domingo, 27 de noviembre de 2016

Crónica

Sandra bajo los cipreses



Entre crónica y ficción, como la primera, va una nueva colaboración del académico boliviano.



Hugo Rodas Morales 


Se nos regatea hasta la sombra
y a pesar de todo así seguimos
medio aturdidos por el maldecido sol (…)
Alguien tendrá que oírnos.

J. Rulfo. Ustedes dirán que es pura necedad la mía.

Despertar todas las mañanas en la humedad del nutrido follaje en Viveros. El ritual para llegar a su centro es simple y directo: estación del metro CU hasta estación Viveros / Derechos Humanos (el nombre en transición que no acaba). Luego, unos pasos después, atrapar primero -porque siempre existe un antes de lo que vendrá, de Sandra- las primeras flores que aparezcan para enviarlas por el celular a otros aires y, luego de bordear las primeras playas tenues de grava marrón, mirar la alameda en perspectiva, prometedora, algo fría.
Las voces se van ahuecando o se oyen atrapadas en los audífonos de los, y sobre todo las, marchistas. Otros peregrinos con tapetes de hule llegarán más tarde para las prácticas de yoga, en los espacios rectangulares que dividen los senderos con nombres de plantas. Allá cerca, pero más tarde que temprano, en la esquina derecha de Eucaliptos y Secuoyas, estará esperando mi pequeña leoncita de escasos años, que me desafiará a correr un trecho en el que ya casi puede ganarme, como puede con mi corazón absolutamente.
Pero a esta hora busco a Sandra con su otra plenitud de sentidos y que llega por su lado, siempre antes. Lo sé aun sin verla, cuando algunas ramas se conmueven como si volaran en meditación delatando que ella pasó por aquí, es su huella en el aire. Lo que no sé es por qué no llegamos a la par. Suelo adelantar mi hora acostumbrada para seguir su camino secreto hacia los cipreses, coníferas que suelen tenerse cerca de los templos en Asia.
Por alguna razón que no pregunto a Sandra, more discreción, ella ya está allí cuando me acerco y ya se divisan al pie de los troncos las primeras piñas; recojo alguna para mi atención posterior, aunque ahora me distraiga de mi objetivo, me place ver cómo se extienden imperceptiblemente en mi ventana, abriendo sus doce escamas de café oscuro, separándose mientras las sujeta una invisible nervadura interna. Cada día cambian, si se lo piensa bien, aunque verlo es arte que requiere paciencia y fe. La piña de los cipreses es como un fruto interminable, ya está maduro cuando está formado pero falta su despliegue para dar lugar a intersticios de los que saldrían semillas si fuera el caso, pero no lo es, creo; mi ignorancia sobre la botánica se compara a lo que conozco de Sandra bajo los cipreses, salvo más tarde.  
También ella, como estas piñas, madura una boca abierta en oración larga y contenida cuando el sol está más alto. Mis días están confundidos con estos conos ovales, rojizos o marrones como la grava de Viveros, cual vegetales desperezándose y llamando, con o sin luz, al duro suelo de los altos cipreses o a la cama por desordenar.
Ahora entonces encontrar a Sandra: con sus pantalones a cuadros que sabe me gustan, poco a poco más ceñidos hacia la cintura, con motivos florales como está de moda, aunque los cuadros son gusto adquirido, de los sesenta sin duda. Sus delicadas camisas, hoy de media manga en verde pastel, suelen entrar en el recuadro de las miradas que le dedico. Porque Sandra es, sobre todo en el saludo de llegada, una visión; la del eterno estar de un cuerpo que se extiende alrededor sin decirlo, que huele alrededor sin quererlo, que podría decir sin decirlo, que está allí para la mirada o no está.
Esta mañana sin embargo, quizá por ser octubre, quizá por mi insomnio que las flores empeoran, o porque duele amar a alguien de quien tenemos un número impreciso de días por venir, reparé en su sombra que se extendía movida desde sus brazos, convirtiendo en mancha contra el suelo el moño castaño de su cabello, raíz de mil fuentes. Sandra, ¿quién eres tú ahora, que entonas con acento argentino que no te pertenece, esta canción mexicana que Rulfo repitiera en El gallo de oro, como esos adolescentes punk de La Plata, que en 1992 decidieron llamarse Embajada Boliviana?

Pregúntale a las estrellas
si por las noches me ven llorar,
pregúntales si no busco
para quererte, la soledad (…)

Si quieres jugamos a los misterios. Yo ficcionaré y tú los revelas; yo los invento para que preguntes mientras tú los desenvuelves para que yo los siga y me enrede. Si tu sombra también juega conmigo voy a decirte al menos de dónde es que viene, porque sabemos tú y yo -¿verdad?- que la sombra no tiene la misma medida que nosotros, sino que se enrolla y despliega, aunque Marx advirtiera que nos es tan íntima -lo leímos juntos anteayer- que nadie puede saltar sobre su propia sombra. Viene no solo del sol, sino de su indiscreta luminosidad que por algo aquietan los cipreses, donde estás tú ahora, exactamente. Donde no estarás, no estaremos, más tarde.
La sombra tuya -o la mía, pero la tuya es más interesante- viene de algún pasado, de años previos a estas citas que nos damos, para después en un hilo sin nudo, separarnos. Es aleccionador hacer la historia romántica de la sombra de los cipreses contigo, interpretando sin más instrumentos que la historia novelada un pedazo cualquiera de negro: “Aquí estuviste un día con tu hermana”, digo, y me corriges: -“No, eso fue más a un lado”, señalas, refiriéndote a la sombra de tus botines cafés; “además no era mi hermana, si quieres saberlo”, insinúas.

No quiero, te contesto, y ya hemos llegado donde querías, a fastidiarme con tu sombra y que no podamos salir del círculo de tu hermana que no lo era, o del zapato que no tenías puesto, o el anillo que tenía tortuga, según la sombra, cuando yo no elijo anillos así. Siempre la molestia de la sombra antes de comenzar a desear salir del círculo dibujado a dos bocas, para rehacernos en el lugar de siempre, de los pies a la cabeza, completamente. 

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