domingo, 27 de noviembre de 2016

Informe

El último diario del Chaco, un nuevo
rescate del “Mago” Baptista Gumucio

Un revelador dietario de la guerra, escrito en una prosa de alta calidad, verá la luz a más de 80 años del alto al fuego. Mariano Baptista Gumucio cuenta cómo dio con este valioso texto de René Ballivián Calderón, revela quién era este destacado intelectual y comparte algunos fragmentos.




Martín Zelaya Sánchez

Inquieto investigador y recuperador de arte y cultura como es Mariano Baptista Gumucio ya tiene en manos el borrador del que será su próximo proyecto literario. “Estamos gestionando la edición de un diario de guerra que se mantuvo inédito desde hace ya más de 80 años. Es de René Ballivián Calderón, un empresario y político paceño que publicó varios libros pero nunca se animó a sacar su diario. El libro, que se llamará Tarairí. Diario de campaña de un combatiente de la Guerra del Chaco, está escrito con una admirable prosa y cuenta episodios muy interesantes, como un encuentro del autor con Germán Busch, el drama de los heridos y un homenaje a otro escritor paceño, caído en batalla, Alberto de Villegas”, comenta el “Mago”.
Antes de que el propio Baptista Gumucio explique más detalles del proyecto, que lo haga el propio Ballivián. Copiamos un par de párrafos del prólogo del diario de campaña en el que, como se puede ver, se entrevé que el autor no pensaba revelar que el dietario era suyo:

Hace cosa de dos meses, recibí de cierto combatiente anónimo las pequeñas crónicas “sueltas, desarticuladas”, como las califica su propio autor, que se consignan a continuación. Ellas venían precedidas de una carta de remisión que, entre otras cosas, decía lo siguiente:
“Sinceridad es el mérito único que aspiran a tener estas páginas escritas con amor y precipitación. También reflejan, aunque pálidamente, algo de lo mucho que han sufrido, quienes han estado en las trincheras; aquellos modestos y oscuros héroes siempre olvidados... También quieren denunciar a quienes rehuyeron todo sacrificio en la hora de la prueba, haciendo saber cuán poco sufrieron los privilegiados...”.
“Estas crónicas sueltas, desarticuladas; escritas en desaliñado idioma, tienen un mérito más: son históricas, en ninguna de ellas entra algo de ficción; son como jirones arrancados a una inmensa y trágica realidad: la que vivieron por tres largos años de dolor un grupo de hombres de dos pueblos esforzados y heroicos”.
Esta especie de confesión no aspira a tener oyentes no necesita ser escuchada, constituye, ella, una simple necesidad del espíritu, un desahogo; escri­biéronse las páginas que siguen y fue como si el autor de ellas se quitara un peso de encima. Nada más. Él debía escribirlas, quería escribirlas, y eso fue todo. Las escribió con sinceridad, con amor, al compás de los acontecimientos, en un puesto de comando, en una trinchera, o en la soledad del monte, de exprofeso emplease en ellas el tiempo pasado.


¿Quién era René Ballivián Calderón?, se preguntarán todos, y como lógicamente es la primera interrogante de rigor, don Mariano se adelantó y redactó esta presentación:
“Era un soldado de 25 años cuando llegó al Chaco. Seguramente era el más culto de los que sirvieron al país en guerra, incluyendo por supuesto a los generales y al propio Presidente de la República, cuya cultura y mentalidad provenían del siglo XIX. Habiendo quedado huérfano de padre, René fue acogido por su tío materno, Ignacio Calderón, que fue durante dos décadas ministro de Bolivia en Washington”.
“René dominaba el inglés como si fuera su idioma materno y el francés lo estudió en el colegio, como para leer a Proust en su lengua original. De vuelta a Sudamérica se unió a su madre y hermanas en Santiago de Chile, donde trabajó como vicecónsul, pero se vio envuelto en la vida intelectual al punto de que se lo consideraba chileno, extremo que desmintió en una carta pública. Con sólidos estudios de economía en Estados Unidos y Chile, era al mismo tiempo un voraz lector y dejó un grueso álbum de recortes en el que figuran textos de los grandes autores de esa época, como Romain Rolland, Enrique Bergzon, Andre Maurois, o los españoles Baroja, Unamuno y Blasco Ibáñez.
Con esa preparación retornó al país y se incorporó al Ejército, combatiendo en varios sitios, pero sobre todo en Tarairí”.

