[El mar de este mundo]
Una reflexión sobre Juan José Saer “reflexionando” sobre Rubén Darío.
Rodolfo
Ortiz
Apenas si había
salido de la Gare de Montparnasse
y ya la lluvia
borraba todos los bosques
y el estanque
de Versailles. Un día gris, enorme,
reunía los
edificios de París a medida
que el tren,
impalpable, más alto
que los barrios
y más alto todavía que el arrabal,
iba siendo una
hilera de ventanas fugaces
para un hombre
asomado al balcón de un monobloc.
que tosió
varias veces mientras lo miraba
cubriéndose los
labios con la yema de los dedos. En este
momento él está
solo, en la estación de Santiago,
llevando una
valija atada con un hilo y un traje oscuro
liviano, que ya
ha resultado insuficiente
en Valparaíso e
incluso en el vapor: en semejantes
situaciones nos
deposita el mar de este mundo.
[…]
Voy
a referirme a estos quince versos que abren el poema “Rubén en Santiago” de
Juan José Saer, uno de los poemas más extensos y deslumbrantes que escribió. No
agrego nada sobrenatural en este apunte. Quizás no haga más que glosar una
lectura que cabe en esos huecos que se abren cualquier rato en cualquier lugar
de la tierra. Una lectura, al cabo, mirando la escupidera de los días.
El
fragmento del poema sugiere el entrevero de tres personajes, diría incluso de
un cuarto no menos intrigante.
El recurso para referirse a ellos en tercera persona singular genera un efecto
de mancha (un cúmulo de manchas son apariencias que se superponen y van
dibujando figuras de lo real, pensaba Saer, mirando uno de los últimos cuadros
de Van Gogh), un efecto de mancha, entonces, donde la superposición de
personajes (y su grumo) nos entrega uno de los encantos escondidos del poema,
que es el de la confusión de los puntos de vista sobre un “fondo de cierta
inmovilidad general”, como dirá en otro texto, y que resulta, en este caso, de
la experiencia de subirse a un tren viajando de espaldas.
Recordemos
que para Saer el uso de la tercera persona es la ficción literaria misma, pues
es el único punto de vista posible del narrador. Gracias a la tercera persona,
nos dice por ejemplo en “El censo de Belén”, “el acontecimiento se vuelve mito,
situación ejemplar, y todo transcurre como si fuese la primera vez, en el
chapaleo de lo empírico donde domina la incertidumbre universal”. Así entonces,
la narración del viaje en tren que arranca del primer verso viene de una voz
narrativa en tercera persona que es Pichón Garay, personaje de Saer, si
atendemos al título de la versión manuscrita del poema de 1970 que dice “Pichón
Garay viaja leyendo una autobiografía de Rubén Darío”.
Martin
Prieto cuenta en un artículo sobre el poema que ese mismo viaje también era
frecuentado por Saer cuando daba clases de literatura latinoamericana en la
Universidad de Rennes, en Bretaña, vislumbre que por tanto le surge cuando
realizaba un viaje de espaldas, abandonando París para ir a dar una conferencia
universitaria.
Volviendo
al poema, entonces, si el narrador del primer verso es Garay, también pudo
haber sido Saer o el propio Darío. En 1970, haciendo el mismo recorrido (si seguimos
el testimonio de Prieto), Saer preparaba sobre la hora una clase sobre el
Modernismo o Rubén Darío, leyendo amigablemente su Autobiografía, acaso el capítulo XIV muchas veces, cuyas frases,
algunas, el poema cita, reescribe o interpreta. Pero también habría que añadir que
en esos versos esquivos y exactos podemos descubrir al propio Darío mientras
vivía en París y pasaba algunas temporadas de verano también en Bretaña, junto
a su amigo Ricardo Rojas, en una villa donde los hospedaba un conde ocultista y
endemoniado. O bien desembarcando en Valparaíso el 23 de junio de 1886, en
condiciones precarias, llegando de Managua con unas cartas de encargo y sin
haber publicado ni un libro todavía, quiero decir, mucho antes de ser adorado
como un Dios y que “lo pasearan como a una puta decrépita, / de país en país,
siempre medio borracho”, como refiere el poema más adelante. Y algo más, en un
texto que Saer titula “Me llamo Pichón Garay”, entre los datos biográficos del
personaje leemos: “Vivo en París desde hace cinco años (Minerve Hotel, 13 rue
des Écoles, 5ème)”, dirección que Saer asume como propia al final de “Poetas y
detectives”, en la colección de doce poemas que se publicaron en la revista Cuadernos Hispanoamericanos, también en
1970, superposición esta última que
sin duda refuerza el conflicto, la confusión, el encanto del poema.
