Despertar a lo ordinario
Una reflexión simple guía esta nota –cierre, a su vezx, de una serie temática-: ¿qué diferencia a Oriente, donde nunca se “expulsó” a la poesía, de Occidente, donde nuca fue bien tratada?
Juan
Cristóbal Mac Lean E. / Escritor
Nada más
que pulgas y piojos,
y en mi
almohada
se mea
además un caballo.
Bashô
Antes
de cerrar ya esta temporada, convendría examinar si estamos volviendo con algo
entre las manos, tras tan largo viaje hasta rincones tan ignotos. El camino nos
llevó por lugares en los que la poesía fue practicada y tenida en alto desde
antiquísimas edades. Y si bien de exilios sí que supieron los poetas, sometidos
siempre a los caprichos de las cortes y las guerras, lo cierto es que por la ladera
Este la poesía misma no fue exilada nunca, como haría Platón con ella en otra
parte del mundo (curiosamente contemporánea en su florecimiento paralelo) y
provocando así, en esa parte, un temblor que perduraría durante siglos.
El
mismo hecho de la no-expulsión de la poesía china debiera en cambio ya
bastarnos, o alertarnos tanto sobre su propia naturaleza como sobre su propio lugar
social y sin olvidar, por otra parte, que la verdadera rareza, o singularidad
de una cultura, radica más bien en esa misma expulsión. Solo a un griego, a
Platón, se le podía haber ocurrido algo semejante y tan tajante.
Y,
mientras en Occidente el estatuto de la poesía, desde Platón, conoció vaivenes
y casi agravios, cuando no trivializaciones, en la China no dejamos de
encontrarnos, más bien, con que el poeta-calígrafo-pintor también es, en muchos
casos y tal vez hasta mayoritariamente, un normal funcionario del Estado o el
consejero de un príncipe -aparte de gran bebedor, aspecto que sí comparte
felizmente con Sócrates.
La
misma no-expulsión de la poesía en el Oriente nos permite pues ver, a
contrapelo, algunas de las características propias de su ámbito:
a)
No hay ninguna otra instancia separada que se quiera erigir en propietaria
exclusiva del conocimiento, como en Occidente lo fue la filosofía, mientras que
gracias al “golpe de Estado” que perpetró al expulsarla, “la poesía se quedó a
vivir en los arrabales, arisca y desgarrada…”. (Zambrano).
Es
que le parecía a Platón que la poesía, con sus triquiñuelas y artificios, no
estaba lista para despertar a la Idea. En la poesía china o el haiku japonés, o
incluso toda la sabiduría oriental, al contrario, nunca interesó ninguna Idea y
lo fundamental, más bien, fue y es “despertar a lo ordinario”. En el paisaje de
la inmanencia (antes que en la polis de la trascendencia) lo que prima es el
“espíritu de lo cotidiano” antes que cualquier
orden superior que lo fundamente. En este mundo y de pareja forma, lo
propio es que todo esté despejado:
“nada sagrado”, acota Julien. Y, nos recuerda
Byung-Chul-Han[1], “La nada o el vacío del budismo Zen no está dirigido a ningún allí divino. El giro radical a la inmanencia, al aquí, es precisamente el distintivo característico del budismo Zen en China o
en Oriente Medio”,
de tal forma que “no hay ningún nivel superior de ser que se anteponga a la aparición de lo fenoménico”.
b) Por otra
parte y así como en las tradiciones orientales la poesía o el artista jamás
fueron puestos en duda, tampoco nunca necesitaron reivindicarse in extremis,
tal como lo haría el romanticismo alemán, muchísimo después de Platón y
queriendo volver a arrebatarle el podio.
Guiada
esta vez por dioses telúricos, arrebatos e inflamaciones del yo, profundidades que
solo la poesía podría alcanzar, en consonancia con la devastación ante lo
sublime, de pronto la poesía “sabe” más, comprende más, pues se acerca a experiencias
inconmensurables para la razón y toca playas muy ignotas, se aproxima a algo
tenido por inefable. Pero, en el mundo oriental ni la poesía es tomada tan en
serio ni se la considera ningún máximo existencial. “Dice” apenas y lo hace de
forma bastante insípida, parece limitarse nada más que a mostrar y generalmente
con regocijo, una y otra vez, las cosas, e incluso las mismas cosas, tal cual
son.
Y,
frente al exacerbado yo fichteano, tan importante para el alma romántica, aquí
simplemente no hay nadie. No se trata de exacerbar el yo, profundizar en él ni entregarse a ninguna interioridad, pues de lo
que se busca, al contrario, es disolver el mismo yo o abrir sus ventanas y
ocupar ese espacio con lo visible del mundo y la naturaleza. El resplandor de
lo que hay se basta solo. No importan ni el quién, ni la interioridad de quien
contemple ni la suerte de ningún testigo.
Este
párrafo del autor coreano podría causar una sana risa: “Dôgen, el maestro zen,
le insistiría a Descartes en seguir adelante con su meditación, en extender más su duda y profundizarla, hasta que llegue a aquella gran duda en la que se rompen por completo tanto el ‘yo’ como la idea de ‘Dios’. Descartes, llegado a esta gran duda, posiblemente exclamaría de alegría: neque cogito neque sum (‘ni pienso ni soy’)”.
Otro mito poético-occidental y de orígenes románticos, es el que
se complace en emparentar inspiración y sinrazón, como cuando el Apolo de
Holderlin roza a éste en su viaje a Burdeos y luego le sobreviene la locura.
Quizá heredera de semejantes y tan peligrosas alturas, está luego la figura del
“poeta maldito”, mientras recordamos también a Alejandra Pizarnik, que empieza su
prólogo a Antonin Artaud hablando, y dando ejemplos, de que la poesía es un
fuego con el que no se juega sin quemarse. En este contexto, otra vez estamos
en las antípodas de cuanto ocurre con la poesía oriental y quien es tocado por
ella. En efecto, leemos en este bellísimo párrafo del Shôbôgenzô
de Dogen:
“El hombre iluminado es como la luna, que se refleja en el agua (literalmente: mora, habita): la
luna no se moja, y el agua no es perturbada.
Aunque la luz de la luna es ancha y grande, vive en
una pequeña
porción de agua. La luna entera y el cielo entero habitan en una gota de rocío de un tallo de hierba, en una sola gota
de agua. La iluminación no rompe el ser particular, lo mismo que
la luna no perfora el agua. El ser particular no perturba el estado de iluminación, de igual manera que una gota de rocío no molesta al cielo y a la luna”.
La iluminación o la poesía, pues, no queman a
quienes se ejercitan en ellas o están en su camino así como tampoco jamás se
trata de ninguna profunda esencia de nada. Y estas palabras que Nyugen atribuje
al budismo también valen perfectamente para toda la empresa poética oriental: “Si el budismo Zen en cierto modo solo deja brillar el decir en
el no decir, ese silencio no se produce a favor de una ‘esencia’ inefable por
encima de lo expresable. El brillo no cae de arriba. Es más bien el brillo de las cosas que aparecen, a saber, el brillo de la inmanencia”.
Así pues, ¿hemos traído algo en las manos,
tras tanto devaneo? No, no porque, en el mejor de los casos, aprendimos a
traerlas… ¡vacías!
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