jueves, 3 de noviembre de 2016

La peluca que cae del ombligo

La lectura crítica entre la ética y la experiencia


Una reflexión sobre las posibilidades y significados del acto de leer desde una circunstancia y perspectiva crítica.




Omar Rocha Velasco 

Alicia empezaba ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río, sin tener nada que hacer: había echado un par de ojeadas al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos. “¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?”, se preguntaba Alicia.
Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carroll

La hermana de Alicia lee, toma distancia, sabe encontrar sentidos en un texto que no tiene “dibujos ni diálogos”, sabe matar el tiempo al lado del río. Alicia, excluida del mundo de las letras, se somete, sin embargo, a la más profunda “lectura”: sin nada que hacer su mundo se convierte en el mundo maravilloso del libro que leemos y ella es su protagonista. Dos lecturas, dos perspectivas éticas, dos experiencias.
Leer críticamente implica tomar una distancia del texto. Leer es distanciarse, el lector crítico mantiene y elabora la metáfora de la distancia que lo separa de lo que lee, sustrae su subjetividad, supera la fuerza de atracción que aquello que está leyendo provoca. Se corre, mata al tiempo. ¿Será posible otro tipo de lectura crítica? ¿Será posible acompañar un poema más que leerlo? ¿Incorporarlo en el propio mundo? ¿Tener una experiencia de lectura?
Las lecturas más orientadoras son aquellas que parten de la reflexión que los propios poetas hacen sobre su oficio, como el caso de Blanca Wiethüchter en Pérez Alcalá o los melancólicos senderos del tiempo:

“En cualquier lectura artística hay que tener presente que los problemas del arte, incluidos también aquellos del expresionismo abstracto, han surgido de problemas y valores del oficio ¡Este hecho es histórico! El descubrimiento y la revelación a los que accede un artista no son de ninguna manera gratuitos. Un cuadro no es, evidentemente, solo la imagen de una experiencia, es una experiencia, y, como tal, también reveladora de uno mismo, de lo que vive, de presencias invisibles que se concretan en el trabajo”. 

Al fin y al cabo, como hiciera la poeta, se trata de ofrendar textos críticos que involucran al sujeto mismo de la creación en aquello sobre lo cual reflexiona. Más que un “distanciamiento”, se trata de un acompañamiento, una reflexión crítica, no “sobre” el otro, sino “con” el otro. Así se plantea un quiebre que va más allá de la búsqueda de leyes fijas o dicotomías que discuten conceptos de discursos predominantes durante un momento u otro. Podríamos decir que es la actitud de quien invita a la mesa a alguien con quien se comparte y con quien se ignora o no se sabe. Una actitud ética que pone como principio a un vacío, una hiancia, un modo de conocer que ignora. Por eso la pregunta es sobre el oficio, otra vez en palabras de Wiethüchter en el mismo texto:

“Una ética del trabajo dispone otra cosa. Ella es el único compromiso verdadero con el arte, la que explica las renuncias y justifica inclusive el sacrificio de uno mismo. Esta ética implica la absoluta entrega de ser y tiempo. Y esto significa el conocimiento profundo del material con el cual se trabaja, significa buscar la manera de descubrir en el idioma del material su mejor manera de decirse, de lucirse”.

Se puede sentir que esta concepción obliga a preguntarse acerca de nuestra acción; la ética no resuelve los problemas de forma tal que se deshace de ellos, al contrario, nada a contracorriente del discurso para encontrar en él al deseo de escribir, esa es la realización que se concreta en el acto creativo: un hacer, un leer, un escribir. No hay creación sino a partir de una falta, la causa de esa imposibilidad está en el lenguaje, cuya existencia abre un abismo entre la palabra y la cosa, entre el ser y la representación. La opción, sin embargo, no es callarse o quedarse agarrado de la imposibilidad, justamente, la opción es creativa, ligada al deseo y no a la imposibilidad o la sublimación, que es una desviación, un ceder.
Una experiencia está ligada al cambio de la relación inicial entre sujeto y objeto. En otras palabras, una experiencia hace que sujeto y objeto ya no sean los mismos después del encuentro. La experiencia es siempre única, cada experiencia invita a entrar a una “habitación oscura” borde de la boca de la ballena” (Lezama). La lectura como experiencia intenta recuperar un acto cada vez más raro, cada vez más velado y más aniquilado por la modernidad, atiborrada de objetos, que arrasa la experiencia.
“Es para mí el primer asombro de la poesía, que sumergida en el mundo prelógico, no sea nunca ilógica” (Lezama). En este caso la lectura poética tiene como origen la sospecha de la propia condición de la poesía. El lenguaje no la agota pero participa de ella. Lo prelógico implica de alguna manera quedar fuera del sentido, lidiar con “la Cosa” en términos heideggerianos.
La Cosa es lo inaccesible por excelencia. Sin embargo, en determinado momento es posible colocar un objeto en su lugar; éste no puede ser un objeto cualquiera, pues para aproximarse a la Cosa se deberá reunir características de lo inédito, lo novedoso, lo irrepetible. Esto le otorga esa singular belleza e inaccesibilidad que no dependen sino de su función de velo del abismo que se abre más allá de él. Así, la belleza no se vincula con el sentimiento de agrado o del disfrute placentero, más allá de lo bello está el vacío de lo irrepresentable, la muerte que acecha velada por esas formas que capturan la atención, como dice Pizarnik, “todo lo que se puede decir es mentira”. La creación bordea el lugar de la nada, que es también el de la verdad, verdad que ella dice bajo la forma de una ficción que cierne el contorno del abismo. Crear es hacer desde el lenguaje la experiencia de los límites en una aproximación a la verdad que exige sobreponerse a la angustia aparejada con ésta.
La lectura no agota el poema, pero participa, lo hace posible. También abre sus bordes, destaca sus fibras más sensibles y, al exponerlas, atestigua una demolición de sí misma. Por ello, “el lenguaje que no puede decirlo todo” es la primera condición de cualquier escritura, al mismo tiempo es la base de su cuestionamiento, el picante que hace aparecer la conciencia sobre su imposibilidad, y no pocas veces, su fractura y su negación.


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