miércoles, 16 de noviembre de 2016

Reseña

Narrar una ciudad 



Comentario a propósito de El café del gordo de la lotería, la más reciente novela del escritor Enrique Rocha Monroy.


 Mauricio Murillo

No me acuerdo si leí la siguiente anécdota o si la escuché de algún profesor. La idea es que James Joyce, que vivía afuera de Irlanda, hacía que sus amigos le mandaran fotos de alguna esquina específica de Dublín para poder recordarla de manera exacta o, por lo menos, para saber cómo había cambiado desde que no la había pisado.
Es conocida la obsesión que Joyce profesaba por su ciudad natal. Sus dos novelas y su libro de cuentos buscan reconstruirla y ponerla en escena, en movimiento. Desde el lenguaje, Joyce intentó habitar y que habitáramos Dublín, la codificó desde la letra y, por lo mismo, la cambió para siempre. En realidad, construyó una Dublín paralela, que se asemeja y se intersecta con la otra, la real (por más que es difícil usar esta palabra), pero que no es la misma. La fotografía que los amigos de Joyce le mandaban se podía superponer a la esquina real que retrataba, pero no eran lo mismo. Siendo un poco metafóricos podríamos decir que la fotografía es la ficción y lo otro es lo que queda fuera de ella. Escribir sobre una ciudad siempre es particular y siempre re-semantiza el referente real.
¿Pero qué sucede con el movimiento inverso al de Joyce que intentaron otros escritores? Me refiero, por ejemplo, a William Faulkner que, a falta de un territorio real que lo haya encandilado o que le bastara, fundó su propio condado: Yoknapatawpha. Un territorio que hasta que Faulkner no empezó a desarrollar sus tramas en él no existía en el mapa estadounidense, pero que gracias al ganador del Nobel ahora es posible imaginarlo como parte de la nación del norte.
En Latinoamérica tenemos casos también paradigmáticos. De entre muchos, me gustaría escoger dos: Comala y Santa María. El primero es el pueblo al que Juan Preciado llega en busca de su padre en la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo, un poblado que funciona como sinopsis de una de las caras de México de su época, un territorio fantasmagórico y concreto. El segundo pueblo está a orillas del Río de La Plata y en él se desarrollan las tramas de muchos cuentos y novelas de Juan Carlos Onetti.
Estos tres espacios ficcionales inventados por sus autores también formarían parte del grupo de narraciones que buscan definir, enmarcar o contar una ciudad, sus límites, sus  habitantes y la influencia de un territorio. En este sentido, podríamos pensar que la Dublín de Joyce está en el mismo nivel que Yoknapatawpha, Comala o Santa María. Escribir sobre una ciudad es hacerla ficción, es mutarla y desprenderla de ese halo aburrido al que a veces llamamos realidad. Una ciudad no es una, es varias, y cada texto sobre ella muestra uno de sus fragmentos.
Un ejemplo boliviano sería Río Fugitivo, una suerte de gemela maldita de Cochabamba, que aparece en varios de los libros de Edmundo Paz Soldán, escritor que ahora parece partir de ella para instaurar una región como espejo tergiversado de lo que conocemos, llamada Iris. Para seguir con este tema y para, de una vez, concretar las ideas que planteo, podríamos ver también qué es lo que ha pasado en este sentido con una ciudad que ha generado magnetismos, pero a la vez odios y resistencias: La Paz.
Muchos escritores (paceños y no paceños) han escrito sobre Nuestra Señora. En varios libros se la reconstruye desde muchos lugares y desde varios de sus territorios. Pensemos en Jaime Saenz y cómo su escritura redefinió La Paz de una manera directa. O en la ciudad fantasmagórica y fantástica que Cerruto describe en varios de los cuentos de Cerco de penumbras. También están los poemas de Wiethüchter que la codifican y dibujan o las historias subterráneas y oscuras que relata Wimer Urrelo.
La Paz no es una, son muchas y es esto lo que parece decirnos la más reciente novela de Enrique Rocha Monroy, El café del gordo de la lotería. Desde el inicio, la novela se plantea como un homenaje a la sede de Gobierno, pero también como una mirada que busca narrarla y describirla. La novela se abre con un monólogo. Quien habla es la ciudad, narra desde las alturas, marca el paso de lo que sucede en ella. Una ciudad que se sabe importante pero también extraña. “Desde el Illimani me contemplo”, dice, así que se desdobla en sí misma y se habita.
La novela está narrada por La Paz, gesto importante al momento de marcarla como el centro clave del libro. Esta es la manera en que Rocha Monroy reconstruye el territorio paceño, desde su voz, desde su lenguaje, desde su mirada propia y subjetiva que vuelve sobre los límites que hacen de este lugar algo distinto y entrañable (por lo menos en el caso del autor).
En el epílogo de la novela leemos: “Llego ahora a la parte crucial y más difícil de mi novela; que en realidad es una crónica de un caso de tradición paceñísima, en la cual es la misma ciudad la que ha tratado de contar al distinguido público chuckuta”. Rocha Monroy intuye que narrar una ciudad es un trabajo inútil si lo que se busca es hacer un retrato fiel y concreto. Escribir sobre una urbe siempre va a ser difícil y fragmentario. Y también es algo subjetivo, como la mirada de la propia ciudad sobre sí misma o cómo un paceño la experimenta día a día.
El café del gordo de la lotería es un libro que desde su primer capítulo toma a La Paz como el centro de su narración, pese a lo cual no solo se basa en ella. Los personajes que encontramos, con sus propios periplos y subjetividades, elaboran una narración compleja que nos permite experimentar desde la lectura sus propias vidas. La más reciente novela de Enrique Rocha Monroy es un homenaje a La Paz, pero además es una narración que marca distintos viajes, ya sea el de los personajes, el de la ciudad que se mira o el del lector que repiensa un territorio tantas veces habitado.
Nuestra Señora de La Paz es la que conforma la trinidad de los Caballeros del Divino Grano, exalumnos de un colegio católico de la ciudad de sus amores. Novela donde alternan dos temas: los que gustan del divino grano del café del gordo de la lotería, rincón formado por el joven Falucho, turquito de la calle Honda, que recibió una ayuda del paceño de tradición Iturrichaz, el otro personaje que pese a ganar la lotería de Navidad de Lima y del Callao, cuando le escatimaron el premio mayor tuvo que disputar en los tribunales del Perú, hasta que “brilló el dios tutelar de la justicia”, como reza ese capítulo.
El libro gira en torno al amor y al mismo tiempo roza la tristeza, la sabiduría, la traición, las miserias, el crimen y las luces del alma humana. Cada uno de sus capítulos es un cuento, un relato envuelto densamente con la sensibilidad de un experimentado fabulador, que en una sucesión de temas, cada cual engarza con el siguiente, pero como una flecha disparada en pos de las tramas, llegada a la palabra que brilla y fosforece en la progresión de alguna truculenta historia.

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