“El paso no, del Dios, sino la huella...”
Apuntes preparados por la autora, de cara al conversatorio sobre literatura homosexual en Bolivia que se desarrollará esta semana.
Virginia Ayllón
Para Isabel
Tal vez lo primero que viene a la mente es que
después de la infantil, la indígena, la regional, la femenina, ¿ahora le toca a
la literatura homosexual? Es decir, ¿seguimos el sino social e histórico de la
literatura?
La hipótesis del peso de la historia en la
literatura, especialmente en la narrativa, es más grave si se la piensa como el
crítico cubano-norteamericano Roberto Gonzales Echevarría, para quien la novela
en general y la latinoamericana en particular, se ha construido persiguiendo
“la verdad”; es decir se ha construido en una intención no literaria. Siendo
esto verdad, en la mayoría de los casos, creo que menos mal “la literatura
resiste”, especialmente la poesía. Si no creyera en eso, grave sería mi vida.
La guía biográfica
y crítica de escritores latinoamericanos en temas gay y lesbianos, de 1994, consigna dos entradas para Bolivia. La primera es
para la novela Erebo, de Pablo
Gumiel, publicada en 1955, cuyo valor sería precisamente ser el primer texto
contemporáneo que trata abiertamente la homosexualidad. La segunda corresponde
a Los papeles de Narciso Lima Achá,
de Jaime Saenz, publicada en 1991. Sobre esta última, el editor considera que
Narciso vive su homosexualidad como camino de conocimiento y trascendencia
metafísica; que Saenz sitúa el amor homosexual masculino como la primera
experiencia de conocimiento, con peso específico en el desarrollo del sujeto
poético. Dice, además, que Los papeles de
Narciso Lima Achá es uno de los
textos más iluminados de la poética de Saenz y quizá la clave para comprender
su universo.
Ahora bien, en otro texto, David William Foster,
editor de esa guía, afirma que mientras las novelas norteamericanas sobre temas
gay se concentran en el conflicto interno de los personajes, las novelas
latinoamericanas, en cambio, se construyen desde la marginalidad; es decir
desde el (famoso) sino social e histórico. No creo estar muy de acuerdo con
esta afirmación, sobre todo si pienso en Sor Juana Inés de la Cruz, Nestor
Perlongher, Gloria Anzaldúa, Manuel Puig, pero especialmente en Severo Sarduy.
Cobra (1972), que forma parte de su trilogía junto a Colibrí (1984) y Cocuyo (1990), es, sin duda, una de las novelas más hermosas que he
leído. En mi recorrido feminista he oído hablar con mucho facilismo de escritura y
cuerpo, porque, así como es una clave, muy sencillo ha sido convertir esa dupla en vacío eslogan.
Para Sarduy, sin embargo, escritura y cuerpo ha
sido el jeroglífico a descifrar en una escritura febrilmente transgresiva y
hedónica. En una linda lectura del escritor chileno Bartolomé Leal, Cobra es entre otros, un objeto de
culto, envenena las letras, es un himno al travestismo, el que perturba y el
cultural… Cobra colapsa.
Pero
ni Cobra ni Sarduy podrían explicarse
al margen del trabajo del escritor, de sus traducciones al francés de la obra
de Manuel Puig, Lezama Lima, Reinaldo Arenas, Sergio Pitol, o Vázquez
Montalbán. Pero sobre todo no podrían explicarse sin tener en cuenta su apego y
estudio de la obra de Lezama Lima y su amistad intelectual con Roland Barthes.
Solo
así se puede comprender al Sarduy creador del neobarroco americano -junto a
Lezama Lima, Carpentier, Cabrera Infante y Virgilio Piñera- que viniendo de
Cuba se ha remozado con la obra del argentino Juan José Saer, la uruguaya Marossa
di Giorgio y la chilena Diamela Eltit.
Claro
que escritura y cuerpo es la obra de Sarduy (no el todo, la huella: El paso no,
del Dios, sino la huella…, primer verso de uno de sus sonetos), pero como
cuerpo él sabía que la letra con sangre entra:
La letra con
sangre entra...
La
letra con sangre entra
como
el amor. Mas no dura
en
el cuerpo la escritura,
ni
con esa herida encuentra
paz
el amante. Se adentra
en
el cuerpo deseoso
y
más aumenta su gozo
con
su mal. Alegoría
de
nuestra postrimería:
jeroglífico
morboso.
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