- ¿Cómo se enteró de la existencia de este diario inédito, y cómo es que ahora gestiona su publicación?
- Fue una circunstancia afortunadísima. La señora Consuelo Ballivián quería donar a alguna institución documentos de su antepasado Manuel Vicente Ballivián, cuya personalidad sobresale en el campo de la geografía, la ciencia, el aprovechamiento de los recursos naturales, a fines del siglo XIX y principios del XX. Yo le sugerí el Archivo de la UMSA, criterio que aceptó.
En eso, en medio de los papeles, descubrió que había también documentos de su padre, René Ballivián Calderón. Llamó la atención una carpeta con el manuscrito de un diario escrito “por un excombatiente”, -así decía el prólogo del propio René- quien, por razones que explicaré en la introducción del libro, no quiso figurar como autor. Durante la lectura me quedó en claro que eran sus propias memorias que no publicó, pero tampoco destruyó. Por su calidad y dramatismo creo que es uno de los mejores testimonios de la campaña, y es increíble que a más de 80 años del cese de hostilidades, siga inédito.

- Seguramente al leer el libro ya nos enteraremos de todo lo que Ballivían vivió en la guerra, pero ¿qué se conoce de él en las décadas posteriores, porque entendemos que tuvo una activa vida social y cultural?
- Se incorporó al servicio público y a la cátedra, representó a Bolivia en Estados Unidos y en varias conferencias internacionales, como la de Bretton Woods que reorganizó las finanzas mundiales.
Fue gobernador del Banco Mundial y del FMI, presidente de YPFB, gerente de la Compañía Aramayo de Minas hasta 1952, cuando Paz Estenssoro lo invitó a que se fuera del país. Estuvo exiliado 12 años y a su retorno retomó sus cátedras, fue gerente de bancos y la muerte lo sorprendió en Santa Cruz durante el golpe de Natusch Busch. Su familia cuenta que cuando la dictadura era inminente, trató por todos los medios de volver a La Paz, pero los vuelos se habían suspendido y su corazón también dejó de latir.


Baptista Gumucio ya supervisó la transcripción del texto, tiene listos los detalles de edición y el texto introductorio, y casi asegurado el apoyo para la publicación, de parte de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia, de la que Ballivián fue presidente. Ojalá los detalles y gestiones finales se aceleren para tener pronto en circulación este valioso texto.
Ah, pero el prolífico escritor y excepcional rescatador de cultura e historia boliviana, no quiere olvidar sus apuntes personales, su propia memoria y experiencia con René:
“Le hice dos entrevistas en Ultima Hora. Lo recuerdo como un hombre de vastísima cultura; cáustico, pero respetuoso de las opiniones ajenas, con profundas ideas religiosas y en el campo económico, partidario del mercado y la libre empresa”.
“Publicó varios libros sobre economía y filosofía de la historia, que era el campo que lo apasionaba pero, en un país cuya clase política, civil y militar eran  de mentalidad estatizante, tengo la impresión de que Ballivián Calderón fue estigmatizado y no alcanzó los lugares a los que podía aspirar por su talento. Manejaba el idioma con excelencia y en cuanto a la especulación de las ideas, tenía el nivel de Roberto Prudencio y Guillermo Francovich, de quienes fue muy amigo”.
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Fragmentos de Tarairí

René Ballivián Calderón

Villamontes
Villamontes era la antesala de una inmensa tragedia. Era el preludio de una gran sinfonía heroica, cuyos acordes perdurarán por siempre en la memoria de los hombres que supieron vivirla de cerca. Por Villamontes pasaron tantos y tantos miles de pobres seres humanos y dentro de cada humano corazón, escondido había un drama misterioso y singular. Los que por allí regresaban al calor hogareño, traían el alma llena de ilusiones y de ensueños forjados en las largas tardes chaqueñas. Los que por allí entraban tenían oculto, en el fondo de su espíritu, el inevitable temor a lo desconocido. Y más ¡ay! cuántos no han regresado y no regresarán. En su memoria bendita hagámonos grandes.

