jueves, 3 de noviembre de 2016

Crónica

La Paz, ciudad fragmentaria



Extractos, seleccionados casi al azar, de Chuquiagomarka, el nuevo libro de Miguel Sánchez-Ostiz.

Miguel Sánchez-Ostiz 


MIRAR Y ESCUCHAR, cierto, pero para hacerlo hay que patear las ciudades sin rumbo fijo, patiperreando, a la deriva, un paso detrás de otro. Es preciso dejarse tentar por esquinas, portales, comercios, callejones como boca de lobo, seguir el rastro del aroma de un plato al paso, ir hacia esos detalles que las luces cambiantes descubren y que de ordinario resultan invisibles, aceptar la invitación de una voz de postillón de vagoneta de viajeros que abre su puerta a la voz de “¡Obrajes!”, “¡Garita!”; o también hay que quedarse quieto en una esquina, inmóvil, a la espera, o sentado a la mesa de un café e intentar desde ese observatorio el agotamiento de un rincón, de un lugar. Solo que eso en La Paz se revela una tarea literaria colosal, imposible, brava, nada parisina, así te sientes en el cafetín de la Alianza Francesa, arquitectura en absoluto indígena, sobria y audaz, de Juan Carlos Calderón, arquitecto y amigo entrañable. No me sentaría en ese cafetín para ver pasar la ciudad y la vida, ni tampoco en ninguno de los cafés de la Abaroa, ni en el altillo del Café Ciudad desde donde se escribieron bastantes de estas páginas, en su borrador primero al menos, ni tampoco me quedaría quieto en una mesa corrida del mercado Uruguay porque tampoco así la atraparía entera... Dependiendo de dónde te sientes ves pasar ciudades distintas. La Paz, ciudad fragmentaria.

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EN LA PAZ NO CAÍ directamente en la plaza de San Francisco, pero sí a dos pasos, en una calle de griterío inacallable, el del anuncio de los viajes de las micretas, el vocerío más familiar de La Paz, antes de los teleféricos y los autobuses urbanos, el muy civilizado Pumakatari. Nada más dejar mi equipaje me eché a la calle y me metí asombrado en esa plaza que entonces era un abigarrado lugar de cruce, de busca y estadía contemplativa, de reunión de conocidos y desconocidos, de tratos comerciales y profesionales, de comercio bravo y al paso, de matuteo y trampa, de pulule sin rumbo aparente, de parloteo público y privado, escenario de espectáculos más o menos improvisados, de reivindicaciones políticas y sociales a menudo violentas, de idas y venidas, centro de un mundo, mestizo y abigarrado, más incluso que de una sociedad urbana, pero sobre todo escenario de un Gran Teatro urbano como no había visto en ningún lado. Ahora, más de diez años después, ese bullebulle está muy apaciguado, apagado incluso en su espontaneidad, gracias a la reurbanización de la plaza, pero en aquel momento resultaba asombroso, excitante.

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CASI DE INMEDIATO, La Paz se hizo para mí una ciudad literaria. En cuanto compré American visa, una novela de Juan de Recacoechea, el Reca. La vi, junto a otra titulada Altiplano express, en el escaparate de una minúscula librería que había en la plaza del Estudiante. Me llamó la atención el apellido. La librería estaba cerrada, pero pude comprarla enseguida, en cuanto pasé por Los Amigos del Libro de la calle Ballivián. La compré porque al ojearla vi que hablaba de escenarios de La Paz que acababa de descubrir aquellos días de junio en que mi viaje pudo haber terminado, como en parte termina el del protagonista de la novela, mal, y la obsesión de la visa americana me recordó el entusiasta discurso del tipo en cuya compañía había almorzado días atrás en la plaza Alonso de Mendoza, el de las zamarras de cuero.

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Pienso en esa La Paz o en esa Bolivia que gira alrededor del Círculo de la Unión, de la calle Agustín Aspiazu, o en esa otra del Café La Paz, por donde seguía la sombra de Álvaro de Castro, el secretario de Klaus Barbie, o en Pablo Mendieta, músico y poeta, y en nuestras conversaciones en la plaza Abaroa, pienso en la galería de arte Nota, del barrio de San Miguel, donde vi una magna exposición de Juan Conitzer Bedregal o en el elegante Flanigan's Cave Gourmet de la Montenegro, en Calacoto, frente a la estatua de Escrivá de Balaguer cubierta de cagadas de paloma; pienso en el pintor lingüista y matemático Iván Guzmán de Rojas en su casa de Sopocachi por la que pasó Fujita, hablando de la pintura y la vida y milagros de su padre... ¿Otra La Paz? No, la misma, todo forma parte de un extenso fresco que no acabas de recorrer y componer jamás. Hagas lo que hagas, tienes que admitir que te van a quedar zonas vírgenes, sin dibujo alguno.  

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Las chiflerías, los yatiris, los amautas, las kawuayos, verdaderas o falsas, están no un poco por todas partes, sino situados en zonas bien definidas. Una de ellas es la que llaman de manera turística “La calle de las brujas”; otras están en varios lugares de El Alto, en los alrededores del puente Abaroa, en Pampahasi, en los recovecos del mercado Uruguay... Frente a este, en la calle Max Paredes, están los tabucos de las famosas hermanas Sáenz, Ana María y Polonia, que a un lado y otro de la calle solventan su competencia y poderes a base de lanzarse conjuros, el de la boca abierta uno de ellos, que no sé en qué consiste, solo que sirve para revelar los propios secretos, los más profundos, las ocultas intenciones... amén. Alrededor del primero de agosto, mes de la Pachamama, se forman colas enormes de gente que acude a comprar mesas (a la Ana María) para luego ir con el envoltorio de papel blanco lleno de misterios, esas figuras de azúcar en forma de llamas, calaveras, casas, dinero, flores frescas o secas, frutos y azúcares a que la Polonia las bendiga para más tarde, en su casas, quemarlas en familia en la ceremonia nocturna de la kh’oa challando con alcohol Guabirá o vino de indios o singani... Las mesas son un negocio fabuloso.

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