Acerca de El sonido de la H
El académico cochabambino propone una interesante lectura de la novela de Magela Baudoin.
Xavier Jordán A.
En los Museos Reales de Bellas Artes en
Bélgica, colgado de una de sus paredes, descansa del tiempo y de la historia
una enigmática pintura de Jaques-Louis David. Es La muerte de Marat. Allá está inerte y sin vida el hombre fuerte de
la Revolución Francesa. Con medio cuerpo fuera de la bañera, un pañuelo en la
cabeza que le atenuaba las fiebres, un brazo caído señalando inequívocamente el
viaje sin retorno hacia la oscuridad de todos los infiernos. Traicionado y
asesinado, Marat muere cada día en los Museos Reales y la pintura es la eterna
memoria de su triste agonía.
Contemplando horas enteras este cuadro, Peter
Weisse escribió hace ya tiempo un drama también agónico: Marat-Sade. Triste retrato de las miserias humanas y las perpetuas
enajenaciones.
En algún rincón de esa obra, en el rincón
preciso, Weiss hace decirle a Sade que la Revolución, en realidad la vida: “(…) Conduce a una lenta muerte del individuo, a una lenta extenuación
en la uniformidad,
a una agonía del juicio,
al cruel reniego de uno
mismo, a una fatal sujeción al Estado,
cuya
esfera, infinitamente lejana, invulnerable, planea muy por encima de cada uno
de
nosotros.
Por eso yo
me aparto
y no
dependo ya de nadie.
Si es que estoy condenado a perecer por lo menos quiero arrancar a mi terrible pérdida lo único que yo
puedo arrancar con estas pocas fuerzas. Me doy de baja en mi sección. Y miro, y eso es todo. Ya no estoy en el juego, pero mirando
retengo lo que veo y todo alrededor de mi, todo, todo es silencio”.
La
muerte de Marat es el silencio, pero ese silencio es un grito, es un sonido. Es
El sonido de la H, novela que a la
vez, concluye con la muerte de Marat. La obra de Magela Baudoin es -como el
texto de Shakespeare que inspira el título de la obra de Faulkner- un relato
lleno de sonido y de furia.
Por
cada recóndito rincón de sus parajes, este relato nos lleva a un plano superior
de las saudades, nostalgia y dolor a la vez, pero también nos desahoga en
redenciones oscuras, en venganzas ingratas y en felicidades a medias. El sonido de la H, es un tránsito
continuo y como toda metamorfosis duele y se desangra.
Para
su protagonista, la libertad es su meta y ello implica su consagración como
mujer. Alcanzar ese punto, requiere apelar a memorias previas. Cuando la
ansiada consagración llega, ella está en la ducha: “Me enjaboné primero la cara y la parte de arriba del cuerpo. Luego la
baja, pasándome el jabón por la mariposa. En casa le decíamos mariposa. El
jabón regresó marrón de su pasaje por la mariposa. Volví a refregarme y volvió
a mancharse”.
En
una imagen que nos remite a la primera escena de la película Carry de Brian de Palma, la niña era por
fin mujer, su tránsito había acabado. Quedaban detrás de ella sus miserias, sus
grandezas, sus ensoñaciones de pequeña niña y, como Carry, se preparaba para
acometer sus venganzas. Al igual que Marat en la bañera, ella dejaba morir
también un tiempo de su vida, un tiempo embriagador, como el vino y
sugerentemente rojo, como la sangre. Sus recuerdos tenían el color del rojo
borgoña que caía entre sus piernas desde el punto preciso en que emergía una
mariposa.
Mar,
que así se llama ella, es quizás uno de los personajes más íntimos de la
literatura boliviana de los últimos años. En principio porque indefectiblemente
su nombre nos remite al significado que tiene para el boliviano ese punto
perdido. El mar es anhelo y es quebranto, es deseo y es herida, una herida que
no cicatriza. Así es Mar, la de la novela, la Mar. Ajena, hurtada, cautiva, un
poco triste, un poco alegre, siempre en silencio.
Mar
es lo que es, por estar entre dos mundos, entre dos realidades, entre dos
etapas, entre dos hogares. Es, al mismo tiempo, dos personas. En la Bolivia del
padre, Mar vive sumergida en el mundo de los abuelos, un mundo entregado al
desprecio por la estupidez, contradictorio en sus principios, pero enteramente
presto a conocer el universo de Goethe, de Caroll, de Musil, de Brontee, de
Karajan. Arquetipos de una intelectualidad bienintencionada, la familia paterna
compensa la ausencia del padre con el culto a la belleza, con el amor a la
palabra, con la pasión por la inteligencia. El padre compensa su ausencia con
un amoroso cinismo y una rancia utopía.
En
la Venezuela de la Madre, Mar es la familia incompleta, la aspiración y la
rebeldía. Estos mundos marcan el escenario sobre el cual, la Mar se desvive en
reflexiones, en callados desvelos, en reclamos inaudibles, en ironías
lastimeras. Entrar en El sonido de la H,
es entrar de plano a una novela que, literalmente, te propone ir a surcar la
Mar.
El
contrapunto no podía ser más perfecto. Él (hombre) se llama Rafaela. O por lo
menos aspira a ese nombre y lo hace con coraje, ajeno a la burla y el escarnio,
indiferente a la mediocridad moralista, alejado de la brutalidad a la que es
sometido por la miseria humana. Compañera y cómplice, Rafaela hace también de
antagonista, de espejo retorcido para Mar, que proyecta su imagen y la
desfigura como en los ríos de Heráclito el oscuro. Personaje de fuerza
inaudita, entre la vulgaridad y la ternura, Rafaela concentra gran parte de la
memoria de Mar y del contacto con ella se desprenden las dos escenas más bellas
de la novela. Cuando Mar aprende a bailar y cuando Mar aprende a besar. Solas
las dos, de hombre a mujer, de mujer a mujer, sus inercias y sus dualidades se
complementan en una sola criatura que baila y que besa como descubriendo el
universo y como castigando la vida. Esos tiempos harán de ellas únicas e
indivisibles, pero también penosamente distantes.
Curioso
que todos los momentos claves de la novela tengan un atípico refugio: el cuarto
de baño. Es allí donde Mar se encierra, donde Mar se cobija, donde Mar fuma,
donde mar se consuela, donde Mar se hace mujer, donde Mar se confunde, donde
Mar se transmuta en Rafaela. Es en el baño, quizás, donde Mar deja de ser la
chica H y todo el sonido mudo de la letra se derrama en sus cavilaciones más
profundas y sus sueños más vencidos. Es también el baño que será la última
morada de Rafaela, la bañera que contiene su derrota y su caída, la misma
bañera donde yace Marat con el brazo caído, señalando inequívocamente su último
destino.
El sonido de la H, es una
novela que lo contiene todo sin pretensiones ni grandilocuencias y por eso
mismo es magnífica. Todos los elementos del relato podrían haber llevado a
Magela Baudoin a dejarse seducir por las tramas intrincadas, por el morbo
degradante, por la inocente denuncia o por el hechizo maligno que parece
ejercer en estos días lo políticamente correcto. Baudoin es delicadamente ajena
a estos pesares y se resuelve en el noble oficio de ser humana. El festín de la
lectura no recae en los hechos, sino en la proximidad con que sus personajes se
desviven para contarnos nada, para sugerirnos en todo. La novela está hecha de
silencios. Como lo anuncia Sade en la obra de Weiss, Mar ya no está en el juego,
y su mirada retiene lo que ve y todo alrededor de ella, todo, todo es silencio.
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