Mi hermano el Che
Juan Martín Guevara ha escrito una biografía suya y de Ernesto, apasionada, acrítica y enamorada del recuerdo
Ricard Bellveser
Al publicar Mi hermano
el Che (Alianza Editorial), Juan Martín Guevara nos ha desvelado una buena
colección de secretos, nos ha dado noticias sobre la familia, el entorno
revolucionario y las principales influencias del soldado, ha puesto ciertos
asuntos en su sitio, ha humanizado al barbudo de mirada perdida y soñadora y
nos ha hecho sonreír con su desconocimiento de la geografía, de la filosofía y
de otras ciencias. Nadie es perfecto, ya lo sabemos, ni él lo quiere ser, pero así
son las cosas.
Nos habla de su hermano “Ernestito”, “Fuser”, “Chancho” o
“Che” con una admiración que se comprende porque la arrastra la sangre. Tenía 15
años -hoy es un simpático personaje de 73- cuando Fidel entró en La Habana y
expulsó a Batista y lo envió con todos los demonios, y a partir de ese momento,
siempre miró a hermano como líder, como filosofo de la revolución y como hombre
del pueblo.
Nada o poco se sabe de la familia Guevara. Para empezar
estaba formada por el padre, Ernesto, la madre Celia, y cinco hermanos, Celia,
Roberto, Ana María, Juan Martín que es el más pequeño y el autor de la
biografía, y Ernesto. La madre es el personaje de mayor peso ideológico si
hemos de creer lo que asegura Juan Martín, mientras que el padre, un tipo
interesante que crió a sus hijos en total libertad, pero que no entendió lo que
había sucedido en Cuba y eso le produjo enfrentamientos con su hijo. El padre
creyó que una vez ganada la guerra, él podía entrar en Cuba y comenzar a hacer
negocios tan imaginativos como lucrativos y le correspondió a su hijo
explicarle cómo iban a ser las cosas.
La madre, Celia, recibió amenazas, incluso de muerte, fue
insultada en ocasiones, e incluso encarcelada en Argentina como estuvo
encarcelado el propio Juan, según cuenta en el libro, circunstancia que
atribuye al hecho de que Argentina es para el autor, un país muy de derechas,
en donde el pensamiento libertador del Che no tenía ni tiene sitio.
Resulta curioso que desde que el periódico Clarín de Buenos
Aires publicara la noticia de la muerte del Che Guevara, nadie de la familia se
había atrevido a dejarse ver en actividades públicas relevantes. Desde aquel 9
de octubre de 1967, hará ahora, este año, cincuenta años, en que mataron a
Ernesto, ninguno de ellos había explicado cómo era el Che, ni había escrito
sobre ello, o había dado información, o había corregido errores de cuanto se ha
dicho del personaje, un velo de silencio había envuelto a todo el grupo
familiar, sin saberse muy bien por qué, lo que le da a este libro un valor
añadido, y es el de la voz cercana, de quien vivió desde chico con él,
compartió casa y juegos, educación y aventuras.
Cuenta el periodista Josep
Catà en La Vanguardia, que cuando el Che iba a ser ejecutado en Bolivia, miró fijamente a su verdugo y le dijo: “Póngase sereno y apunte
bien. Va a matar a un hombre”, en una elogiosa síntesis de ética, dignidad y
valentía.
Esto puede justificar sobradamente la adoración que Juan
Martín siente por su hermano, y que se traduce en el hecho de no encontrarle
ningún defecto. El libro es una admirada inflamación de amor y fervor
fraternal, una hagiografía más propia del santoral que de la vida ordinaria, y
eso que no se detiene en las censuras a la URSS, que en su opinión traicionó
las ideas revolucionarias del marxismo y del leninismo. Pero para él su hermano
es intocable, el libro habla hipnotizado por su recuerdo y es algo que el
lector ha de tener muy en cuenta.
¿Por qué, 50 años después, uno de sus hermanos pone punto y
final al silencio familiar y se desborda en la narración de historias,
anécdotas, explicaciones a veces totalmente innecesarias? Según el autor,
quiere con ello neutralizar tanto las mentiras que ha leído sobre su hermano
como, algo peor, las cosas deformadas escritas por quienes no conocieron al
personaje que él sí conoció, esa persona que vivió detrás del mito, a su sombra
o en su interior, el joven que jugaba con Juan Martín como los hermanos mayores
juegan con los pequeños.
“Era muy divertido estar con él porque
era muy ocurrente, -le confesó a la periodista de El Mundo, Núria López- siempre
con humor negro, se reía de sí mismo y de los demás, un humor que yo diría propio, nuestro, un
humor argentino”.
Juan Martín dice que no es historiador, que no es filósofo,
que tampoco es escritor aunque haya escrito un libro de 300 páginas, y que se
ha visto en la necesidad de decir cuanto aquí cuenta. Para conocer los espacios
de su hermano, fue en coche desde Buenos Aires al barranco La Quebrada del
Yuro, y se decepcionó de ver en qué habían convertido los bolivianos la memoria
de su hermano, en su opinión demasiado mercantilizada y frivolizada. Pero lo
bien cierto es que tampoco parece que él mismo supiera dónde estaba, a juzgar
por lo que cuenta a lo que hay que sumar otros disparates geográficos como
afirmar que Uruguay es “el vecino del norte” de Argentina, cuando es de todos sabido
que Uruguay está al oeste, o cuando dice que Rosario es la capital de Santa Fe,
cuando, a menos que lo hayan cambiado ayer por la tarde, la capital es Santa Fe.
En fin, pequeños despistes tal vez justificables.
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