Épicas del conocimiento
Una apología de la traducción con algunos de los más bellos y valiosos ejemplos: las historias de enormes franceses que rescataron tesoros de las letras chinas.
Juan Cristóbal Mac
Lean E.
Queriendo nada más
que acercarnos a la poesía china, hubimos de leer, con gran admiración, muchos
libros y capítulos de grandes sinólogos. Pero esta admiración no solo era
provocada por el contenido de esos libros, sino que la deslumbraba la propia
existencia de los mismos, el portentoso nivel de conocimientos de sus autores y
de cuanto habían hecho por conseguirlo.
Vidas, lenguas y
textos, cifras y traducciones, la exhumación de libros e inscripciones, la
lectura de rasgados trozos de seda escrita, el aire de densas bibliotecas o el
de remotos paisajes recorridos a caballo… Como si se filtraran los rasgos de
una verdadera épica del conocimiento en el modo en que esos grandes eruditos
cayeron sobre cuanto se ponía a su alcance y tradujeron entonces los grandes
textos, escribieron muy hermosos libros del Oriente antiguo, sus religiones y
guerras, su pensamiento desde su literatura hasta sus elucubraciones más
esotéricas o científicas.
El Journal Asiatique data desde 1822 y aún
existe… Y, a diferencia de la gran tacañería propia del ámbito francés en
cuanto a libros bajables de internet se refiere, en este caso ocurre lo
contrario: todos esos viejos tesoros se pueden bajar (solo los viejos, claro).
A medida que uno aprende mínimamente a moverse por esas selvas bibliográficas,
le da la fuerte impresión de que hubiera ocurrido como una edad de oro de la
sinología francesa, o más directamente de sus estudios asiáticos. De fines del
siglo XIX a mediados del XX, en efecto, hay una constelación de grandes libros,
descubrimientos y traducciones como para dejarnos boquiabiertos por decenios.
Si bien no tenemos la
menor competencia en estos asuntos, solo guiados por el sentido común, la
frecuentación de los temas y apreciaciones posiblemente antojadizas, recordemos
que Édouard Chavanne era recibido en el Collège
de France en 1892 con una disertación sobre “El rol social de la literatura en
China”.
Como la de todos estos grandes savants, entre sus traducciones y sus
libros ya llenan varios volúmenes. Los tomos y traducciones de otros grandes
eruditos alrededor, o más jóvenes, van cubriendo todos los campos imaginables
en historia, lenguas comparadas y demás. Leer libros como La China antigua o Ensayos
sobre el taoísmo de Henrí Maspero equivale a irse de viaje. A Maspero, que
había hecho también grandes viajes expedicionario-arqueológicos, lo aniquilaron
los nazis en Buchenwald en 1945.
Y está Marcel Granet, cuyos libros El pensamiento chino o Algunas particularidades de la lengua y el
pensamiento chinos son otras tantas aventuras. Granet, tras una carrera
deslumbrante y sin grandes viajes murió muy joven, a los 56 años, en 1940.
Cuando se lee a cualquiera de ellos deslumbran tanto las historias o
particularidades que cuentan como su dominio absoluto de los temas, su
conocimiento en las lenguas originarias de todos los textos que citan y
traducen, su capacidad de leer y comprender escrituras antiquísimas en
lenguajes olvidados, su gran inteligencia sociológica, su perfecta sensibilidad
y fino oído. Contemporáneos de Marcel Proust, no sería raro que se hayan topado
con él en algún salón.
Y está el caso de Paul Pelliot. A su lado, Indiana
Jones parece poca cosa. O, más que en Indiana Jones, habrá que pensar en Marco
Polo, pues no en vano Pelliot se interesó tanto por sus viajes, sobre los
cuales hizo extensas traducciones desde el mogol. Gracias a sus extensos y
legendarios viajes y al estudio, Pelliot llegó a dominar trece lenguas, entre
ellas el mogol, el turco, el árabe, el persa, el tibetano y el sánscrito. Ni
qué decir del chino mandarín, que hablaba a la perfección.
A sus poco más de 20 años ya domina el chino y
en Pekín sorprendió resolviendo situaciones muy difíciles. Se lo vio después en
París ocupando cátedras, pero no tardó en volver a partir. Desde 1906 y por
varios años, realizó sus grandes expediciones, desde Pekín hasta el Turquestán
chino, aprendiendo idiomas, recopilando textos, partiendo en trenes o viajando
a caballo, visitando cortes (la “famosa” reina musulmana de Altai) e inclusive
involucrándose tangencialmente con hechos de espionaje entre Rusia y China.
Los mapas de sus viajes (pueden verlos en
Wikipedia), en una época en que estos eran larguísimos y trabajosos, trazan grandes líneas por el Asia. Descubrimientos de
textos, distancias y errancias se suceden. Conoce las estepas tibetanas y
mogoles, las tiendas de fieltro en los altos campamentos, entre los caballos,
mientras aprende los idiomas, recopila libros, inscripciones, lo anota todo. Cuando
escucha hablar de las Cuevas de Mogao en Dunghuan, a tan remoto sitio va
volando. ¡Pero se le ha adelantado un inglés, un tal Aurel Stein!
Sin embargo el
excéntrico abate taoísta Wang, que a su propia cuenta y riesgo cuida el
complejo de las 780 cuevas, conserva los contenidos de la Cueva 17, que tiene
la mayor biblioteca imaginable. Es en ella que vemos a Paul Pelliot, (en esta
ilustración) después de que ha logrado entrar, venciendo accidentalmente el
secreto de apertura. Con su gran conocimiento de todas las lenguas necesarias,
se quedó revisando y seleccionando documentos, solo en esa cueva, por tres
semanas. No pudo dedicarles mucha más atención al resto de 780 cuevas que
contienen cientos de años de historia, reliquias, textos y pinturas y que
fueron quedando durante los cientos de años en que se había practicado el Camino de la Seda.
Demás está decir que
se llevó a Francia todo un tesoro de textos. Y el resto de su vida en París,
hasta que lo agarró la Segunda Guerra y murió luchando en ella, se dedicó, en
gran parte, a traducir esas maravillas. El
tratado de la luz, de un texto maniqueo en song, la Historia secreta de los Mogoles (dos tomos disponibles en internet,
tan difíciles de leer como todas las narraciones que van mito tras mito tras
mito), los tres volúmenes de Notas a
Marco Polo, el Sutra de la causa y el
efecto y muchísimos más, dan cuenta del vastísimo alcance de sus conocimientos
e investigaciones.
Seguramente que hoy
esos libros y esos autores se consideran anticuados. Apenas los he visto
citados en los igualmente buenísimos libros actuales de François Julien,
Simon Leys o François o Anne Cheng.
Y finalmente queda
mucho que decir sobre el tema mismo de la traducción. Si bien hay quienes
fundamentan una casi imposibilidad de la buena traducción, sobre todo
tratándose de lenguas tan alejadas, el hecho es que solo los esfuerzos de esos
hombres, que dedicaron sus vidas, sus fuerzas y sus viajes a entender más, a
comprender más lo humano en cualquiera de sus manifestaciones, hacen que se
renueve la fe en el mismo hecho de la traducción.
¿Y cuáles son el
fondo los argumentos contra el hecho mismo de la traducción? ¿Y cómo así estos
se refutan y la práctica de la traducción literaria nunca desfallece?
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