miércoles, 9 de noviembre de 2016

Staccato

Leonard Cohen: el músico, el poeta (I)

En tiempos en que el Nobel reivindicó la alta literatura de los mayores cantautores, viene muy bien este perfil de uno de los más grandes.



Pablo Mendieta Paz

Es un hecho puesto a prueba, atestiguado en el tiempo, que cuando se alude a Leonard Cohen el universo de las artes se quiebra al minuto y se divide en dos ramales muy visibles: los que se oponen a su vena creadora, o que les resulta indiferente, o que lo encuentran nostálgico, aburrido y cansador; y aquellos otros, los incondicionales, que forman de él el concepto de auténtica estrella, el cantautor de inmenso talento que armoniza con maestría música y mensaje poético: el arquetipo de una inspirada parte de la historia del rock.
Leonard Cohen nació en 1934 en la provincia de Quebec, en Westmount, un barrio de gente acomodada y anglófona de Montreal, hijo de una familia judía ruso-polonesa. Apasionado desde muy temprano por la literatura y la poesía, sus gustos jamás se limitaron únicamente a los autores anglosajones, sino que como él mismo cuenta, se inició en Albert Camus y en Jean Paul Sartre “¡como todo el mundo!”. Aunque por esa época leyó poca poesía, bastó la lectura de Federico García Lorca, del poeta irlandés William Butler Yeats, y mucho de la poesía de la Biblia para enrolarse activamente en ella.
A los 17 años, ya en plena creación de sus primeros poemas, se inscribió en la facultad de historia de la universidad de McGill, y paralelamente asomó su interés por la música. Enseguida participó en la formación de un trío de country-music y de  folk “The Buckskin Boys”. En 1956, gracias a una convocatoria promovida por el boletín de la universidad, el “McGill News Paper”, publicó su primer poemario titulado Let Us Compare Mythologies (Comparemos las mitologías). Bien recibido por la crítica, las ventas, no obstante, no superaron la expectativa de Cohen.
Favorecido por una beca otorgada por la oficina de asuntos culturales del gobierno canadiense, Cohen partió a Europa. Primero a Londres y luego a la isla de Hidra, en Grecia, donde se instaló en un apacible refugio propicio para el encuentro con la inspiración. Ahí escribió, en 1964,  un controvertido texto de poemas, Flores para Hitler, y dos novelas, Beautiful Losers (Hermosos perdedores), una oscura epopeya religiosa de iluminada belleza, y The Favorite Game  (El juego favorito), retrato de un artista joven judío en Montreal. A raíz del éxito de estas dos publicaciones, El Boston Globe escribió: “James Joyce no ha muerto. Vive bajo el nombre de Leonard Cohen”.
No desatendida la música, halló influencia en los grandes compositores clásicos, en los guitarristas flamencos, en la canción popular portuguesa -el fado-, en las canciones del Medio Oriente y en la música pop; por lo que, con todo ese bagaje, decidió establecerse en Nashville para tentar grabar un álbum de country-western. Sin embargo, a mitad de camino descubrió en Nueva York a Joan Baez, Phil Ochs, Joni Mitchell, Tim Buckley y Bob Dylan, con quienes frecuentaría Greenwich Village, y ahí, con esos “monstruos” de la escena folk, empezó a hacer oír su voz.
Entretanto, conoció a famosos como Allen Ginsberg y Andy Warhol, y a músicos como Lou Reed, Jackson Brown, Nico y, sobre todo, a la gran Judy Collins que lo ayudó a grabar su primer sencillo: Suzanne. Más tarde, conoció al productor  y cazatalentos John Hammond quien gestionó la firma de Cohen con el sello CBS, la casa del disco de Bob Dylan. Si para los norteamericanos las canciones grabadas por el artista no fueron más que la obra de un autor relativamente conocido que podía escribir música, para los europeos Leonard Cohen era un perfecto desconocido. Con el tiempo, el mundo musical del Viejo Continente conocería, de aquel primer álbum de la CBS, temas como So Long Marianne y Sisters of Mercy, junto a la “primeriza” Suzanne, tres canciones que le darían fama. 
Entusiasmada la gente de su sello discográfico por la buena acogida de su primer álbum (Songs Of Leonard Cohen), renovaron contrato para un segundo. Cohen escogió Nashville para grabarlo, célebre plaza en la que Bob Johnston había lanzado los álbumes de Simon and Garfunkel, Johnny Cash y Bob Dylan. El resultado, precisamente con Bob Johnston como productor, no defraudó: Songs From a Room, álbum publicado en abril de 1969 -que abre con Bird On A Wire, -el My Way de los poetas-, fue todo un suceso.
El sello distintivo de la música de Cohen, precursora de bellas y ondulantes melodías, y reveladora de armonías y ritmos muy propios de su naturaleza compositiva, ha conferido un sentido muy fresco a la tradicional concepción musical; es decir como una expresión innovadora y sutil que ha sabido transformar los cánones expuestos por un sinnúmero de cantautores.
Y si se habla de innovación, de cambio, cómo no mencionar una poesía, la de Cohen, si bien pulcra y rica, también directa y sin remilgos. En ella no cabe la delicadeza exagerada o afectada, ni tampoco la redundancia con adornos expresivos pues considera que no hay que dotar a la palabra de alas empolvadas, ni pretender conferirle mayor sentido o perfección que la que posee por propia naturaleza. En su ideal poético, cada término es unidad lingüística, no una representación gráfica. “Di las palabras, transmite los datos y hazte a un lado”. Esa es la filosofía de acción poética de un rapsoda que ha superado la sensibilidad inútil y asfixiante “que esencialmente tendría que desaparecer”.
Si bien estos criterios poéticos modelan a un Cohen desembarazado de todo convencionalismo que, en rigor, manifiesta o expresa en alto grado las cualidades propias de la poesía, en especial de aquella que él ejerce -la lírica-, llama la atención que en muchas de sus creaciones se involucre con miradas ardientes cuando habla de amor, o cuando invoca momentos bíblicos en los que la belleza de esa lírica son palpables.
Y entonces Cohen es contradictorio. Basta leer uno o dos párrafos de su composición más emblemática, Hallelujah, para advertir que en su palabra hay expresión de belleza, de sentimiento, exenta de aquello tan seco, tan árido, como “di las palabras, transmite los datos y hazte a un lado”.
Si en la música es posible hallar en Leonard Cohen fórmulas melódicas encantadas, mágicas, deslumbrantes, por un uso muy particular de armonías y ritmos aparejados a esas melodías -lo cual es una reforma-, advertimos que va a la búsqueda de una misma pretensión con la lírica, aunque en este caso el resultado no sea, en definitiva, el pregonado de modo tan drástico por él.

Si bien es posible admitir con deleite, con emoción estética, que Cohen milita en una corriente literaria de vanguardia (a la que hacía alusión el Boston Globe), no es menos cierto que el cantautor galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras no haya podido sustraerse a una lírica de tinte exquisitamente musical, tal cual es su música: “Tu fe era fuerte, pero necesitabas una prueba/  La viste bañarse en el tejado/ su belleza, y el brillo de la luna, te superaron…”. (Hallelujah)

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