Yo
no sabía que El olvido de las piedras
se sentía en el vientre
Texto leído hace algunos días en la presentación del libro de Katterina López (3600).
Montserrat Fernández
En
El olvido de las piedras, último poemario
de Katterina López recientemente publicado por la Editorial 3600, asistimos a
un tránsito altamente femenino; asistimos a una caminata que parte de la
piedra, representante de la tierra, lo sólido y lo que tangiblemente nos
sostiene desde hace mucho tiempo atrás, y por eso, en la primera parte o primer
canto, denominado Piedras, se escucha
decir inicialmente: “Soy antigua / nunca olvido” y esa voz comienza a recorrer
un espacio mítico, comienza a pensar su existencia en otros cuerpos, en otras
existencias, dice entonces; “Las antepasadas caminaron con nosotros /eran
hongos o niñas santas / llenas de caídas habitadas durante siglos”.
En
este tiempo la caminante está sola pero extrayendo conocimiento de la soledad;
la soledad le permite fusionarse con lo natural: las montañas están en su piel
y el viento en su voz y en su vientre hay “extrañas criaturas mitad palomas,
mitad niñas, habitadas por cuatro almas”. No es extraño entonces que la voz se
declare anciana, pues ha recibido en su cuerpo el tiempo de los seres antiguos que
la rodean. Se diría que vive la vejez de la piedra.
En
el segunda parte o canto, denominado Jardines,
la caminante se busca en el origen e invoca lo maternal y reconoce lo que
transporta su piel y piensa y nos hace pensar: “¿Qué forma tenemos al llegar
dentro de alguien?”. Y cuando la voz se sabe pedazo de todas las formas que le
rodean, comienza a invocar a otro, a un tú, con el que intentará sostener un
diálogo, como si ese tú comprendiera el tránsito que se hace desde la tierra
hacia el cielo.
En
el tercer canto, Diluvios, se habla
directamente con ese tú, que habita en el memoria, más aun pesa en la memoria,
se lee: “Estás en mi memoria / confundido en el hambre / intacto / con los dedos rotos / con las manos rotas / me
siento culpable frente a tu recuerdo”. Esta
culpa provoca la aparición del agua, que comienza a purificar el cuerpo, el
recuerdo, la palabra misma, pero esta limpieza duele: “Ser agua / cuánto duele
ser agua”, se lee.
En
el cuarto canto, Insomnios, la voz
transita la noche, tal vez el tiempo y el espacio provocado por el dolor, y hay
un encuentro con el vacío o con lo que se vacía; la voz misma parece que se va
dejando en el camino y desocupa un cuerpo. Se construye la imagen del abismo
donde las cosas caen y se quiebran, pero al mismo tiempo parece que se liberan,
se vacían, se aligeran de sí mismas. Entonces, se sabe que la noche es
trayente: “Te temo / me abro a ti / me abro al temor. / Totalmente seducida por
el miedo”. Ante el miedo, la caminante queda suspendida, acaso más cerca del
cielo.
En
el último canto, Vuelos, la voz ya no
camina, habita el aire; otras leyes rigen en el aire, hay reposo de la memoria
y se circula con flexibilidad. Se dice que hay “Movimiento continuo /
movimiento perpetuo”. En el aire parece que la voz termina de abandonar su
cuerpo y con ello todas las existencias que acumulaba y cargaba cual piedras; y
se acerca más al trino y dice: “Dejaré las formas aprendidas / con nidales en
las trenzas / confundiré mi reflejo hilado por sospechosos rumores / cerraré
los ojos después del atardecer”. Al finalizar, se vuela y no hay retrocesos ni
adelantos, nacimiento ni muerte, solo la fluidez natural de lo que flota y se
deja llevar. Se ha transitado de la piedra al aire. Entonces se baila, se baila
“¡con cuatro alas abiertas!”.
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