”.
(Hallelujah)
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