El templo de Tarairí
Estaba vacía y sola la pobre iglesia de Tarairí. Su empinada torre parecía clamar a Dios perdón para aquellos pobres soldados y, para todos los hombres, porque no saben lo que hacen. En medio de las serranías cubiertas de verde ropaje, su abandono infundía en todos los espíritus una mezcla de compasión y de arrepentimiento.
Allí, en la lejanía, entre un vago murmullo de Ave Marías, quedaba el templo envuelto en las sombras del anochecer y, había en el ambiente un tan grande recogimiento, una calma tan inmensa, que Dios mismo puesto de rodillas, rezaba en aquellos instantes la oración suprema.
Unos días después llegaron los paraguayos a la aldea de Tarairí, y entraron al templo.... En su torre instalaron un observatorio. Era preciso, pues, destruir esa torre y los proyectiles de nuestros cañones estallaban a su lado por todas partes con presagios de muerte. Empero, era imposible lograr su destrucción, sacrilegio impuesto por las circunstancias. La mano de Dios parecía librar al templo de todo mal.

El trajín incesante
Pocas cosas son tan notables e interesantes como el movimiento que ocasiona una batalla; ese correr incesante de los camiones, a lo largo de los caminos de circulación a retaguardia, cargando unas veces tropa, otras munición, o aprovisionamiento. El ininterrumpido funcionar de los teléfonos. Las órdenes y contra-ordenes, los automóviles que llegan y luego salen presurosos. El trajín es incesante y afiebrado como en un banco minutos antes de cerrar sus puertas al público.
Y así era esa clara mañana del 16 de marzo. En el puesto de combate de la División, uno de los sitios a que convergían los hilos que manejaban la sangrienta batalla, habíanse reunido no pocos jefes. Sentado, junto al coronel Olmos, con esas sus maneras reposadas y austeras y los firmes rasgos de su faz mestiza, estaba el coronel Bilbao Rioja. En ningún instante, ni cediendo a los impulsos de la emoción movió uno solo de sus músculos faciales, que parecían tallados en bronce. Ni las buenas o malas noticias que del campo de batalla nos llegaban, producían la más leve alteración de su rostro siempre sereno e inmutable.


Egoísmos y envidias
Pero en el  Chaco había algo mucho más triste que todo esto. Me refiero a la interminable serie de egoísmos y de envidias. La envidia, he ahí un sentimiento ruin, mezquino, propio de espíritus débiles y de cerebros poco evolucionados y la envidia ha hecho estragos en el Chaco.
La envidia comenzaba entre los comandantes de batallón, seguía con los de Regimiento, continuaba con los de División y de Cuerpo, culminaba en el Comando Superior, donde adquiría caracteres realmente morbosos. Envidia, no el sano y noble afán de emulación, existía entre generales, entre coroneles, entre tenientes, hasta entre los suboficiales. Únicamente los soldados, como nada tenían que envidiarse, hallábanse exentos de este agudo mal espiritual.
Si hiciéramos un balance de los desastres, de las oportunidades perdidas de los males, en suma, que la envidia ha ocasionado en el curso de la guerra, llegaríamos a resultados realmente pavorosos. Si hubiéramos luchado contra el enemigo la mitad de lo que entre nosotros supimos luchar, seguramente que el Ejército boli­viano habría marchado victorioso por las calles de Asunción.

Ocasiones hubo en que al pedirse refuerzos para un regimiento que sostenía apenas el ataque impetuoso del adversario, el jefe encargado de suministrar el refuerzo contestara: “que se joda ese animal”, refiriéndose al Comandante del Regimiento en peligro, que era enemigo suyo, tal la mentalidad de no pocos acarreadores de sable.

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