El
viaje en tren saliendo de la estación de París, entonces, se superpone a otra
estación, esta vez en Santiago, donde sorprendemos finalmente a Darío llegando
de Valparaíso, luego de visitar “todos los puertos del Pacífico”, según
puntualiza, en el vapor alemán que se llamaba Uarda. Darío emerge nítidamente en el poema en tercera persona: “En
este / momento él está solo, en la estación de Santiago”. Pero poco antes, tres
versos antes, la voz en tercera persona de Garay mira desde el tren a un hombre
tosiendo “asomado al balcón de un monobloc” (la tos de Fefé en Pavese que
seguramente le sigue a coro): un cuarto hombre suspendido, insignificante, todo
un acontecimiento, que también mira la “hilera de ventanas fugaces” del tren,
en la inmovilidad de una secuencia cinematográfica propia del caballo de
Muybridge o de Bergson, dentro de la cual se lo oye toser varias veces en un
instante tan fantasmagórico que su estela se prolonga a la estación de
Santiago, donde Darío, suspendido, insignificante, a la par todo un
acontecimiento, también está solo.
Definitivamente
el viaje que reconstruye el fragmento del poema es una experiencia radical de
extrañamiento, donde recién en el onceavo verso vemos a Darío en plenitud, a
través de un “él está solo” que da paso a la reescritura (en el poema) del
capítulo XIV de su Autobiografía. En
ese capítulo escribe Darío:
Ruido de tren
que llega, agitación de familias, abrazos y salutaciones, mozos, empleados de
hotel, todo el trajín de una estación metropolitana. Pero a todo esto las
gentes se van, los coches de los hoteles se llenan y desfilan y la estación va
quedando desierta. Mi valijita y yo quedamos a un lado. […] Una valija
indescriptible actualmente, en donde, por no sé qué prodigio de comprensión,
cabían dos o tres camisas, otro pantalón, otras cuantas cosas de indumentaria,
muy pocas, y una cantidad inimaginable de rollos de papel, periódicos, que
luchaban apretados por caber en aquel reducidísimo espacio.
Saer
entiende que esta plenitud es un momento de vislumbre negativa, pues el poeta
se descubre solo, en una estación que súbitamente queda desierta, donde al
segundo pasa a mirarse a sí mismo, sin atributos, en un instante de vacío único,
en el que Saer reenfoca el punto biográfico a partir del acontecimiento
milagroso en el cual “[m]i valijita y yo quedamos a un lado”; donde el carácter
disminuyente del diminutivo no aparece en el poema y se reemplaza por un hilo
no menos relevante, pues completa la imagen del contenido rebalsante de la
“cantidad inimaginable de rollos de papel”, de los escritos de Darío, donde
vislumbramos cierta lealtad por la palabra en las astillas de una pasión
rodeada por el fracaso. Tal la plenitud negativa del poema, que carga con la
duda, el momento de búsqueda, la posibilidad del surgimiento de una obra a
partir de un instante epifánico de despojamiento y fracaso, que se completa,
incluyéndonos a todos, en la cavilación final del poema (en primera persona
plural) que llega retrocediendo, fragmentaria, intempérica: “en tales /
condiciones nos deposita el mar de este mundo”.
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