El virus de la religión
Apuntes en torno a Los días de la peste (Malpaso, 2017), la nueva novela de Edmundo Paz Soldán.
Martín Zelaya Sánchez
“¿Creaste al hombre que te hizo y al hacerlo le diste un
conducto para crearte como diosa? ¿O eres una simpe estatua y es mi fe la que
te convierte en otra cosa?” (Pág. 39). Esta interrogante de la Jovera -una
prostituta decadente- uno de los treinta y pico personajes de Los días de la peste, muy bien puede sintetizar
la esencia de la nueva novela de Edmundo Paz Soldán que acaba de salir en
España con Malpaso y que pronto editará en el país Nuevo Milenio.
Una honda reflexión sobre la fe y la religión, sobre su rol
capital en el desarrollo histórico de la humanidad (¿la involución en la
evolución?), es el eje de esta obra en la que el autor trabajó los últimos tres
años y en la que, por lógica interrelación, también se habla de corrupción,
violencia y marginalidad.
Separado, ora por completo, ora no del todo, del universo
plasmado en su anterior novela y en su reciente libro de cuentos (Iris y Las visiones, respectivamente), Paz Soldán recala en un realismo
anclado en una ambientación incierta (Los Confines, provincia recóndita de un
país latinoamericano indeterminado) y en un aparente futuro mediato lo que, de
la mano de una devastadora epidemia que trasciende toda la trama, connota un
cierto cariz apocalíptico.
Ambientación incierta, decíamos, aunque en los hechos, bien
puede advertirse más bien todo lo contrario: las 325 páginas de la novela -salvo
contadas referencias a una olvidada y decadente ciudad- se desarrollan en La
Casona, una cárcel ciudadela, un microcosmos tan infinito que de no conocer los
bolivianos el penal de San Pedro de La Paz, bien podríamos dar por disparatado
o puramente ficticio. Aun así, es difícil no ligarlo con el Brincadero de La torre y el jardín de Alberto Chimal:
un edificio imposible, multidimensional, eterno. Puestos a hablar de
referencias, si bien una reseña del libro aparecida en España bien lo emparenta
con Lituma en los Andes, de Vargas
Llosa, se me ocurren mejores vínculos con El
señor Presidente, de Asturias: la capacidad de abstraer el estado límite
mental y espiritual ante el horror de la prisión y la tortura-, y Ensayo sobre la ceguera, de Saramago: la
extrema decadencia física y moral.
En una atmósfera casi aislada y hermética (otra relación con
Iris) se filtran algunas referencias
mundanas (un muñeco del Capitán América, por citar algo) y no pocos guiños a
Bolivia: “…el Jefazo hace diez años que ya era Presidente” (65); “Los Confines
era el lugar en que todos los noes se convertían en quizás, y las decisiones
inflexibles tenían infinitas excepciones. Era la lógica del lugar y había que
vivir con ella”. (232); varios bolivianismos como wawa y taparanku y una
referencia cultural a las ñatitas, a través de las santitas: cráneos de
animales o humanos utilizados para honrar a la Innombrable.
Resumamos: un letal virus con altísima mortalidad quiebra la
rutina de La Casona, pero lejos de focalizarse allí el argumento, sirve de trasfondo
al verdadero quid: la debacle real se desata cuando las autoridades regionales
deciden prohibir el culto a la Innombrable o Ma Estrella, no ya solo por la
amenaza de esta creciente religión para con la Iglesia Católica, sino por la afrenta
que supone para los verdaderos poderes político y económico. Es así como el
emergente líder opositor y religioso es “desaparecido” en el recóndito y
clandestino quinto patio del panóptico.
Novela de personajes, destaca en Los días de la peste la velocidad y ritmo impuestos por la
estructura narrativa: los nombres de los más de 30 personajes encabezan
fragmentos, desde un par de párrafos hasta un par de páginas, que se reparten
en varios capítulos divididos en tres partes.
Rigo, un nuevo reo esquizofrénico, disparatado pero lúcido
cuando amerita; Lya, una adolescente rebelde y víctima por triple partida, que
recorre sus últimos días en los pasillos de un presidio voluntario; Lillo,
preso millonario que maneja la economía de la cárcel, y por lo tanto la
corrupta y violenta cotidianidad; el Gobernador pusilánime, el Tullido líder; 43,
el pederasta despreciado por los despreciables; el Tiralíneas, diler paranoico; la doctora incansable
en su oficio ante su fracasada vida personal y una cuadrilla de criminales
parias y guardias mediocres.
Aunque la gran mayoría de los protagonistas intervienen
mediados por la voz del narrador, un par lo hacen en primera persona y Rigo -uno
de los centrales- en una delirante primera persona en plural. Este diseño le
permite al autor desarrollar un estilo fragmentario, suelto, ágil: frases
breves, a veces palabras sueltas hilvanadas por puntos aparte, muy al modo saenzeano;
es decir, logra simplificar su prosa (en el buen sentido), dotándola de
claridad, fluidez y velocidad en momentos específicos como descripciones largas,
escenas complejas y diálogos.
Por último, volvamos a lo primero. Edmundo Paz Soldán se
confiesa “católico cultural” y ello debe tomarse en cuenta, pese a su
descarnada crítica al dogmatismo religioso y a toda la corrupción, violencia,
desarraigo y deslegitimación que este conlleva.
Así, los lógicos escepticismo y coherencia de la doctora
-mujer de ciencia al fin-: “No había dioses ni diosas y estaba bien que fuera
así. La única verdad consistía en que segundos después de su muerte ya no quedaría
nada de ella. Sería cremada y no flotaría en el aire ningún espíritu que la
representara”. (213), contrastan con el incomprensible (intolerable,
insostenible) sinsentido del fanatismo religioso. Comenta Rigo de su particular
secta, reñida incluso con Ma Estrella: “Nuestra religión nos impedía matar a
ningún ser vivo y eso incluía a los virus. Todo, hasta lo más pequeño, decía la
Exégesis, muestra un orden, un sentido y un significado, todo en el mundo
biológico es armonía, todo melodía”. (219)
En su trance de fe promovido por la “sustancia violeta” (una
suerte de ayahuasca que permite la trascendencia en un “éxtasis místico”), la Jovera
llega a una epifanía simple pero crucial: “la vida es agarrarse a la cola de un
cometa”. (39)
La vida… de eso trata, finalmente, Los días de la peste… de la vida desde todas sus posibilidades e
imposibilidades. “El motor de la vida eran los virus. La enfermedad antes que
el remedio” (111), dice la doctora. “Es nuestra culpa por desequilibrar el
mundo. Vivir es desequilibrarlo” (235), sentencia Rigo.
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