Sandra bajo los cipreses
Entre crónica y ficción, como la primera, va una nueva colaboración del académico boliviano.
Hugo
Rodas Morales
Se nos regatea hasta la sombra
y a pesar de todo así seguimos
medio aturdidos por el maldecido sol (…)
Alguien tendrá que oírnos.
J. Rulfo. Ustedes dirán que es pura necedad la mía.
Despertar
todas las mañanas en la humedad del nutrido follaje en Viveros. El ritual para
llegar a su centro es simple y directo: estación del metro CU hasta estación
Viveros / Derechos Humanos (el nombre en transición que no acaba). Luego, unos
pasos después, atrapar primero -porque siempre existe un antes de lo que
vendrá, de Sandra- las primeras flores que aparezcan para enviarlas por el
celular a otros aires y, luego de bordear las primeras playas tenues de grava
marrón, mirar la alameda en perspectiva, prometedora, algo fría.
Las
voces se van ahuecando o se oyen atrapadas en los audífonos de los, y sobre
todo las, marchistas. Otros peregrinos con tapetes de hule llegarán más tarde
para las prácticas de yoga, en los espacios rectangulares que dividen los
senderos con nombres de plantas. Allá cerca, pero más tarde que temprano, en la
esquina derecha de Eucaliptos y Secuoyas, estará esperando mi pequeña leoncita
de escasos años, que me desafiará a correr un trecho en el que ya casi puede ganarme,
como puede con mi corazón absolutamente.
Pero
a esta hora busco a Sandra con su otra plenitud de sentidos y que llega por su
lado, siempre antes. Lo sé aun sin verla, cuando algunas ramas se conmueven
como si volaran en meditación delatando que ella pasó por aquí, es su huella en
el aire. Lo que no sé es por qué no llegamos a la par. Suelo adelantar mi hora
acostumbrada para seguir su camino secreto hacia los cipreses, coníferas que
suelen tenerse cerca de los templos en Asia.
Por
alguna razón que no pregunto a Sandra, more
discreción, ella ya está allí cuando me acerco y ya se divisan al pie de los
troncos las primeras piñas; recojo alguna para mi atención posterior, aunque
ahora me distraiga de mi objetivo, me place ver cómo se extienden imperceptiblemente
en mi ventana, abriendo sus doce escamas de café oscuro, separándose mientras
las sujeta una invisible nervadura interna. Cada día cambian, si se lo piensa
bien, aunque verlo es arte que requiere paciencia y fe. La piña de los cipreses
es como un fruto interminable, ya está maduro cuando está formado pero falta su
despliegue para dar lugar a intersticios de los que saldrían semillas si fuera
el caso, pero no lo es, creo; mi ignorancia sobre la botánica se compara a lo
que conozco de Sandra bajo los cipreses, salvo más tarde.
También
ella, como estas piñas, madura una boca abierta en oración larga y contenida
cuando el sol está más alto. Mis días están confundidos con estos conos ovales,
rojizos o marrones como la grava de Viveros, cual vegetales desperezándose y
llamando, con o sin luz, al duro suelo de los altos cipreses o a la cama por
desordenar.
Ahora
entonces encontrar a Sandra: con sus pantalones a cuadros que sabe me gustan, poco
a poco más ceñidos hacia la cintura, con motivos florales como está de moda, aunque
los cuadros son gusto adquirido, de los sesenta sin duda. Sus delicadas camisas,
hoy de media manga en verde pastel, suelen entrar en el recuadro de las miradas
que le dedico. Porque Sandra es, sobre todo en el saludo de llegada, una visión;
la del eterno estar de un cuerpo que se extiende alrededor sin decirlo, que
huele alrededor sin quererlo, que podría decir sin decirlo, que está allí para
la mirada o no está.
Esta
mañana sin embargo, quizá por ser octubre, quizá por mi insomnio que las flores
empeoran, o porque duele amar a alguien de quien tenemos un número impreciso de
días por venir, reparé en su sombra que se extendía movida desde sus brazos,
convirtiendo en mancha contra el suelo el moño castaño de su cabello, raíz de
mil fuentes. Sandra, ¿quién eres tú ahora, que entonas con acento argentino que
no te pertenece, esta canción mexicana que Rulfo repitiera en El gallo de oro, como esos adolescentes
punk de La Plata, que en 1992 decidieron llamarse Embajada Boliviana?
Pregúntale a las
estrellas
si por las
noches me ven llorar,
pregúntales si
no busco
para quererte,
la soledad (…)
Si
quieres jugamos a los misterios. Yo ficcionaré y tú los revelas; yo los invento
para que preguntes mientras tú los desenvuelves para que yo los siga y me
enrede. Si tu sombra también juega conmigo voy a decirte al menos de dónde es
que viene, porque sabemos tú y yo -¿verdad?- que la sombra no tiene la misma
medida que nosotros, sino que se enrolla y despliega, aunque Marx advirtiera
que nos es tan íntima -lo leímos juntos anteayer- que nadie puede saltar sobre su propia sombra. Viene no solo del sol,
sino de su indiscreta luminosidad que por algo aquietan los cipreses, donde
estás tú ahora, exactamente. Donde no estarás, no estaremos, más tarde.
La
sombra tuya -o la mía, pero la tuya es más interesante- viene de algún pasado, de
años previos a estas citas que nos damos, para después en un hilo sin nudo, separarnos.
Es aleccionador hacer la historia romántica de la sombra de los cipreses
contigo, interpretando sin más instrumentos que la historia novelada un pedazo
cualquiera de negro: “Aquí estuviste un día con tu hermana”, digo, y me
corriges: -“No, eso fue más a un lado”, señalas, refiriéndote a la sombra de
tus botines cafés; “además no era mi hermana, si quieres saberlo”, insinúas.
No
quiero, te contesto, y ya hemos llegado donde querías, a fastidiarme con tu sombra
y que no podamos salir del círculo de tu hermana que no lo era, o del zapato
que no tenías puesto, o el anillo que tenía tortuga, según la sombra, cuando yo
no elijo anillos así. Siempre la molestia de la sombra antes de comenzar a desear
salir del círculo dibujado a dos bocas, para rehacernos en el lugar de siempre,
de los pies a la cabeza, completamente.
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